El paso de Alain (1868-1951) por el ejército le dejó saber que todos los gritos nacionales, incluso fuera de batalla, equivalen a un arma cargada. Filósofo francés, activista, maestro y referencia para el pensamiento político de la primera mitad del siglo XX, conoció en la brutalidad de la Gran Guerra las peores formas de nuestras pasiones. Entonces pensó y publicó alrededor de la urgencia por entender las virtudes de su autocontención.
“Sólo hay un poder: el militar. Los otros poderes dan risa y dejan reír”, escribió Alain en La ciudadanía contra los poderes, un pequeño libro de 1926. Antes había utilizado otros seudónimos. Su verdadero nombre era Émile Chartier.
Conocemos lo que le pasó al mundo alrededor y después de esos años.
Cierto fracaso se respira en un 2024 que terminará a fines de enero próximo, cuando la vuelta de Donald Trump a la Casa Blanca resuma el espíritu de nuestros tiempos en lo político, social y cultural.
La dualidad en algunas de las ideas de Alain me resulta molesta. A pesar de su pacifismo reacio, se enlistó para combatir durante la guerra. Pero ese mismo compromiso le llevó a transitar entre la aceptación del dominio alemán con tal de evitar muertes, y el reconocimiento de las armas como un mal menor frente a la amenaza.
Orwell, en su artículo “Pacifismo y progreso”, de 1946, con la distancia de dos guerras tras de sí, escribió que la palabra pacifismo era ambigua y prescindía por sí misma de implicación política, carente de un acuerdo generalizado sobre cuáles actividades debían rechazarse. Sin embargo, Alain, en otros textos, dejaba clara la relación de lo que consideraba admisible, jerarquías supeditadas con relación a los individuos, como tales y para ellos, en franca oposición a las exaltaciones de la nación y de la patria.
La felicidad, en el trabajo de Alain, fue uno de los temas recurrentes. También es uno de los que me generan incomodidad. En términos políticos, lo incómodo es positivo. No coincido con su búsqueda de los propósitos de la felicidad, por considerarla, entre otras cosas, aburrida y un estado de gracia hacia lo incompleto. Son demasiados los elementos de la realidad que me impiden pensar en su absoluto. Alain plantea que la felicidad surge de las pequeñas cosas. En eso estoy de acuerdo, pero siempre se trata de insumos delimitados por una ventana de tiempo.
La permanencia de esas pequeñas cosas es un imposible, incapaz de imponerse sobre un entorno ajeno a ellas. Los hijos, la familia, los amigos y otros evocadores de la felicidad son grandes paréntesis en medio de un todo. La calle, las preocupaciones del mundo, las guerras, nuestra infinita y polifacética vocación destructora, sus saldos.
Hoy se encuentran nociones de felicidad y permanencia en buen número de discursos políticos. En México, en Estados Unidos, Italia, Hungría, etcétera: los ejemplos cotidianos de la época para ilustrar la sobresimplificación, el uso de la emocionalidad por encima de la razón y la pérdida de valores democráticos.
Alain decía que un niño que grita hace gritar a los demás. El proselitismo que se permite pronunciar felicidad es primario, promesa del político a una sociedad que considera infantilizada, mientras esta asume ese papel.
En el momento en que aceptamos incorporar a la felicidad en el lenguaje de propuestas políticas o de un proyecto de país, ya sea que esta felicidad se plantee en su abstracción o como objeto de un programa de gobierno, se renuncia a las obligaciones de la administración pública que, si acaso, permitirán la emoción privada, que no es asunto de nadie más que del individuo.
En un aspecto amplio, el problema es todavía más complejo. Nace de lo falso. Aunque la noción común de la paz sea el opuesto a la guerra, la paz no implica únicamente la ausencia de violencia sino, entre otras, el fomento y mantenimiento de condiciones que la permitan: la tranquilidad, la estabilidad. En código de Estado, las instituciones.
Toda idea de tranquilidad o estabilidad pide un asomo retórico de permanencia. Son intervenciones al estado de las cosas, no solo de naturaleza sino de convivencia. Un artificio positivo, pero artificio al fin, cuyo origen es la voluntad práctica, no solo discursiva.
Hablar de los componentes que permiten la tranquilidad o la unión social sin contemplar la aceptación del conjunto a los términos que las permitirían es confortativo y un engaño. Sucedió en la Casa Blanca de 2017 a 2021, y nada indica que no se repetirá; sucede en Palacio Nacional desde 2018; en la Casa Rosada de Buenos Aires desde diciembre pasado, en El Salvador y el resto del catálogo de similares.
En no pocas ocasiones, antes y después de Alain y Orwell, guerras exteriores sirvieron para salvaguardar cierta paz interna. La Guerra fría es el caso emblemático, donde la paz, antes que conseguirse por lo ético o moral, se mantenía por temor al aniquilamiento. La unidad política surgía de interiorizar la paz y la tranquilidad, algo que no hacen los gobiernos populistas. En el caso mexicano, ni siquiera ante el crimen organizado, ya que su existencia en los términos actuales es impensable sin un nivel de penetración generalizado. Y si falla el cálculo, y no es raro que lo haga, la inestabilidad al interior de los países crece. El enemigo deja de ser el de afuera para convertirse en uno local, las otras expresiones sociales, políticas, culturales. Todas señaladas como responsables proverbiales de lo disfuncional: los conservadores, los neoliberales, los liberales, los zurdos, las izquierdas, las derechas. La caricatura.
La facilidad de dispersión del discurso que se ha implantado en la política moderna proviene de una de nuestras angustias más viejas, la incertidumbre. Esa que hace llorar al niño y se diluye con la promesa de felicidad. Un discurso que no solo depende de un enemigo al interior, sino que se ofrece como opción salvadora desde el determinismo. Porque al no poder combatir la incertidumbre, el populismo la disfraza de indeterminación para atacarla con falsedades, con doctrinas emocionales que bien haríamos en proscribir de los conceptos de paz y tranquilidad.
Son doctrinas que, desde el poder, no dejan reír al depender de la lógica de tropa, aquella de la que habló Alain, con su naturaleza de identidad incrustada a la fuerza en las herramientas democráticas, provocando el deterioro de la condición de ciudadanía y de los valores políticos. ~
es novelista y ensayista.