No me avergüenza reconocer que crecí en el error.
Durante toda mi infancia pensé que Hanna Barbera era una abuela bonachona que se encargaba de coordinar el entretenimiento de los niños del planeta, la imaginaba como una especie de Tío Gamboín anglosajona y trasnacional, capaz de invocar a Scooby Doo, a los Supersónicos y al Oso Yogui con presionar un botón. Fue un descalabro emocional descubrir que la primera dama de las caricaturas no existía y que su nombre estaba en realidad compuesto de los apellidos de William Hanna y Joseph Barbera, dos guionistas y animadores que en 1957 formaron la compañía productora Hanna-Barbera.
El pasado 18 de diciembre murió, a los 95 años, Joe Barbera, la parte que sobrevivía de este longevo dúo –Bill Hanna falleció en 2001. Estos prolíficos artistas y empresarios saltaron a la fama cuando lanzaron una caricatura de fórmula y extremadamente simple: la lucha entre un astuto ratón sin nombre y Jasper, un gato malhumorado y torpe. Esta primera colaboración fue la exitosa caricatura Puss Gets the Boot, realizada para los estudios mgm en 1940. El debut de estos personajes dio comienzo a una serie que duró diecisiete años y les hizo ganar su primero de siete Oscars. A partir de su siguiente corto, The Midnight Snack (1941) el gato fue rebautizado Tom y el ratón Jerry.
Hanna y Barbera comenzaron haciendo cortos de animación de seis minutos para ser exhibidos en cines pero tienen el mérito y la responsabilidad de haber llevado caricaturas al horario de máxima audiencia de la televisión y de haber mantenido ahí por años a una serie de programas de media hora. A lo largo de seis décadas Hanna y Barbera hicieron alrededor de trescientas series televisivas, adaptaron cómics y produjeron películas con actores. Pero si algo es relevante es que estos ambiciosos productores establecieron a partir de mediados de los años sesenta un semimonopolio televisivo sobre la oferta infantil, lo que equivalía a un prodigioso foro de indoctrinamiento en materia de valores, humor y sentimientos. Semejante poder daba un nuevo sentido a la palabra programación.
El show del perro Huckleberry (1958) fue la primera caricatura que se estrenó en la pantalla casera. Le siguió el oso Yogui y más tarde, en 1960, llegaron los inefables Picapiedra, donde la prehistoria era convertida en idílico suburbio clasemediero. En cada episodio de esta comedia de situaciones inspirada en la serie The Honeymooners, de Jackie Gleason, el atolondrado patriarca se embarca en empresas y aventuras condenadas al fracaso. Pedro Picapiedra (el Homer Simpson de las cavernas) es el amoroso cretino, hedonista, glotón y holgazán con que el estadounidense medio (y por extensión el televidente planetario) debía identificarse. El sueño americano era transplantado al tiempo de las cavernas con todo y enseres domésticos operados por infelices mamíferos minúsculos, humillados dinosaurios caseros y autos de propulsión pedestre.
El contrapunto de este mundo de conformismo compulsivo y mediocre complacencia apareció en la forma de Don Gato y su pandilla (Top Cat), una serie de culto incomparable que debutó el 27 de septiembre de 1961. Don Gato era un bon vivant y capo mafioso de poca monta que vivía en un basurero y comandaba a una banda de cinco amables gatos rufianes: el apacible y dócil Cerebro, el jazzista aficionado Espanto, el donjuanesco Demóstenes, Cucho el mensajero y el indispensable Benito Bodoque, genial estratega, habilidoso armoniquista y fanático del pastrami. Aquí el personaje del título y sus cómplices enfrentaban al oficial Matute (Officer Dibble, en el inglés original), un policía incompetente que luchaba por expulsar a la pandilla del callejón que ocupaban en el distrito 13o de Manhattan.
Don Gato, ese digno heredero del Gato Félix, nunca tuvo en Estados Unidos el éxito de Yogui, Tom y Jerry o incluso Scooby Doo. En cambio en México, probablemente por su carácter ludicocínico, su naturaleza criminal y barriobajera, la caricatura tocó alguna cuerda sensible del público nacional y fue un triunfo gigantesco. El programa duró solamente un año, en el que se produjeron treinta emblemáticos episodios de aventuras de esta banda de beatniks felinos antropomórficos, románticos y transgresores. Quienes en esa década apenas comenzábamos a adherirnos a la televisión y descubríamos en ella a la nana perfecta, teníamos en Don Gato a nuestro propio Michael Corleone, un espíritu irreverente, carismático y provocador en permanente conflicto con la ley.
Actualmente con canales de cable consagrados a los niños y a los nostálgicos de las caricaturas, los episodios de Don Gato se repiten sin cesar, día y noche, en un carrusel enfebrecido de melancolía sin afecto ni evocación de un pasado atemporal, “deslocalizado” (por usar el brutal neologismo globalizado) de la realidad contextual. Imagino que ahora debe de ser muy difícil apreciar la riqueza en absurdo y disidencia de esta serie entre la delirante, caótica y sobreestimulante cacofonía que caracteriza el entretenimiento infantil de este siglo. No obstante, es imposible imaginar la existencia de series como Los Simpson o South Park de no ser por el legado de Don Gato. ~
(ciudad de México, 1963) es escritor. Su libro más reciente es Tecnocultura. El espacio íntimo transformado en tiempos de paz y guerra (Tusquets, 2008).