Hace algunos años, cuando apareció a la venta el DVD de Ten (2002), obra mayor del extrañado maestro Abbas Kiarostami (1940-2016), el disco respectivo ofrecía como extra un documental, 10 on Ten (2024), un fascinante ensayo fílmico del propio Kiarostami que funciona como una absorbente master class en la que el cineasta iraní comparte sus reflexiones sobre el cine en general y sobre su filmografía en particular.
En un momento de esa memorable cátedra cinematográfica, Kiarostami cita una idea de uno de sus contemporáneos, el gran realizador italiano Ermanno Olmi (1931-2018), quien alguna vez propuso clasificar a todos los cineastas en cuatro categorías históricas y generacionales.
Primeo, decía Olmi, estaban los cineastas que habían inventado el cine, los que crearon el lenguaje fílmico, los que volteaban a ver el mundo en el que vivían para luego hacer películas: gente como Griffith, Eisenstein o Murnau. Luego vino una segunda generación, ya con el cine en marcha y el lenguaje cinematográfico establecido. Esta generación vio el cine de los primeros maestros, volteaban a ver el mundo y luego pasaban a hacer sus películas: los Hitchcock, Buñuel, Ozu o Fellini. La tercera generación absorbió el cine de las dos anteriores, pero voltea muy poco –o de plano nada– a ver el mundo, pues se ha pasado toda la vida entre las cuatro paredes de una sala de cine. A este tipo de cineastas pertenece, acaso, el primer Jean-Luc Godard, John Carpenter y, sin lugar a dudas, Quentin Tarantino. Finalmente, la cuarta generación, decía Olmi citado por Kiarostami, es una que ha visto muy poco cine de las generaciones anteriores, que no le interesa el mundo que le rodea y que solo hace cine para jugar con el chunche tecnológico más reciente, usando las mejores pantallas verdes posibles. Esta generación, se lamentaba Kiarostami a inicios de siglo, es la que domina el cine contemporáneo. ¿Ejemplos?: quien dirija las peores cintas de superhéroes, es decir, casi todas.
Por supuesto, esa lejana provocación de Olmi tiene que ver más con una forma de entender el cine que con una división histórica o estrictamente generacional. A mi ver, Scorsese es alguien que encaja más en la segunda generación, aunque no sea contemporáneo de Hitchcock, Ozu o Buñuel. El cine de Scorsese, aunque conectado directamente con corrientes fílmicas anteriores –el neorrealismo italiano, evidentemente– o con grandes autores en específico –de John Ford a Federico Fellini, por ejemplo–, es una obra anclada en una realidad reconocible que el propio cineasta vivió o de la que fue testigo. Su cine nace de las películas que vio de niño, en el televisor del departamento familiar, pero no exclusivamente. Algo similar se puede afirmar, digo yo, de buena parte de la obra de Pedro Almodóvar. Y para ejemplo, su vigesimotercer largometraje, La habitación de al lado (The room next door, España – E.U., 2024), que se estrena este fin de semana en México.
El más reciente filme almodovariano está repleto de referencias y homenajes fílmicos y literarios. Esto no es raro: el cine del manchego siempre ha abrevado de innumerables fuentes cinefílicas, especialmente hollywoodenses. Incluso podría afirmarse que algunas de sus primeras películas pueden entenderse como una extensión de las cintas admiradas/saqueadas/homenajeadas por Almodóvar: Matador (1986) de Duelo al sol (Vidor y otros, 1946); Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) de Mujer pasional (Ray, 1954); ¡Atame! (1989) de Nunca fui santa (Logan, 1956), con todo y su copia exacta de varios diálogos, por dar solo un puñado de ejemplos.
En el caso de La habitación de al lado, el guion escrito por el propio cineasta se conecta directamente con la obra maestra póstuma de John Huston, Los muertos(1987), que la agonizante periodista de guerra Martha (Tilda Swinton) y su reconectada amiga escritora Ingrid (Julianne Moore) ven alguna noche en la espaciosa casa que han rentado en Woodstock, al norte de Nueva York. Martha ha sido desahuciada debido a un cáncer cervical intratable, ha decidido morir por mano propia y le ha pedido ayuda a su vieja amiga Ingrid, a la que no veía en mucho tiempo, solo para que le haga compañía –en la habitación de al lado del título– en esos últimos días de su vida, en esas últimas horas postreras.
En Cuál es tu tormento (Anagrama, 2021), la novela de Sigrid Nunez en la que está basada esta película, tampoco faltan las referencias cinematográficas y literarias –la narradora es precisamente la escritora, una consumada cinéfila–, pero en esta brillante adaptación fílmica Almodóvar se ha tomado suficientes libertades con la novela original, por más que el núcleo argumental sea más o menos el mismo: la comunión final de dos amigas que deciden acompañarse cuando una de ella está a punto de despedirse de la vida. Sin embargo, aun cuando hay alusiones directas que pasan de la novela a la película –por ejemplo, las dos amigas disfrutando a carcajadas Seven chances (Keaton, 1925)–, Almodóvar ha propuesto, en su apropiación del libro de Nunez, un nuevo vaso comunicante: la relación entre las dos amigas con el desolador desenlace de Los muertos, sensible adaptación del cuento original homónimo escrito por James Joyce.
Así, el cineasta retoma, a través de la extraordinaria novela de Nunes, la devastadora reflexión original joyceana (convertida por John Huston en la película perfecta para deprimirse en Navidad) sobre la vida, la muerte y la marca indeleble que dejan todos los muertos sobre nosotros, para apropiarse de ella de manera genuina, sin asomo de impostura. Por más que este filme sea su primer largometraje realizado en inglés, sus dos protagonistas no parecen personajes almodovarianos: lo son por derecho propio, especialmente la Martha de Tilda Swinton que, agonizante como está, aparece siempre imponiéndose a todo lo que le rodea, incluyendo a su inminente e ineluctable muerte (“El cáncer no me alcanzará si yo llego antes”).
Aunque la cinta carece de la ligereza a la que nos tiene acostumbrados el director –se trata, sin duda, de uno de sus filmes más serios y hasta solemnes–, el colorido y la luminosidad no podían faltar. Entre el rojo que domina de principio a fin –el hospital de donde sale Martha, el color de uno de los autos, la bolsa de una de ellas, la blusa de la otra– y el intenso verde que estalla súbitamente en los exteriores –esos escenarios pastorales, la tumbona en la que descansa Martha–, la realidad es que la tristeza por lo que estamos presenciado se contrasta, visualmente, por un encuadre siempre atractivo, siempre vital. Almodóvar y su equipo de producción no podrían hacer una película fea, aunque se lo propusieran.
Volviendo a lo planteado al inicio, en La habitación de al lado hay mucho más que el mero saqueo referencial posmoderno. Es claro que Almodóvar no solo ha visto mucho cine, sino que ha vivido una larga y fructífera vida. Más aún: sabe muy bien lo que está sucediendo alrededor de él, en el mundo. La decisión de Martha de terminar su vida bajo sus propias condiciones será el postrer acto de desafío de una mujer que nunca transigió con nada ni con nadie. En un mundo en el que el fascismo más descarado y el neoliberalismo más voraz –como lo señala el pesimista académico interpretado por John Turturro, amante compartido de las dos amigas– busca limitar todo asomo de libertad individual, toda idea de esperanza, la decisión final de Martha y la solidaridad inquebrantable de Ingrid representan un acto revolucionario.
Pedro Almodóvar es, insisto, un cineasta de la segunda “generación” definida por Olmi. Leyó a Joyce, leyó a Nunez, vio el gran filme póstumo de Huston, pero no se quedó dentro del cine ni dentro de su estudio. Abrió la ventana, vio lo que estaba pasando en el mundo y decidió entregarnos esta subversiva historia de amistad y comunión que nos recuerda que, lo aceptemos o no, todos estamos juntos y que la nieve cae igual, como escribió Joyce, “sobre todos los vivos y los muertos”. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.