I
En
el anverso de cualquier reproducción de “Raising the Flag on
Iwo Jima”, la fotografía más célebre de la
Segunda Guerra Mundial, hay los nombres de seis soldados vueltos
emblemas de la victoria, de la hermandad bajo fuego, del sacrificio
por una noble causa: los cuatro del frente son –de izquierda a
derecha– Ira Hayes, Franklin Sousley, John Bradley y Harlon Block,
secundados por Michael Strank (detrás de Sousley) y Rene
Gagnon (detrás de Bradley); todos eran miembros de la
Infantería de Marina salvo Bradley, paramédico
perteneciente a la Armada estadounidense. La imagen fue tomada el 23
de febrero de 1945 con una cámara Speed Graphic por Joe
Rosenthal (1911-2006), corresponsal de la Associated Press durante el
conflicto; la agencia le pagó un bono de cuatro mil doscientos
dólares, al que se sumaría el premio de mil otorgado
por una publicación: la inmortalidad, así pues, vale
menos de seis mil dólares. Aunque ganó el Pulitzer;
aunque en 1954 sirvió como modelo para erigir el monumento de
bronce dedicado a la Infantería de Marina que se encuentra en
el condado de Arlington, Virginia; aunque infinidad de medios
impresos la utilizarían hasta el hartazgo, la foto no se salvó
de ser blanco de rumores que decían que había sido
posada o trucada, algo que Rosenthal siempre se ocupó de
desmentir. Si, como escribe Roland Barthes, toda fotografía es
un certificado de presencia, “Raising the Flag on Iwo Jima” es
entonces el diploma que más veces se ha expedido para
testimoniar la figura triunfal de Estados Unidos en ese campo
sembrado de fracasos militares que fue el siglo XX. En segundo plano
queda la verdadera presencia que certifica esta imagen: la de seis
jóvenes desconocidos con vidas ordinarias, tres de los cuales
(Strank, Block y Sousley) murieron poco después de ser
retratados para la eternidad. Los iconos, a fin de cuentas, deberían
carecer de apellido.
Como
suele suceder con los símbolos, al voltear la foto de
Rosenthal y escrutar su reverso nos topamos con una realidad
agazapada, con la historia detrás de la Historia: “Escrutar
–apunta Barthes– quiere decir volver del revés la foto,
entrar en la profundidad del papel, alcanzar su cara inversa (lo que
está oculto es más ‘verdadero’ que lo que es
visible).” Eso es justo lo que ha decidido hacer Clint Eastwood: el
escrutinio de una estampa mítica para exhibir la cara oculta
de seis jóvenes que representan a miles de soldados sin
rostro; seis amigos que izaron la bandera de su país atada a
un trozo de cañería hallado entre los escombros. Los
tres que sobrevivieron (Bradley, Gagnon y Hayes) fueron obligados a
interpretar un rol de héroes que nunca los convenció
porque era el anverso de la imagen, lo que el mundo creía y
quería ver. Los tres lucharon por desmontar esa imagen, aun en
la gira de rock stars
que los lanzó por Estados Unidos para recaudar fondos con
miras a que la guerra pudiera continuar: The
show must go on. Los tres se cansaron de repetir la misma
historia detrás de la Historia: su valentía era
meramente fotográfica, lo único que hicieron fue ayudar
a alzar una segunda bandera –la primera no tenía el tamaño
adecuado– en la cima de un monte durante un día de sol; los
auténticos héroes cayeron en batalla. Pero a los
iconos, a fin de cuentas, nadie quiere oírlos hablar.
“Entendí
por qué se sentían tan incómodos cuando los
llamaban héroes. Los héroes son algo que creamos, algo
que necesitamos. Son el modo que tenemos de comprender algo casi
incomprensible: cómo la gente puede sacrificar tanto por
nosotros. Pero para mi padre y sus compañeros, las heridas y
los riesgos sufridos fueron por sus amigos. Quizá peleaban por
su país, pero morían por sus amigos: por el hombre que
iba adelante o al lado.” Esto afirma James Bradley, hijo de John
Bradley, en Flags of Our
Fathers, el libro en que Eastwood basa su desmontaje, su
deconstrucción de la foto de Rosenthal. La conquista del honor
es el anverso estadounidense de un vigoroso mensaje antibélico
cuyo reverso japonés, Cartas
de Iwo Jima, premiada con el Globo de Oro al mejor filme
de habla no inglesa, se inspira en la correspondencia ilustrada que
el general Tadamichi Kuribayashi envió a su esposa e hijos y
que ha sido exhumada recientemente en la pequeña isla
volcánica donde, entre el 16 de febrero y el 26 de marzo de
1945, se llevó a cabo una de las ofensivas más brutales
de la Guerra del Pacífico. Una ofensiva que, sintomáticamente,
discurrió entre emanaciones fétidas, sulfurosas: en
japonés, Iwo Jima significa isla de azufre.
II
De
un tiempo a la fecha queda cada vez más claro que hay dos
temas nodales en la obra del Clint Eastwood cineasta: los meandros de
los nexos consanguíneos y, sobre todo, la incomodidad del
héroe. Desde Unforgiven
(1992), donde el propio Eastwood encarna a un forajido en decadencia
que se ve obligado a desempolvar sus armas, las películas del
director se han poblado de hombres que luchan en vano por librarse
del papel épico –o antiépico, pero crucial al fin y
al cabo– que el destino les asigna. De A
Perfect World (1993) a Space
Cowboys (2000), de The
Bridges of Madison County (1995) a Blood
Work (2002), de Absolute
Power (1997) a Mystic
River (2003), de Midnight
in the Garden of Good and Evil (1997) a Million
Dollar Baby (2004), el héroe eastwoodiano ha ido
ganando en complejidad y hondura trágica pese a los altibajos
argumentales, lógicos en una filmografía que intenta
abarcar distintos registros. Por eso no asombra que, para su primera
incursión en el género bélico, Eastwood eligiera
como protagonistas a Bradley, Gagnon y Hayes, los sobrevivientes
fotográficos interpretados en La
conquista del honor por Ryan Phillippe, Jesse Bradford y
Adam Beach: ellos son los héroes incómodos por
excelencia. Sus contrapartes japonesas en Cartas
de Iwo Jima sienten en el alma el mismo disgusto: del
general Tadamichi Kuribayashi (Ken Watanabe) al panadero Saigo
(Kazunari Ninomiya); del barón Nishi (Tsuyoshi Ihara), un
jinete aristócrata, a Shimizu (Ryo Kase), sospechoso de ser un
agente de la policía secreta. Y no es para menos, ya que la
batalla de Iwo Jima acabaría arrojando un total cercano a las
veinticinco mil bajas: casi siete mil del lado estadounidense y
dieciocho mil del lado nipón.
“Los
norteamericanos que fueron a Iwo Jima sabían que sería
un combate feroz, pero siempre confiaron en triunfar. A los japoneses
se les dijo que no regresarían a casa: iban a morir por el
Emperador. Se ha hablado mucho de las diferencias en el enfoque
cultural; al abordar la narración de las dos películas,
no obstante, vi que los chicos de ambos bandos tenían los
mismos miedos. Todos escribieron cartas emotivas que decían:
‘No quiero morir.’ A pesar de las discrepancias culturales, todos
sufrieron lo mismo.” Las palabras de Eastwood ilustran con nitidez
la sensación que transmiten La
conquista del honor y Cartas
de Iwo Jima: vencedores y vencidos no son sino caras de
una sola moneda lanzada al aire por intereses que los rebasan. La
maestría del cineasta, que en tres años cumplirá
los ochenta, permite llevar a buen puerto un ejercicio insólito:
aunque incluyen secuencias filmadas a la vez en Islandia –a Iwo
Jima se lo considera un lugar casi sagrado–, las cintas no
comparten miembros del reparto; aún más, durante el
rodaje los actores estadounidenses no llegaron a conocer a los
japoneses y viceversa. Esta decisión se traduce en una notable
estrategia cinematográfica: en La
conquista del honor los norteamericanos pelean contra un
enemigo invisible, parapetado en búnkers y túneles; en
Cartas de Iwo Jima
ese enemigo adquiere un rostro muy humano al acometer la titánica
excavación del sistema de pasadizos ideado por el general
Kuribayashi. Anverso y reverso del mismo episodio histórico,
el díptico eastwoodiano supera así otros tratamientos
del asunto como Sands of Iwo
Jima (Allan Dwan, 1949), The
Outsider (Delbert Mann, 1961) y Heroes
of Iwo Jima (Lauren Lexton, 2001). Queda, eso sí,
To the Shores of Iwo Jima
(1945), corto documental sobre la ofensiva que costó la vida a
cuatro camarógrafos.
III
Curioso
que algunas de las batallas más cruentas de la Segunda Guerra
Mundial luzcan a la distancia como empresas casi beckettianas:
diríase que todo se reduce a la apropiación de un
pequeño pedazo de tierra. Curioso que la toma del Suribachi,
el monte de ciento sesenta y seis metros de altura que se volvió
punto neurálgico en Iwo Jima, remita a la ocupación de
la colina 210 en Guadalcanal, efectuada en 1942 y retratada en otro
gran filme antibélico: La
delgada línea roja (Terrence Malick, 1998). Curioso
que basten una bandera y un trozo de cañería para
obtener la inmortalidad en un día soleado. ~
–
Mauricio
Montiel Figueiras
(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.