Ilustración: Letras Libres. Foto: Gorupdebesanez, CC BY-SA 3.0, via Wikimedia Commons

Cuba: la promesa y el zombi

Un zombi se aferra y agrede a sus víctimas, volviéndolas una réplica de sí mismo. Esto es lo que sigue sucediendo con el castrismo en Latinoamérica.
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El pasado sábado nos reunimos en la Ciudad de México para una nueva presentación de Los intrusos, obra testimonial del escritor Carlos Manuel Álvarez. El foro no habría sido –y ya eso es bastante– otra cosa que una nueva oportunidad para encontrarnos con viejos y nuevos amigos, de no ser por una condición sui generis. Los auspiciantes –la librería Sandor Marai y sus animadores, Carlos Pérez Ricart y Vanessa Romero– pertenecen al ecosistema cultural y político de la izquierda mexicana. En particular de su segmento mayoritario, hoy gobernante.  

La realización misma del evento me tomó inicialmente por sorpresa. Dado el nivel de polarización del debate político local y el protagonismo de los anfitriones en el mismo, se me hizo extraño que un libro como Los intrusos y un autor como Álvarez tuvieran cabida. Duda que fui despejando a medida que transcurrió la presentación, donde Romero, en rol de comentarista, contó su temprano acercamiento personal a una obra y persona notoriamente “radioactivas” para la oficialidad cubana y, por extensión, a sus aliados y admiradores dentro de la autodenominada Cuarta Transformación. La apertura del debate sobre un tema tan polémico para quienes comparten su misma militancia es un punto a favor en el ejercicio de la autonomía y el pensamiento crítico de estos jóvenes intelectuales obradoristas. 

En la velada se habló del castrismo y su legado, de régimen y represión, de totalitarismo y deshumanización. Se cuestionaron los dogmas y afectos que mantenían atrapada a buena parte de la izquierda regional en su culto nostálgico a lo que aun llaman, sin serlo, la “Revolución cubana”. Se puso rostro y voz a todas las rebeldías y exclusiones que, en nombre de una idea aparentemente justa, pueblan las calles, cárceles y comunidades de una Cuba desangrada entre la pobreza, la represión y la migración masivas. Y todo eso se hizo reivindicando, desde la propia persona del autor, otras formas de ser de izquierda, acaso más auténticas a la promesa emancipadora original pero capaces de saldar cuentas con una realidad que, por décadas y millones, la ha pisoteado.

Álvarez describió al régimen cubano como un cadáver insepulto para las izquierdas latinoamericanas, pero se me ocurre que es más que eso: es un zombi. Un cadáver en prolongada descomposición, si acaso, espanta con su hedor a quienes le rodean; un zombi, en cambio, se aferra y agrede a sus víctimas, volviéndolas una réplica de sí mismo. Y esto último es, con las debidas diferencias de tiempo, grado y forma, lo que sigue sucediendo con el castrismo en Latinoamérica. Se venera –aunque no se les crea– a sus iconos y dogmas, en modos más o menos nostálgicos o militantes. Se aceptan sus asesores y programas, pensados para acumular una influencia social que derive en hegemonía política, desde dentro de regímenes democráticos. Se comparten espacios –en foros partidistas o diplomáticos– que legitiman al mismo régimen que hoy mantiene centenares de presos bajo condiciones injustificables para cualquier demócrata. Para decirlo con algo de precisión analítica: a Cuba, en el terreno de la cooperación autoritaria, se le invisibiliza como caso fallido, se le aprovecha como agente de propaganda, control y movilización; se le admira –de modo más sincero o velado– como modelo de dominación total de los propios sobre los ajenos. Para el caso mexicano, donde lo hemos analizado previamente, valdría la pena mantener abierto ese debate.

Dicho eso, repito aquí y ahora la interrogante que compartí en el turno de intervenciones del público. Aun celebrando un diálogo como el que nos cobijaba, ¿cómo es posible posicionarse críticamente ante el autoritarismo en fase terminal del castrismo y avalar, en simultáneo, el momento germinal del autoritarismo de la 4T? Pérez Ricart y Romero intentaron responder desde sus coordenadas personales a esta interrogante, pero amerita una conversación ulterior, capaz de desplegar los conceptos y coordenadas desde donde cada uno se posiciona. Dada la disposición expresa de los anfitriones por animar un espacio abierto, espero que podamos tener pronto ese diálogo.

Concluyo con el sabor peculiar que me dejó una intervención de Álvarez, ante la pregunta necesaria y terrible de qué quedó de todo aquello. Las vidas y el movimiento descritos en Los intrusos andan hoy dispersos por varias geografías, producto de la represión y desgaste de los eventos subsiguientes a la protesta de Damas 955. Dos de sus principales exponentes, Luis Manuel Otero y Maykel Osorbo, pagan con la prisión el enorme valor –en la doble condición del término– de su protagonismo artístico y civil. Esas noticias bastarían para dejarnos la sensación de que todo sigue igual, de que nada valió la pena.

Y sin embargo, sin dejar de padecer la tristeza y la rabia por la suerte de esos jóvenes –y de muchas otras personas injustamente presas en los eventos del 11 de julio y las protestas que aún continúan–, uno podría decir que algo se ha quebrado en la isla. Incluso, que quienes padecen el peor castigo guardan íntima conciencia de ese legado. Que algo eclosionó después de aquellas jornadas desafiantes en las calles de la Habana Vieja, en modos, formas y canales poco accesibles para las visiones convencionales del académico y, a ratos, del periodista. Que la gente supo, comentó, aprendió y se apropió, de aquellos eventos, mucho más de lo que podríamos rastrear, de modo consciente y sistemático.

El casi exterminio de la disidencia y sociedad civil autónomas ha coincidido con la difusión, en los barrios y sectores, de las protestas como forma de reacción ante un Estado predador, desentendido de cualquier otra cosa que no sea ‘vigilar y castigar”. Cacerolazos, plantones, consignas nuevas (hijas del espíritu 11J) o resignificadas (incluida “El pueblo unido jamás será vencido”) son noticia cotidiana en la realidad insular. Hay una población que aprende, bajo los trancazos, a ser algo parecido a la ciudadanía; a descubrir –sin necesidad de indigestión teórica– el milagro arendtiano de la acción que conduce, como ruta, al logro cruzado de la sobrevivencia y la dignidad. En todo ello, en esa promesa incierta y agónica de redención, las cubanas y cubanos del presente estaremos siempre en deuda con aquellos intrusos magistralmente registrados por la prosa atenta de Carlos Manuel Álvarez. ~

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es politólogo e historiador, especializado en estudio de la democracia y los autoritarismos en Latinoamérica y Rusia.


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