51 mexicanas indispensables

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La euforia mediática que ha desatado la nutrida presencia de mexicanos que filman en el extranjero, sumada a las numerosas postulaciones en la pasada entrega de los Óscares de Hollywood, contrasta, sin duda, con el desdén generalizado hacia el cine que se produce aquí. El cine mexicano está en los ojos del mundo, menos en los de nuestro país. Un fenómeno que traspasó fronteras y en cambio, en su propia tierra, repta en la clandestinidad a pesar de los premios ilustres y los nombres que trastocaron en cliché el llamado nuevo cine mexicano. Un nuevo cine, lanzado como exitoso eslogan en un periodo particularmente intenso como lo fue el salinismo, a pesar de que otro cine de ruptura ha venido surgiendo casi desde que los enviados de los Lumière llegaron a suelo mexicano, para iniciar una silenciosa colonización a través de las imágenes en movimiento.

Justo en el momento en que el realizador Enrique Rosas integra a su relato de ficción El automóvil gris –filmado en 1919– las escenas verdaderas del fusilamiento de la banda delictiva que asoló la ciudad de México en 1915, se preparaban ya los cimientos de un nuevo cine nacional, como ocurrió a mediados de los cuarenta con la intromisión de aquellas narraciones urbanas creadas por Alejandro Galindo, Ismael Rodríguez o Gilberto Martínez Solares. O la presencia de ese otro nuevo cine independiente realizado al margen de la industria, representado por Raíces de Benito Alazraki en 1953, seguido del Primer Concurso de Cine Experimental llevado a cabo en 1965 y del que surgirían nombres como los de Rubén Gámez, Manuel Michel, Salomón Laiter, Alberto Isaac o Juan Ibáñez.

Algo similar sucedió con la renovación cinematográfica emprendida por el echeverrismo y continuada con el salinismo, que impuso una nueva y agresiva manera de abordar la política de Estado, misma que se extendió al cine más en la forma y en su propuesta mercadotécnica que en el nivel de la industria. La política neoliberal y de apertura del salinato sentó las bases para el surgimiento de un cine que intentaba ser diferente, y los medios de comunicación exageraron, hablando de un “nuevo cine mexicano”, en un momento en que la industria iniciaba una estrepitosa caída en su producción.

Más que un nuevo cine, la idea era producir obras de mayor calidad: un curioso fenómeno de los noventa, según el cual los géneros tradicionales eran abordados de otra manera, abriendo, a su vez, diversas líneas temáticas y argumentales. Sin duda, es a partir de Rojo amanecer cuando se vislumbra la posibilidad de hacer un cine distinto, a partir de una cinta producida por la iniciativa privada, con un equipo técnico y artístico ligado al cine estatal de calidad. Cambian entonces las reglas de la censura, y se da “aire” a temas de carácter político poco abordados, como la matanza del 2 de octubre de 1968, a la vez que se desenlata La sombra del caudillo (1960), thriller político de Julio Bracho que había censurado la cúpula del poder por consideración a algún alto mando del Ejército, o a toda la institución.

Al mismo tiempo, aparece una nueva generación de cineastas y técnicos egresados de las escuelas de cine, con otra mentalidad y sobre todo con un alto manejo de la técnica. Esa nueva generación coincide con directores surgidos del echeverrismo, dispuestos a renovar su temática y estilo –los casos de Gabriel Retes, Arturo Ripstein o Jaime Humberto Hermosillo. El éxito en festivales internacionales, su impacto en taquilla y las expectativas creadas durante la exhibición, convirtieron a cintas como Sólo con tu pareja, Cronos, Danzón o Como agua para chocolate en emblemas de un cine mexicano reciente y audaz.

No obstante, otros filmes más arriesgados y de menor presupuesto serían menospreciados en esa loca carrera por promocionar ese “nuevo cine”. Ejemplos: La nube de Magallanes, En el paraíso no existe el dolor, Una moneda en el aire, Ciudad de ciegos, Pueblo de madera, Los años de Greta, Sabadazo. Lo mismo sucedió con una serie de eficaces artesanos del bajo presupuesto y del videohome, curtidos en los temas de la violencia y el narcotráfico, entre ellos Alfredo Gurrola, Damián Acosta, Francisco Guerrero, Fernando Durán, José Luis Urquieta y Valentín Trujillo.

Durante el gobierno de Zedillo se vendió cotsa –el otrora pulpo de la exhibición– y se promulgó una nueva Ley Cinematográfica que redujo el tiempo en pantalla del cine nacional. Mientras tanto, arrancaba la construcción de los primeros Cineplex que transformarían la manera de ver el cine en nuestro país, lo que perjudicó principalmente a las capas sociales más desprotegidas, al tiempo que aparecerían cintas muy exitosas que impondrían un nuevo tipo de comedia: las sex-yuppie-com, como Cilantro y perejil o Sexo, pudor y lágrimas. Por su parte, durante el sexenio foxista se intentó eliminar el CCC, el Imcine y los Estudios Churubusco, y una película menor se trastocaría en imán de taquilla, gracias a sus temas de religión y sexo y al interés o morbosidad desatados por grupos moralistas: El crimen del padre Amaro.

Por último, y antes de proseguir con la que será una selección muy personal y cronológica de lo que creo es lo más destacado de las dos últimas décadas de ese supuesto “nuevo cine mexicano”, habría que agregar que los noventa y el nuevo milenio han sido, a su vez, los mejores años del cortometraje en México (Pepenadores, El héroe, En el espejo del cielo, Virgen de medianoche, Necrofilia, Actos impuros, El otro sueño americano, El otro cuarto y muchos más), y en particular, del cine documental: La línea paterna, Un beso a esta tierra, ¿Quién diablos es Juliette?, Ni muy, muy, ni tan, tan, simplemente Tin Tan, Muxes, La canción del pulque, Gabriel Orozco, Del olvido al no me acuerdo, Voces de la Guerrero, Señorita extraviada, La guerrilla y la esperanza, Bajo Juárez, 1973, o La palomilla salvaje: intrigantes, imaginativos y sensibles relatos planteados como respuesta al fracaso y la inmediatez del cine de ficción, muchos de ellos a la espera de ser estrenados durante este nuevo gobierno de Felipe Calderón.

Corre cámara…

La ciudad al desnudo (1988),de Gabriel Retes. Con Lourdes Elizarrarás, Martín Barraza, Luis Felipe Tovar. A Retes se le debe la primera gran película sobre la violencia urbana de fines del siglo XX. Un filme que anticipaba esa violencia atroz y sin sentido, resultado del rencor social heredado del salinismo, a partir de la historia paralela de una pareja vejada y una pandilla de maleantes manejados por el sádico King (Luis Felipe Tovar, soberbio), quienes dan rienda suelta a todo tipo de vilezas.

El costo de la vida (1988), de Rafael Montero. Con Rafael Sánchez Navarro, Alma Delfina, Alonso Echánove. Otro intenso y atractivo retrato de la crisis cuyo costo es la violencia y las salidas fáciles. La vida de un joven matrimonio empieza a desmoronarse cuando ambos pierden su empleo, y luego son estafados al intentar comprar las placas para un taxi. Un único escape: el crimen. Montero explora con habilidad la frustración social y se apoya en un eficaz trabajo histriónico.

Los pasos de Ana (1988), de Maryse Sistach. Con Guadalupe Sánchez, Paula Buil, Valdiri Durand. Relato de actos mínimos, sobre el desencanto generacional y acerca de la entrañable relación madre-hijos –un tema malbaratado por el cine nacional a través de cientos de melodramas lacrimógenos. De hecho, nunca antes nuestro cine había accedido a los niveles de realismo íntimo y coloquial, en la historia de una joven cineasta divorciada y con dos hijos que emprende un video-diario.

Intimidades en un cuarto de baño (1989), de Jaime Humberto Hermosillo. Con Martha Navarro, María Rojo, Álvaro Guerrero. La asfixia y la frustración social a través de un matrimonio de clase media: ella, cajera de banco, él, escritor que aspira a una beca y que vive con sus suegros y una sirvienta, observados a través del espejo de un baño. Hermosillo inició con este espléndido relato un eficaz sistema de producción que incluía una sola locación, pocos actores y un equipo mínimo de rodaje.

Rojo amanecer (1989), de Jorge Fons. Con Héctor Bonilla, María Rojo y Jorge Fegan. Inteligente intento por reconstruir la realidad nacional desde la cotidianidad desquebrajada de una familia de clase media encerrada en sus cuatro paredes tlatelolcas, el 2 de octubre de 1968. La aventura emprendida por Fons y su guionista Xavier Robles es digna, pero parcial y tímida –“Con el gobierno no se metan”, dice un diálogo–, pero funciona como microcosmos de la sociedad del 68 y sus diversas posturas.

Santa sangre (1989), de Alejandro Jodorowsky. Con Axel Jodoroswky, Blanca Guerra, Guy Stockwell. Jodorowsky se inspiró libremente en el caso de Goyo Cárdenas, según este barroco relato que marcaba su regreso al cine y a México, luego de diez años. El circo, el burlesque, la nota roja, se mezclan en una suerte de catarsis que recorre los intrincados laberintos de la memoria, en la historia de una fanática religiosa y trapecista sexualmente reprimida y su hijo, testigo de su asesinato.

Lola (1989), de María Novaro. Con Leticia Huijara, Mauricio Rivera, Roberto Sosa. La protagonista (Huijara, excelente) se abre paso por la vida, enfrentando embates machistas, buscando su independencia sexual y llevando la carga de su hija pequeña, hasta que entiende la trascendencia de esa unión. Es la historia de una joven vendedora de fayuca y madre soltera, cuyo marido músico siempre está ausente en una ciudad resentida por los terremotos de 1985. Gran debut de María Novaro.

Cabeza de Vaca (1990), de Nicolás Echeverría. Con Juan Diego, Daniel Giménez Cacho, Roberto Sosa. Inspirado en las crónicas del conquistador Alvar Núñez Cabeza de Vaca, el cineasta y su coguionista, el escritor Guillermo Sheridan, consiguen recrear desde un punto de vista alejado de la monografía histórica escolar, el tema de la Conquista y la imposición de la fe, en la aventura emprendida por Cabeza de Vaca hacia 1527, quien llegó a Sonora y Sinaloa, desde la Florida, luego de ser apresado y esclavizado por un hechicero.

Infernofinis/Comando de la muerte (1990), de Alfredo Gurrola. Con Sergio Goyri, Jorge Luke, Ernesto Yáñez. Hábil cineasta de indudables dotes artesanales para abordar temas de violencia y autor de títulos míticos como La sucesión, Días de combate, Cosa fácil o Llámenme Mike, Gurrola realizó esta mordaz ironía postapocalíptica, trastocada en cinta de culto. Se trata de un sarcástico relato de acción y ciencia ficción ambientado en el año 2033: una ácida parodia de Rambo, Depredador y Mad Max.

Retorno a Aztlán (1990), de Juan Mora Catlett. Con Rodrigo Puebla, Socorro Avelar, Rafael Cortés. En la época de Moctezuma i, el noble Tlacaélel y el campesino Ollin inician un viaje mágico en busca de la diosa Coatlicue, para salvar al pueblo de una terrible sequía. A partir del notable antecedente que significó Mictlán (1969) de Raúl Kamffer, Juan Mora narra, desde una óptica vanguardista, la mística indígena de la era precortesiana, en este relato sobre la leyenda del Quinto Sol.

El bulto (1991), de Gabriel Retes. Con Gabriel Retes, Lourdes Elizarrarás, Gabriela Retes. Un reportero gráfico de Excélsior queda en estado de coma luego de una golpiza propinada por los Halcones el 10 de junio de 1971. Veinte años después, despierta para percatarse de que no existe el Partido Comunista Mexicano, de que Salinas de Gortari nos va a sacar del hoyo con el TLC, y de que sus ex compañeros revolucionarios trabajan para el gobierno. Ambigua y divertida metáfora sobre un país adormecido durante dos décadas.

Lolo (1991), de Francisco Athié. Con Lucha Villa, Roberto Sosa, Damián Alcázar. Un obrero es asaltado, acaba en el hospital y, al salir, es despedido de su trabajo. En su debut, Athié recurre a un impactante y estilizado tratamiento visual para retratar los problemas de la injusticia social y la violencia urbana, en una versión muy libre de Crimen y castigo de Dostoyevski, ambientada en terrenos de chavos banda y de la periferia urbana, según este inquietante relato de sexo, traición y criminalidad.

La mujer de Benjamín (1991), de Carlos Carrera. Con Arcelia Ramírez, Eduardo López Rojas, Malena Doria. La cinta tiene tanto de Rius como de La bella y la bestia. Un obeso cincuentón casi subnormal, dueño de la única tienda del pueblo de la que se encarga su madura hermana solterona, se enamora de una adolescente que se aprovecha de la situación. El retrato de una provincia sensualona y la búsqueda de personajes atípicos son algunos de los divertidos extras de esta película en clave paródica.

Sólo con tu pareja (1991), de Alfonso Cuarón. Con Daniel Giménez Cacho, Claudia Ramírez, Luis de Icaza. Primera cinta mexicana que tocaba el tema del sida en plan humorístico, a medio camino entre Almodóvar y el humor sexoso de Mauricio Garcés trasplantado a nuestros días. La forma se impone sobre el fondo, con un estilo visual cercano al videoclip y un soberbio dominio de la técnica que acercaban la cinta a los estándares de la producción estadounidense, lo que le valió a Cuarón su pase a Hollywood.

Tequila (1991), de Rubén Gámez. Con María Rojo, Hugo Stieglitz, Yirah Aparicio. Vocación de ruptura es el sello de marca de Rubén Gámez, autor de un par de trabajos insólitos en veinticinco años: La fórmula secreta –de 1964– y Tequila: una borrachera de imágenes delirantes y de un nacionalismo exacerbado y crítico, para hablar de temas como la represión, la marginación o la transculturización. El monólogo final, escrito por Fernando del Paso e impuesto por los productores, molestó a su realizador.

En medio de la nada (1992), de Hugo Rodríguez. Con Blanca Guerra, Manuel Ojeda, Guillermo García Cantú. Rodríguez, futuro realizador de Nicotina en 2004, conseguía debutar con este estilizado relato acerca de una cotidianeidad interrumpida de manera violenta. Primera muestra de un realizador con buena madera, preocupado por una violencia más psicológica y ambiental que física, es la historia de un grupo de personajes encerrados en una fonda-gasolinería, justo en medio de la nada.

La invención de Cronos (1992), de Guillermo del Toro. Con Federico Luppi, Ron Perlman, Claudio Brook. Del Toro representa uno de esos extraños casos de un cineasta capaz de mantenerse fiel a sus principios, gustos y obsesiones probando fortuna en México, España o Estados Unidos, a partir de un género casi siempre menospreciado, mismo que le provoca una fascinación tal que logra transmitirla en la pantalla, como ocurre en este atípico relato de vampiros.

Novia que te vea (1992), de Guita Schyfter. Con Claudette Maillé, Maya Mishalska, Angélica Aragón. A pesar de sus limitaciones de producción, la cinta es una curiosa y divertida historia de dos jovencitas judías nacidas en México, que intentan realizarse como esposas o profesionistas, o ambas cosas, en los turbulentos años sesenta. Schyfter aborda las ilusiones de mujeres que chocan y se interrelacionan a través de su condición femenina y de extranjeras, en sociedades dominadas por los hombres.

Desiertos mares (1993), de José Luis García Agraz. Con Arturo Ríos, Juan Carlos Colombo, Dolores Heredia. Drama urbano, retrato de crisis existencial, película de carretera que se construye con base en los recuerdos, en la historia de un cineasta que elabora un guión donde se funde su pasado, su presente y un relato histórico y ficticio sobre la Conquista de México. García Agraz avanza con visceralidad a través de las relaciones familiares, el mundo infantil y la recreación onírica de un México mítico.

Dos crímenes (1993), de Roberto Sneider. Con Damián Alcázar, Dolores Heredia, José Carlos Ruiz. Inteligente rescate del irónico y particular universo del escritor Jorge Ibargüengoitia. Los enredos de una disfrutable y cachonda provincia mexicana envuelven a un capitalino señalado como responsable de un asesinato, en un divertimento fílmico que se nutre del thriller de nota roja, la intriga rocambolesca, el humor negro y un sensual erotismo pocas veces alcanzados por nuestro cine.

En el aire (1993), de Juan Carlos de Llaca. Con Daniel Giménez Cacho, Dolores Heredia, Plutarco Haza. Ciertos errores técnicos y de ritmo en su debut industrial se compensan con un humor fresco y espontáneo, para narrar la crisis emocional y los recuerdos de un locutor de radio que clama por el acetato en la época del disco compacto, según este inteligente recorrido por la sexualidad disoluta y gozosa de los años sesenta y setenta, a partir de un guión del propio realizador y Alicia García Bergua.

En el paraíso no existe el dolor (1993), de Víctor Saca. Con Miguel Ángel Ferriz, Fernando Leal, Evangelina Elizondo. Obra inquietante y extraña que aborda temas como el sida, la homosexualidad, la corrupción policíaca, la fascinación por la violencia y los antros donde se exuda horror y todo tipo de secreciones. Saca desglamouriza sus ambientes sórdidos, creando personajes creíbles, que van de lo patético a lo emotivo, en un relato armado por constantes regresos al pasado.

Hasta morir (1993), de Fernando Sariñana. Con Damián Bichir, Juan Manuel Bernal, Verónica Merchant. Un joven cholo inicia a su amigo de la infancia en el asalto a mano armada, mientras planea el secuestro de un magnate fronterizo para empezar una nueva vida en Los Ángeles. Sariñana se sumerge en la cultura del tatuaje y la violencia urbana, y consigue rescatar el tema de la amistad masculina sin prejuicios melodramáticos, a partir de un estilo visceral y vibrante.

La orilla de la tierra (1993), de Ignacio Ortiz. Con Luis Felipe Tovar, Jesús Ochoa, Alejandra Prado. Dos hermanos comparten un mismo sueño: la localización de un gran tesoro. Un pueblo sin hombres. Una niña que crece con relatos fantásticos en los que aparece San Martín Caballero como héroe romántico. Una iglesia sin sacerdote y mujeres sin marido. Se trata de una bacanal oaxaqueña: una suerte de western metafísico que apuesta por una leyenda de claro espíritu rulfiano.

El callejón de los milagros (1994), de Jorge Fons. Con Salma Hayek, Bruno Bichir, Ernesto Gómez Cruz. Adaptación de Vicente Leñero sobre la novela del egipcio y premio Nobel de literatura Naguib Mahfouz, que se ambienta en las calles del centro de la ciudad de México. Un cincuentón que descubre tardíamente su homosexualidad. Una solterona que seduce a un joven mesero. Una muchacha pretenciosa que acaba como prostituta, y el joven que regresa de bracero para recuperarla con trágicos resultados.

Dulces compañías (1995), de Óscar Blancarte. Con Ana Martín, Roberto Cobo, Ramiro Huerta. Obra cruda, terrible y carente de cualquier asomo de moralina, que se interna de manera afortunada por la realidad urbana más caótica: su violencia, su podredumbre y sus salidas falsas y desesperanzadas, en la historia de un titiritero homosexual, una maestra cuarentona y un chichifo psicópata, inspirada en dos obras de Óscar Liera.

La primera noche (1997), de Alejandro Gamboa. Con Osvaldo Benavides, Mariana Ávila, Julio Casado. Televicine recuperó el punto de vista de un sector juvenil muy específico: chavos sanos de clase media en una película que luce precisamente por su sencillez, su falta de pretensiones y su visión imparcial sin rasgos de moralismo. Gamboa encontró con esta divertida comedia juvenil una fórmula para reunir impacto comercial y conciencia social.

Bajo California: El límite del tiempo (1997), de Carlos Bolado. Con Damián Alcázar, Jesús Ochoa, Gabriel Retes. Persiste aquí la idea de experimentar con un relato enigmático y fascinante que apuesta sin complejos por las emociones, las más simples y cotidianas, en la historia de un artista plástico que inicia un viaje de búsqueda personal. Bolado, el mejor y más sensible editor del “nuevo cine mexicano”, debutó como realizador con una historia introspectiva que descubría una provincia ignota.

Santitos (1998), de Alejandro Springall. Con Dolores Heredia, Alberto Estrella, Luis Felipe Tovar. El filme recupera historias sencillas de humor cotidiano, a partir de la novela homónima de María Amparo Escandón. Relato insólito, que rompió los esquemas de nuestra gastada cinematografía con intuición y entusiasmo, para redescubrir el gozo del cine y sus diversos ángulos en la historia de una joven mujer fanática de San Judas Tadeo, obsesionada con recuperar a su hija.

Amores perros (1999), de Alejandro González Iñárritu. Con Gael García Bernal, Vanessa Bauche, Emilio Echevarría. Más allá de los órganos de animales y humanos que sangran y se exponen a cuadro, se trata de una experiencia emocional orquestada con garra por un cineasta curtido en el ámbito publicitario y de la radio. Propone una perspectiva de una realidad perra y salvaje, donde resulta común la violencia, el engaño, el odio entre hermanos y la amargura como sustituto de la adrenalina.

La ley de Herodes (1999), de Luis Estrada. Con Damián Alcázar, Pedro Armendáriz, Salvador Sánchez. El filme mostró la locura del poder, y la corrupción del pri y las instituciones cómplices que le hicieron juego desde hace casi ochenta años, en la historia de un oscuro funcionario que se trastoca en semidiós de un pueblo, bajo el amparo de la Constitución, la modernidad alemanista y la ley de la pistola. Una alegoría de la violencia política a través de la sátira.

Seres humanos (1999), de Jorge Aguilera. Con Rafael Sánchez Navarro, Clarissa Malheiros, Osvaldo Benavides. Aguilera y su guionista, Andrés García Barrios, rechazan un cine explicativo y aséptico, para sumergirse en terrenos tortuosos como son los recuerdos traumáticos y la muerte de un ser querido, desde una perspectiva tan distante y reflexiva que evita cualquier asomo de melodrama y sentimentalismo. Una propuesta arriesgada llevada hasta las últimas consecuencias con resultados satisfactorios.

De la calle (2000), de Gerardo Tort. Con Luis Fernando Peña, Maya Zapata, Armando Hernández. Rufino, el héroe trágico de este relato escrito por Marina Stavenhagen e inspirado en la obra de Jesús González Dávila, se interna en la parte oscura de la nación foxista, paranoica y semidestruida, controlada por una raza terrible y salvaje: la policía judicial. Replanteó en otros términos el realismo de la urbe violentada y la vulnerabilidad de la infancia en un sistema social tan injusto como el nuestro.

El gavilán de la sierra (2000), de Juan Antonio de la Riva. Con Juan Ángel Esparza, Guillermo Larrea, Claudia Goitia. Desdeñada por el público urbano, la película recuperó de manera inteligente los sentimientos del campo mexicano, desde una suerte de thriller rural de proporciones trágicas inspirado en un caso de nota roja. Es la historia de dos hermanos de Durango: uno, compositor que aspira a cantar sus temas, y otro, orillado al crimen y al asalto a aserraderos y autobuses foráneos.

Mil nubes de paz cercan el cielo, amor jamás acabarás de ser amor (2000), de Julián Hernández. Con Juan Carlos Ortuño, Juan Carlos Torres, Perla de la Rosa. El primer largo en 35 mm de Julián Hernández, Roberto Fiesco, productor, y Diego Arizmendi, fotógrafo, es una obra apabullante y de una sencillez arrolladora. Un relato de pérdidas amorosas, protagonizada por un joven homosexual que deambula por una fantasmal ciudad de México y cuya premisa rebasa los estrechos límites de un relato gay para transformarse en una historia de pasión desgarrada.

Un mundo raro (2000), de Armando Casas. Con Víctor Hugo Arana, Emilio Guerrero, Ana Serradilla. Excepcional debut de Armando Casas: un inteligente ejemplo de un cine moderno y audaz, acorde con los lineamientos de la crisis fílmica, política y económica actual. Una lograda farsa sobre la frustración y sobre los desposeídos que sueñan con una oportunidad. Un relato sobre el precio de la fama y sus consecuencias límite, ambientado en el medio más estúpido y frívolo: la televisión comercial.

Perfume de violetas (2000), de Maryse Sistach. Con Ximena Ayala, Nancy Gutiérrez, Arcelia Ramírez. Escrita por su marido José Buil, la cinta recupera lo mejor de ambos cineastas: el retrato intimista y femenino y las precarias relaciones entre madres e hijas, y a su vez la nota roja y la violencia latente que alimenta la sociedad. Dos estudiantes de secundaria se convierten en amigas íntimas y bifurcan sus caminos de manera trágica, cuando una de ellas es violada con la complicidad de su hermanastro.

El sueño del caimán (2001), de Beto Gómez. Con Rafael Velasco, Daniel Guzmán, Roberto Cobo. El realizador reincide en el tema de los perdedores de manera lúdica y su peculiar estilo tan tosco, irreverente, divertido y abiertamente camp, que recuerda tanto a Juan Orol como a John Waters. Situaciones escatológicas, una historia de amor apenas esbozada y un relato de solidaridad entre un grupo de fracasados que deciden cometer un atraco bancario en un pequeño pueblo de Jalisco.

Y tu mamá también (2001), de Alfonso Cuarón. Con Diego Luna, Gael García Bernal, Maribel Verdú. La relación entre dos amigos adolescentes de clases sociales distintas y una española que intenta dar un giro a su existencia cuando el trío emprende un viaje por caminos desconocidos de la costa oaxaqueña, marcó el regreso de Cuarón a su patria y de su fotógrafo Emmanuel Lubezki. Cuestionable aunque eficaz intento por acercarse al México real con sus injusticias y contradicciones.

Una de dos (2001), de Marcel Sisniega. Con Erika de la Llave, Tiaré Scanda, Antonio Peñuñuri. Divertida comedia rural, cercana a aquellas viejas cintas mexicanas de los cuarenta y cincuenta, en la que están ausentes las típicas escenas de sexo, violencia y sordidez que se han convertido en lugar común de nuestro cine. Inspirada en una novela de Daniel Sada, narra la historia de dos hermanas gemelas inseparables y el amorío que emprenden con el mismo hombre, un rancherote ingenuo y algo atarantado.

Temporada de patos (2004), de Fernando Eimbcke. Con Danny Perea, Enrique Arreola, Diego Cataño, Daniel Miranda. Obra de gran frescura, que aporta divertidos e inteligentes trazos sobre la cultura del sinsentido adolescente, en la historia de dos treceañeros encerrados en un departamento de Tlatelolco, dispuestos a consumir alimentos chatarra y videojuegos, al tiempo que son interrumpidos por una extraña y simpática vecina, un histérico repartidor de pizzas y un apagón que cambia sus planes.

Batalla en el cielo (2005), de Carlos Reygadas. Con Marcos Hernández, Anapola Mushkadiz, Berta Ruiz. El filme del autor de la también polémica Japón (2002), abre y cierra con una escena de sexo oral, de tal crudeza gráfica que mereció censura. Es un relato extremo, de imágenes tan agresivas como reflexivas, capaz de sacudir al espectador más pasivo y de crear más dudas e interrogantes que propuestas de fondo y forma, pero que sin duda dejó huella profunda en nuestro ámbito cultural.

Sangre (2005), de Amat Escalante. Con Cirilo Recio, Laura Saldaña, Claudia Orozco. Realizada sin apoyo y con actores no profesionales, Sangre se vale de un inclemente humor negro y realista, para narrar la vida cotidiana de seres mediocres y sin aspiraciones. Un burócrata cuarentón poco agraciado físicamente y su esposa, una mujer extremadamente celosa, pasan horas viendo la TV y mantienen una desinhibida relación de sexualidad que se rompe cuando aparece la adicta hija adolescente de él.

El mago (2005), de Jaime Aparicio. Con Erando González, Gustavo Muñoz, Julissa. De un espíritu fresco, espontáneo y prácticamente amateur en el mejor sentido del término, la cinta de Aparicio relata una historia entrañable que le toca de cerca y que remite a una premisa del cine social sin ocultar sus ecos neorrealistas: los desposeídos que sueñan con una oportunidad y que intentan levantarse ante las adversidades; un mago callejero y desahuciado intenta recuperar un amor de juventud.

1973 (2005), de Antonino Isordia. Con Rodolfo Escogido, María Fernanda Ramos Macín, Alejandro Cota. Insólita obra documental que narra tres historias: la de un porro y líder estudiantil del IPN, ligado a oscuras estrategias electorales. La espiral de violencia, drogas y desequilibrio emocional de una joven autodestructiva. Y la de un mitómano psicópata, que decide asesinar a sus hermanos y a su madre, arrastrando a un grupo de amigos. Uno de los relatos más terribles y provocadores de nuestro cine.

Así (2005), de Mario Jesús Lozano. Con Roberto García Suárez, Oliver Cantú, Berenice Almaguer. Película dura, arriesgada, valiente y original. Un ejemplo de lo que puede hacerse con recursos mínimos, utilizados con inteligencia y contundencia dramática. Un relato que enfrenta, perturba y es capaz de mover emociones y encender debates, que incide en un aparentemente banal triángulo adolescente, observado en planos fijos de 32 segundos que ocurren justo a las 23 horas con 32 minutos.

En el hoyo (2006), de Juan Carlos Rulfo. Notable obra que revela un insospechado humanismo y otorga nombres y rostros a aquellos miles de fantasmas a los que nadie mira y que sostienen entre varillas y toneladas de tierra el impulso del futuro. El documental no sólo se solidariza con sus personajes repletos de matices y alardes machistas, sino que los trata con respeto y dignidad, en esta historia sobre un grupo de obreros responsables de la construcción del segundo piso del Periférico.

Morirse en domingo (2006), de Daniel Gruener. Con Humberto Busto, Maya Zapata, Silverio Palacios. Inscrita en un tema casi inexistente en nuestra cinematografía: el humor negro, cruel y despiadado, la cinta logra sacar partido de ese gran negocio que es la muerte en nuestro país –pensiones de fallecidos, venta de cadáveres, desaparecidos, burocracias legales y más–, al narrar las peripecias que sufre una familia cuando uno de sus miembros tiene la desgracia de morir en domingo.

La vida inmune (2006), de Ramón Cervantes. Con Carmen Beato, Rocío Verdejo, Sandra Rodríguez. Relato de gran sutileza, donde el crimen y la fantasía parecen la única salida al caos moral. Historia de pérdidas físicas y emocionales, en la que, bajo alegorías telúricas –como la inexplicable fuerza de la naturaleza o la inmunidad física de la protagonista: una mujer viuda a cargo de sus tres hijas– se adivinan las falsas salidas de una sociedad encaminada al fracaso desde los años sesenta a la fecha.

El violín (2006), de Francisco Vargas. Con Dagoberto Gama, Gerardo Taracena, Ángel Tavira. Película perfecta, de una contundencia dramática fuera de serie a pesar de su aparente sencillez. De manera inteligente, los sucesos que aquí se narran no tienen fecha, ni ubicación específica: puede ser 1968, los años setenta, 1994 o 2007, Chiapas, Guerrero, Michoacán o el Ajusco, en la historia de una rebelión popular que se gesta desde el silencio y la indignación que abarca a hombres, mujeres, ancianos y niños.

Drama/Mex (2006), de Gerardo Naranjo. Con Diana García, Miriana Mora, Fernando Becerril. Instantánea cinta de culto independiente, a medio camino anímico entre el Godard de Sin aliento (1959) y Paraíso (1969) de Luis Alcoriza. Muestra de un ultramoderno cine nacional no exento de pretensiones, que plantea abismos e intenta reflejar problemáticas y emociones actuales sin complacencias, ni fórmulas genéricas, y lo hace con la misma frescura, arrogancia e irresponsabilidad que la de sus protagonistas adolescentes en una noche de farra acapulqueña. ~

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