Foto: John Lamparski/SOPA Images via ZUMA Wire

De la plaga a la furia en la era de Trump

En medio de la paralización de la vida y la economía ocasionada por la pandemia, y pese al riesgo de contagio que sigue en el aire, en Estados Unidos se ha desatado una revuelta contra el racismo.
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El 21 de enero se registró el primer caso de covid-19 en Estados Unidos. El gobierno federal y las autoridades estatales no impusieron medidas restrictivas ni distanciamiento social hasta marzo, argumentando que el riesgo para la población era mínimo. Quizá de haber contado con alguna dependencia enfocada en el estudio de las epidemias y la protección de la ciudadanía se hubieran podido limitar las desastrosas consecuencias del contagio en todo el país. Lamentablemente, el gobierno de Donald Trump eliminó en mayo de 2018 la Dirección del Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca para la Seguridad Global de Salud y Biodefensa, la cual posiblemente habría podido aplicar su experiencia y conocimiento para enfrentar la situación. Además, las continuas afirmaciones de parte de Trump, en el sentido de que el virus era un fraude demócrata para afectar su reelección y que no era más que una gripa que eventualmente desaparecería “como magia”, fueron creando un ambiente de incertidumbre y desconfianza que ayudó a la propagación del coronavirus. La respuesta estadounidense ante la pandemia fue inconsistente, desarticulada, caótica, lenta, arrogante y mortal.

 

Cuando esto se escribe, Estados Unidos tiene más de 1.89 millones de casos confirmados y se acerca a tener 110 mil muertes por el covid-19, cifras asombrosas, sin duda inferiores a la realidad, que ponen en evidencia que la principal potencia mundial, un país con un gasto en salud gigantesco y algunas de las instituciones médicas y científicas más importantes del mundo, no cuenta con políticas ni servicios ni sistemas básicos de salud pública. Las consecuencias de una epidemia son siempre impredecibles, pero la negligencia criminal, sumada a la posición anticientífica, mercenaria y nacionalista de este gobierno han costado miles de vidas. De hecho, a finales de mayo, un estudio de la Universidad de Columbia estimó que, de haberse impuesto las medidas de distanciamiento social una semana antes, se habrían podido salvar 36 mil vidas.

La pandemia vino a golpear en un tiempo de polarización extrema, de guerra cultural, de sistemático desmantelamiento de las políticas de protección ambiental y de las leyes que garantizan igualdad de condiciones a los grupos minoritarios. Aparte de poner en marcha irresponsables recortes fiscales para los más ricos y las grandes corporaciones, la Casa Blanca ha hecho suyas las ambiciones de grupos extremistas como el Tea Party, y expresa solidaridad a los nacionalistas blancos en todas sus denominaciones. En ese estado de cosas, pronto quedó claro que el covid-19 afectaba especialmente a los grupos históricamente más vulnerables, más pobres, más viejos, con menos acceso a servicios de salud y asentados en las zonas más densamente pobladas y contaminadas. Las principales víctimas han sido afroamericanos, latinos e indígenas, siendo la nación cherokee la población proporcionalmente más afectada del país.

Trump impuso el estado de emergencia el 13 de marzo, cuando la bolsa de valores se desplomó. En medio del desastre, el presidente siguió explotando el caos en beneficio de su narcisismo y reelección. Mientras por un lado aceptaba a regañadientes las recomendaciones de confinamiento de los Centros para el Control de Enfermedades y el doctor Anthony Fauci, por el otro tuiteaba en contra de esas mismas medidas, incitaba a la rebelión y creaba un estado de esquizofrenia con sus famosos tuits que llamaban a “liberar” ciertos estados conservadores gobernados por demócratas. Esto incendió aún más la atmosfera de división y escepticismo. Milicianos de la derecha dura salieron armados a violar la cuarentena, a exigir su “libertad” y la reapertura. La presión de los fanáticos de Trump fue fundamental para que los estados comenzaran a reactivar el comercio, a pesar de que los números de contagios seguían aumentando en la mayoría de ellos.

Entre las primeras señales del regreso a la normalidad estuvieron la reaparición de tiroteos masivos (luego de que este fuera el primer mes de marzo desde 2002 en que no hubo matanzas en escuelas) y de casos de violencia policiaca mortal en contra de ciudadanos negros. La ilusión de que “Estamos juntos en esto” y “Volveremos con más fuerza y mejor que antes” se desgarró en cuanto apareció un video –irónicamente– viral que mostraba como dos hombres blancos, un expolicía y su hijo, cazaban a Ahmaud Arbery, un hombre negro de 25 años, mientras hacía jogging en un poblado de Georgia. El asesinato sucedió en febrero, nadie fue arrestado y el caso, debido a las influencias de los asesinos, no hubiera trascendido. Pero por el video se volvió un escándalo nacional.

Luego, el 13 de marzo, la policía de Louisville, Kentucky irrumpió en la casa de Breonna Taylor, una enfermera de 26 años, en busca de un hombre acusado de narcotráfico. El sospechoso no vivía ahí y había sido arrestado días antes. Al escuchar que tiraban la puerta, el compañero de Taylor, Kenneth Walker, pensó que los estaban robando y disparó, hiriendo a uno de los policías. Estos respondieron matando a Breonna de ocho balazos, e hiriéndolo a él.

El 25 de mayo, Amy Cooper, una mujer blanca y liberal –había sido donadora de las campañas de Obama, Hillary y Buttigieg– que paseaba a su perro sin correa en Central Park amenazó a Christian Cooper, un ornitólogo y autor de comics, con que llamaría a la policía para decirles que un afroamericano estaba amenazando su vida, simplemente porque este le señaló que debía amarrar a su perro. Christian videograbó el encuentro y la llamada que hizo Amy al 911 y lo posteó en línea. La exhibición de una faceta menos reconocida y más perturbadora del racismo y la supremacía blanca hizo que en poco tiempo el video se viralizara

El mismo 25 de mayo, en Minneapolis, cuatro policías arrestaron a George Floyd, supuestamente por utilizar un billete falso. Tras arrestarlo y esposarlo, lo tiraron al piso sin motivo aparente. El oficial Derek Chauvin se arrodilló sobre su cuello durante casi nueve minutos, hasta matarlo. El video de este linchamiento público incendió a la población y dio lugar a manifestaciones en numerosas ciudades en el mundo, algunas pacíficas, otras auténticas batallas con la policía, así como a saqueos en varias ciudades de Estados Unidos.

La paralización de la vida y la economía, los más de 40 millones de desempleados y la ausencia de opciones de entretenimiento (no hay deportes, cines ni teatro) han acentuado la urgencia de esta revuelta. Hoy más que nunca es claro que el racismo es como un virus silencioso e invisible que está siempre entre nosotros, contagiando indiscriminadamente y apareciendo puntualmente con crueldad y brutalidad. En estas manifestaciones es palpable, junto con la rabia y la indignación, una sensación de inevitabilidad y resignación. A diferencia de las marchas armadas pro Trump (donde entre las consignas destaca: “Fuck your vaccines and Fuck your feelings”), los asistentes no desafían con ignorancia al virus ni expresan su fervor por un líder. Aceptan correr el riesgo de contagio que sigue en el aire con tal de marchar, porque no es posible seguir cargando con el legado de 401 años de esclavitud, injusticia y atrocidad.

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(ciudad de México, 1963) es escritor. Su libro más reciente es Tecnocultura. El espacio íntimo transformado en tiempos de paz y guerra (Tusquets, 2008).


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