Casi feliz, examinó su hacienda.
Un relojero desterrado alzó la vista al sentir su
presencia,
Y siguió trabajando; allí donde una clínica se erguía
a toda prisa
Un ebanista se rascó la gorra; un agente vino a decirle
Que algunos de los árboles plantados por su mano
crecían sin problemas.
Los blancos Alpes destellaban. Era verano. Era un
hombre importante.
Allá en París, donde sus enemigos
Hablaban en susurros sobre su iniquidad, sentada
en su butaca,
Una anciana invidente anhelaba la muerte y recibir
sus cartas. «Nada
Se compara a la vida», le escribía. ¿Realmente? Sí,
luchar
Contra la falsedad y la injusticia
Bien valía el esfuerzo. Y cuidar de un jardín.
Civilizar.
Conspirando, halagando, reprendiendo, así él, más
listo que ninguno,
Había conducido al resto de los niños a una guerra
sagrada
A fin de derrotar a los viles adultos, y, como un niño, había sido astuto
Y fingido humildad siempre que hiciera falta
Una respuesta hipócrita o una simple mentira
protectora,
Mas, con paciencia de labriego, esperó a que cayeran.
Y, como D’Alembert, jamás dudó de su victoria:
Sólo Pascal contaba entre sus enemigos, los demás
Eran ratas envenenadas; quedaba mucho por hacer,
no obstante,
Y ya sólo podía confiar en sí mismo.
Diderot era obtuso pero ponía todo de su parte;
Rousseau, lo supo siempre, terminaría
derrumbándose.
Igual que un centinela, pues, no debía dormir. La
noche estaba llena de maldades,
Terremotos y ejecuciones. Pronto estaría muerto,
Y sobre toda Europa presidían horribles enfermeras
Ansiosas por hervir a sus retoños. Tal vez sólo sus
versos
Pudieran detenerlas: tenía que seguir trabajando.
En lo alto,
Los impasibles astros componían su lúcida canción. ~
Febrero 1939
Versión de Jordi Doce