Bastante paraíso V. Soplar las velas en un parque de bolas

Nueva entrega de las aventurillas desde el sur, esta vez con excursión a Granada y chucherías en un cine.
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La celebración de mi cuarenta cumpleaños se vio –iba a decir ensombrecida, pero en este caso sería mejor decir enhollinada– opacada por el incendio del piso en el que vivíamos. Como una semana después tenía un bolo en Madrid, aproveché para avisar a algunos amigos y tomar una cerveza en el Pandora. Se colaron no amigos también, a los que pagué copas porque los pobres somos así, ya lo decía Azcona, siempre queremos pagar. Pero como también soy aragonesa, no me olvido. Esa noche, aunque la organización me había puesto un hotel, dormí en casa de una amiga como hacíamos a veces, años atrás, cuando ella se quedaba en mi casa y Barreiros se iba al sofá y nos dejaba la cama a nosotras. Mi amiga no tenía a nadie a quien mandar al sofá: se acababa de divorciar y el perro duerme en su propia camita. Pero eso fue el año anterior. Habíamos arreglado la casa de los desperfectos del incendio y nos habíamos mudado a un pueblo del sur, íbamos descubriendo y haciéndonos a las nuevas rutinas; teníamos algunas familias favoritas pero era un poco pronto para hacer una fiesta con nadie. 

El mismo día de mi cumple era la fiesta de una de las niñas de la clase de mi hija pequeña. Se celebraba en un parque de bolas, a unos 8 km de casa, y era la tercera vez que acudíamos ahí: mis hijos ya se sabían los bailes que se proyectaban en una televisión, tenían juego preferido y rechazaban la merienda. Esa mañana me habían dado mi regalo: unas gafas para hacer snorkel, pero sin tubo, así que pensé que quizá mi novio quería decirme algo. También venía, con las gafas, la promesa de un bautismo de buceo –ya habíamos estado en la escuela de buceo del pueblo preguntando–. Después de la tarta de la niña, oí mi nombre por megafonía: había un trocito con dos velas, un 4 y un 1, y la niña me dejó sentarme a su lado en el trono y me cantaron cumpleaños feliz y casi se me escapa una lagrimilla por el gesto tan generoso. 

Pero yo tenía planes de celebración: un viaje a Granada. Barreiros no había estado nunca, yo en mi verano de los dieciséis, con mis padres y mis hermanos. Estuvimos unos días en Málaga, y desde allí fuimos a Granada y Córdoba, y luego empezamos a subir en dirección a Galicia con paradas en Sevilla y Salamanca. Todos nos acordamos de ese verano, cada uno por una cosa: mi hermano mayor estuvo solo una parte, mi hermano mediano nadaba hasta un islote con la mujer del amigo de mi padre, mi hermano pequeño jugaba con los hijos, mi hermana pequeña llevaba el pelo lleno de trenzas. Había una foto de mis hermanos en la Alhambra en casa de mi abuela, cuando alguien preguntó dónde estaba hecha, ella respondió, con toda seguridad: en la cocina de La Iglesuela.  

Fracasé en la compra de entradas para la Alhambra –demasiado precipitado–: “Espectacular sitio, donde trasladarte a otra época”, decía una reseña. Así que solo podríamos pasear por los jardines y ver el Palacio de Carlos V. “Solo”. Mientras Barreiros y yo nos sentíamos trasladados a otra época, mis hijos descubrían las fuentes. Bebieron mucha agua, persiguieron a un gato y provocaron que nos llamaran la atención varias veces. Barreiros y yo ya habíamos vuelto a nuestra época. 

Hacía frío y llovía. Comimos castañas asadas y compramos tantas chucherías que aún quedan en el estante más alto del armario esquinero de la cocina. Además de la Alhambra y Granada, habíamos ido aprovechando que un amigo estaba por allí a propósito del festival de cine. Los niños y yo nos metimos a ver su película mientras Barreiros se quedaba en casa. En la puerta del cine, la bedel me preguntó si yo era Aloma Rodríguez, dije que sí con pesar, estaba convencida de que me iba a decir que no podía entrar o algo así, y luego resultó que me escuchaba en la radio. Lo pasé un poco mal en el cine porque las butacas de madera chirriaban a cada mínimo movimiento. Mis hijos me pedían chuches y yo temía que en cualquier momento alguien nos llamara la atención. La película les gustó, dijeron, sobre todo el final, ¡porque se acaba!, le dijeron al director a la salida. 

Barreiros llegó con cinco paraguas, los cinco tan malos como el que había comprado yo. Nuestra hija pequeña se durmió y caminamos de vuelta al apartamento bajo la lluvia, Barreiros la cargaba y anunciaba una gripe familiar. Yo pensaba que los tres corzos que nos habíamos cruzado en el camino de ida, subiendo hacia Soportújar, eran un claro presagio de que no, íbamos a estar todos bien. 

Coda: Me compré un anillo de porcelana azul que ya he roto.

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