Escritores y escribidores

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Alguna vez, Roland Barthes propuso distinguir entre escritores y escribientes (écrivains, écrivants) a partir de un hecho diferencial: considerar que la escritura es un instrumento en manos de un sujeto que sabe lo que va a decir, o es un medio (un milieu) al cual el escritor accede en plan de explorador. En clave de saber, el escritor ignora lo que está diciendo, en tanto el escribiente lo sabe de antemano. El utillaje es el mismo, la lengua –mejor dicho: la competencia lingüística de cada quien, lo que cada uno domina del tesoro lingüístico–, pero el funcionamiento difiere en uno y otro modelo.

La inquietud por el fenómeno es antigua. Se le han dado, a través de los siglos, distintas explicaciones míticas o trascendentes. El poeta clásico invocaba el trance en que se vaciaba, salvo de palabras, para dejarse llenar por un dios o una musa. Hasta José Hernández pide la ayuda de los santos milagrosos para que le destraben la lengua y pueda cantar su Martín Fierro. Mallarmé propugna la desaparición elocutiva del poeta, que cede la iniciativa a las palabras. Los místicos vuelven del trance admitiendo que es inefable y que autoriza a poner en marcha las metáforas. Freud cree que el inconsciente sabe lo que la consciencia ignora. No teniendo acceso directo al lenguaje, lo empuja, lo manosea, lo patea, lo desplaza y le hace decir alguna que otra cosa.

Si prescindimos de trascendencias y mitos, con todo el respeto que nos merecen, podemos, quizás, arriesgar otra salida, secular y existencial, por darle algún adjetivo que la presente en sociedad. Es cierto que el escribiente o escribidor somete la palabra a un dictado preexistente. La escritura tiene límites prefijados, metas decididas y una retórica –arte de persuadir– adecuada a cada situación. Si las cosas marchan bien, el contenido previo llega al lector a través del mensaje. Así operan los textos políticos, morales, religiosos, informativos. El ejemplo más expresivo puede ser el periodismo, discurso ligado al día, que se olvida y no se relee, que comparte el destino del momento: desaparecer.

El escritor, por el contrario, ignora lo que va a escribir y lo va ignorando hasta que, ante el cuerpo de escritura, se sitúa como lector. Es cuando advierte que Alguien (incluyo su apócrifo dni) ha estado allí diciendo cosas. Ha desaparecido como control de la tarea y actuado como un escucha de la voz autorizada (no importa por quién: la autorización es pura) y como amanuense de ella. Luego vendrá la censura, la conformación estética, la conversión de ese objeto aparecido en obra. Mejor peinada: en obra de arte.

Dejo de lado los pares anteriores y prescindo de apoyos en musas, dioses, inconscientes –los hay individuales y colectivos–, trances y éxtasis. Los doy por aceptados. Me fijo en lo que ha ocurrido, en lo existente: el lenguaje, que me convierte en sujeto, se escinde en plan dialéctico, dialoga consigo mismo a través de mí, de modo que interviene otro en la conversación y ese otro, de manera fascinante y siniestra, acaba por persuadirme de que soy/es yo mismo.

¿Por qué ocurre este curioso coloquio en que yo soy otro, hablo conmigo pero convertido en otro, y consigo que todo ello se plasme en un acto de lengua? Apuesto por la apertura, virtualmente infinita, que posee el lenguaje, o sea que si bien tenemos conformado el código de la lengua –diccionarios, gramáticas, retóricas–, mientras ella viva no habrá agotado todos sus actos, tanto de habla como de escritura. Ésta es la dimensión de su libertad, donde la invención poética –en sentido ancho, verso o prosa– ejerce sus poderes. Usamos palabras conocidas, incluso al producir neologismos, pues los hacemos con materiales de derribo verbal, pero no las admitimos como aquerenciadas, las descuajamos de sus querencias, las echamos de sus viviendas a una suerte de intemperie de los signos, donde tienen que buscar nuevas moradas porque si no, como se dice castizamente, las pasarán moradas.

Esto importa, asimismo, en lo que hace al lector, es decir a lo que el lector hace al leer. Ante el escribidor y su escribidura, el lector recibe lo que, de algún modo, conoce. Por manejar un símil gastronómico: cruda, frita, hervida o asada, reconoce la cebolla. En cambio, la escritura del escritor propone un ejercicio de extrañamiento similar al de su producción, su quehacer. El lector también se sumergirá en un medio extraño poblado de signos reconocibles –las palabras de la tribu– pero articulados en combinatorias inéditas.

La escribidura pasa. Una vez descifrada, su destino es la papelera. La escritura, lo que, en el mejor sentido, llamamos literatura –que en su origen significó lectura– vuelve, insiste, se resiste a desaparecer y no hay lectura que la agote. Es el reino de la vigilia, del que escribe buscando estar despierto en la penumbra de la palabra inusitada y de quien lee en la misma situación alerta que solemos llamar lucidez. ~

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(Buenos Aires, 1942) es escritor. En 2010 Páginas de Espuma publicó su ensayo Novela familiar: el universo privado del escritor.


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