A principios de septiembre, Pedro Sánchez acudió al comité federal del PSOE para darse un baño de masas. Acababa de aprobar con ERC un nuevo sistema de financiación para Cataluña que había molestado a algunos miembros del partido, pero nadie lo desafió en la ejecutiva. Hace años que nadie se atreve. Solo lo cuestionan moderadamente algunos “barones” díscolos, pero sus críticas son cargas controladas que sirven para transmitir una imagen de pluralismo interno; en realidad, el partido es la plataforma personalista y de promoción del líder. Es un fenómeno común en la política contemporánea; no es algo tan común en un partido con más de cien años de historia.
Sánchez llegaba al comité para presentarse de nuevo como candidato a secretario general. Era el único candidato. Normalmente eso es algo de lo que cualquier partido debería avergonzarse. El PSOE, en cambio, tituló en su web, con cierto orgullo: “Pedro Sánchez, único candidato a secretario general del PSOE.” Y anunció ya su victoria en el próximo congreso federal del partido, que se celebrará en Sevilla a finales de noviembre. El líder será elegido como está escrito en las profecías. En redes sociales, varios miembros del PSOE y ministros publicaron vídeos firmando sus avales de apoyo al secretario general. Era muy importante dejar pruebas gráficas, ante la posibilidad de futuras purgas. Aunque los sistemas español y estadounidense son muy diferentes, provoca cierto rubor comparar este cesarismo con la situación del Partido Demócrata de Estados Unidos, que hace unos meses consiguió convencer a su líder y presidente del país de que no se presentara a la reelección.
Sánchez tiene treinta años menos que Biden; tiene todavía por delante una larga carrera política. Al mismo tiempo, es incapaz de gobernar. Este año ha estado marcado por la sequía legislativa. Ha podido aprobar muy pocas leyes, ha sufrido más de treinta derrotas parlamentarias, y la ley más importante que ha conseguido aprobar, la de la amnistía, fue tan polarizante, y alteraba tan radicalmente las reglas del juego, que habría requerido de un mayor consenso. Tampoco ha podido aprobar los presupuestos de este año; es rehén de los siete votos del partido independentista Junts, que ha recibido ya varios regalos desde que gobierna Sánchez (indultos, amnistía, financiación propia y varias promesas más) pero se ha dado cuenta de que puede seguir pidiendo indefinidamente.
Ante esa incapacidad de aprobar leyes, y de gobernar efectivamente, muchos líderes deciden convocar elecciones. Quizá su partido podría avisarle de que gobernar no es solo ocupar la Moncloa, sino aprobar leyes. El propio Sánchez, en febrero de 2018, le reprochó a Mariano Rajoy: “Si no puede contar con una mayoría parlamentaria para aprobar los presupuestos generales del Estado, el presidente del Gobierno tiene que convocar a los españoles a las urnas.” Y continuó: “Un gobierno sin presupuestos es tan útil como un coche sin gasolina” y “Un gobierno que no tiene presupuestos es un gobierno que no puede gobernar, porque no puede hacer nada.” La mejor oposición al Pedro Sánchez de hoy es el Pedro Sánchez de hace unos años; a veces, es el Pedro Sánchez de hace unos meses.
El presidente está acostumbrado a la interinidad y la excepcionalidad. Tampoco le importa gobernar ejecutivamente. En el discurso que dio en el comité federal, dijo: “Vamos a avanzar con determinación, con o sin apoyo de la oposición.” “Con o sin concurso del poder legislativo.” Sus palabras tuvieron tanta resonancia en la prensa y la oposición que incluso el periodista Michael Reid las citó en un duro artículo de The Economist titulado “Pedro Sánchez se aferra al cargo a costa de la democracia española”. Pero, en el fondo, no son más que la confirmación verbal de la estrategia que lleva años aplicando el presidente. Por un lado, su gobernanza es moderna: está basada en decisiones ejecutivas y unilaterales que demuestran que él es el único soberano. Ha sido el presidente que más ha abusado de los decretos leyes, que le permiten sortear el Parlamento y, según la Constitución, solo deben usarse en casos de “extraordinaria y urgente necesidad”. Por otro lado, ejerce una gobernanza posmoderna, basada en proyectar la idea de que tiene más poder del que tiene. En 2018, poco después de la moción de censura que llevó a Sánchez al poder, la por entonces portavoz socialista Adriana Lastra definió muy bien esa estrategia performativa del gobierno: “Tenemos 84 diputados que valen por 176.” Obviamente sus 84 diputados valían por 84 diputados, por eso tuvo que convocar hasta dos veces elecciones en 2019. Durante años ha intentado convencer a la ciudadanía de que su incapacidad para gobernar es culpa de la oposición que le bloquea, y no de su debilidad parlamentaria y lo inestable que es su coalición.
Lo que siempre le ha importado a Sánchez es seguir en la Moncloa. Su visión de la presidencia es muy presidencialista. España es una democracia parlamentaria, pero eso no tiene por qué saberlo la ciudadanía. El presidente hace y deshace porque para eso es el presidente. Y si el sistema no permite manga ancha y discrecionalidad absoluta, la solución es actuar como si uno estuviera haciendo más de lo que realmente puede hacer.
El poder, según Sánchez, no se explica. El poder se ejerce. A su desprecio por el Parlamento y la fiscalización se añade una irritante arrogancia. En su estilo de gobierno no hay pedagogía ni ejemplaridad. El presidente no explica sus medidas, ni siquiera las más trascendentales. Durante los meses previos a anunciar su ley de amnistía se dedicó a defenderse de los críticos sin haberse dirigido nunca a la ciudadanía ni haber presentado aún la ley. Lo mismo ha ocurrido más recientemente con el “concierto catalán”, el cambio de la financiación autonómica que ha prometido a ERC. Es una propuesta que cambiará radicalmente cómo se sufraga el Estado de bienestar, y que promueve claramente una desigualdad fiscal. El presidente no siente que tenga que explicar formalmente a los ciudadanos por qué es tan importante esta reforma. Gobierno con una estrategia de hechos consumados: cuando ya ha tomado una decisión, se dedica a justificarla a trompicones, sobre todo como respuesta a las críticas de la oposición. Utiliza las instituciones como instrumentos de propaganda: las ruedas de prensa posteriores a los consejos de ministros son mítines del partido (la diferencia entre partido y gobierno hoy es nula) en los que los portavoces del gobierno dedican una vergonzosa cantidad de tiempo a criticar a la oposición. Es una actitud que transmite impotencia y un complejo de inferioridad.
A veces esa falta de pedagogía es consecuencia de una arrogancia y de la sensación de que lo bueno no hace falta explicarlo. Lo bueno, que es lo que el presidente ofrece porque forma parte de los buenos, es autoexplicativo. Pero en otras ocasiones su silencio ante cuestiones trascendentales es por simple supervivencia. Sabe, en el fondo, que la sociedad no está de acuerdo. A veces parece que ni siquiera el gobierno está de acuerdo. No se me ocurre ningún otro líder político que haya tomado tantas decisiones trascendentales con las que, en el fondo, parece que discrepa. Si las toma no es porque piense que es lo mejor para el país, sino porque piensa que es lo mejor para que él pueda seguir en el poder. ~
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).