Felis mortuus est

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Acabo de leer, aquí en la vecindad, un escrito en que mi amigo José de la Colina traza el retrato de su gata Polvorilla. Que Bast, diosa gatuna, la preserve. Pero leí con tristeza porque la víspera –como diría el yucateco— agarró y se murió, así nomás, la gatita que llevaba diez años acompañándome, y que llevaba el por todos conceptos merecido nombre de Pipoca Olivia de Havilland Hija de la Chingada de Pantufla.

A pesar de mi alurofilia, yo jamás tendría la paciencia, ni el talento, para la extraña empresa de redactar gatos. Diré sólo que fue una gatita ignorante, cínica, escéptica, estoica, zonza y vulgar, huraña, misántropa y –como su nombre lo indica– hija de la chingada. (Esto tuvo que ver, sin duda, con el hecho de que cuando era apenas una niña de meses, Pipoca se cayó del balcón de mi quinto piso y se averió por doquier, comenzando por el alma.) Pero también que fue una gata bonita, como quizás lo demuestre esta foto que le hice, y en la que puede apreciarse por qué estaba convencida de ser la reencarnación de Olivia de Havilland.

En fin.

Quiero pensar que Picoca se cayó nuevamente, pero esta vez para arriba, hacia el cielo en el que, obviamente, presumo que se aceptan gatos porque, de otro modo, pues francamente qué pinche cielo.

La sobrevive -aunque temo que por breve plazo- su atribulado esposo, don Basho Bashibushuk Pantufla, licenciado en derecho.


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