Es con extraordinario placer que les presento a ustedes hoy a Adam Zagajewski, uno de los más importantes poetas vivos. Y al hacerlo además como editor de Acantilado, que ha iniciado la publicación de su obra completa, título a título, no puedo dejar de sentir una honesta satisfacción. ¿Qué hace de alguien un poeta? ¿Y, entre ellos, uno de los más importantes? Podríamos preguntarnos cómo se advierte la importancia de un poeta, qué hace que sobresalga entre la multiplicidad de autores, alguno de ellos de mérito notable, o por qué nos debe importar, y quizás entonces recordáramos a Hölderlin y su pregunta sobre la necesidad de la poesía en tiempos de miseria. Cuanto menos, en algo vamos a estar de acuerdo inmediatamente, y es en la ligereza espiritual que ha ido invadiendo nuestras vidas y que parece ir del brazo de una cierta vergüenza –cuando no de un olvido voluntario y militante– ante el misterio y la trascendencia. Desde luego no hablo de la ligereza en el sentido en que lo hacía Nietzsche; ésta nada tiene que ver con la danza, ni con la embriaguez, sino con un voluntario, como digo, alejamiento del misterio, y con una actitud indiferente, cuando no sarcástica a su propósito. Quizás el confort y el bienestar material tengan algo que ver con ello. La constatación de que en sociedades con menor bienestar económico la poesía juega un papel muy importante en la vida cotidiana se hace más punzante cuando observamos con tristeza cómo estas mismas sociedades la van abandonando a medida que prosperan. Se diría que la mayor despreocupación hacia lo material se corresponde sorprendentemente con un abandono de lo espiritual, como si se tratara de una rémora de tiempos que nadie quisiera recordar, como la luz de carburo o el brasero de los inviernos. Incluso el mismo concepto de belleza parece tener las de perder, en una maraña estética en la que lo inarticulado y el ruido se imponen con machacona altivez.
Es por ello que una voz como la de Adam Zagajewski se hace, si cabe, más sustantiva e importante. Llegado de un país con enormes dificultades históricas, él mismo trasladado antes de adquirir conciencia de su ciudad y la de sus padres (Lvov) a otra ciudad industrial, gris y con una multitud de recién llegados (Gliwice), por los caprichos de los políticos, y después de encontrar otras gentes desplazadas contra su voluntad –deportados del Este– que tomaban a su vez posesión de una ciudad desalojada por sus antiguos habitantes alemanes, Zagajewski encarna con precisión el dilema espiritual de la errancia, el nomadismo y la añoranza que tan presentes están en nuestra modernidad reciente. Un moverse entre un espacio que ha debido abandonarse, referente casi mítico de belleza, y la conciencia de encontrarse “sin hogar”. Una historia, la suya particular, pero también la de los suyos y la de un sinnúmero de contemporáneos, que cuenta con extraordinaria viveza en su conmovedor texto autobiográfico, Dos ciudades. Y Zagajewski establece en los dos polos que estas dos ciudades representan –el de un cierto espacio mítico aunque sorprendentemente doméstico, cálido y acogedor, y el de una realidad hostil y poco generosa, quién sabe si representación simbólica de la tensión poética– la búsqueda, en la opacidad de lo cotidiano, de la “puerta en el muro” (si se me permite usar la feliz imagen de H. G. Wells) que le habrá de transportar a los espacios de lo trascendente. En un ensayo de extraordinaria densidad, “En defensa del fervor”, recogido en el libro de igual título, Zagajewski parece autorizarme a este paralelismo cuando, para hablar de su concepción de la poesía, empieza recordando de nuevo este viaje que hizo a los pocos meses de edad como una referencia que ilumina en arco su dinámica. “El peregrinaje, eterno e interminable”, mítico en consecuencia, hacia un lugar de nacimiento perdido pero intuido con toda claridad, le lleva en este ensayo a retomar la noción platónica de metaxú, aquel estar entre dos mundos, en un tenso medio camino entre los dos, entre lo cotidiano y opaco, y lo elevado y luminoso, es decir, lo trascendente.
Quizás en este punto podamos ya responder a la segunda de las preguntas iniciales: ¿qué hace de Zagajewski “uno de los más importantes poetas vivos”? Estoy convencido que entre otras cosas es el enorme poeta que es porque, sin preocuparse de las modas ni tampoco de las tendencias de su tiempo, no ha querido renunciar a términos como “trascendencia” o “misterio”, tan degradados en el pensamiento estético de los últimos años. Es decir, no ha querido renunciar a la magia de la epifanía, a su poder de translación. Y en lo epifánico, la inspiración que lo hace posible (horresco referens en nuestro pasado reciente) tiene un papel de primer orden. “En defensa del fervor” y “Dos ciudades” son, en efecto, textos fundamentales para la comprensión cabal de la poética de este escritor polaco empapado de cultura europea, y en el que se encuentran ecos de Herbert y de Milosz, pero también de Rilke, Mandelstam, Mann, Shakespeare o Robert Lowell, y desde luego de Hölderlin. Y también de Eckhart. En él viven antiguos poetas; cantan, no solamente, como afirma en un poema, en la lectura de una antología, sino también en un fructífero diálogo que les hace ser más ellos mismos y a su vez más parte de una tradición compartida. También, como es natural, con algunos en lengua española, y tanto es así que podemos detectar en su voz huellas de Vallejo, o de Machado, huellas que son mucho más que simples citas (hasta el punto de que no parecería ni razonable, en su traducción española, restituir exactamente el verso original, como me pedía un poeta crítico en una reseña de Deseo). Una tradición europea que, sin embargo, no le hace dudar en hacer uso de un epígrafe de Matsuo Basho, aunque quién sabe si el epígrafe no le llega precisamente de la mano amiga de Octavio Paz, de quien, sin embargo, le separan tantas cosas.
No es, por cierto, el primer poeta que quiere elevarse hacia las regiones de lo mistérico. Un buen número de poetas ha querido rozar lo inefable con la yema de los dedos. Lo que distingue a Zagajewski de la mayoría de ellos (y lo que quizás lo acerque al Dante de la Commedia) es su alejamiento programático del engolamiento, de la musical moldura de yeso, de la construcción grandilocuente y sonora, es decir, del estilo sublime. Es la estima por lo minúsculo y aparentemente nimio. Ha dedicado otro ensayo magnífico al “estilo sublime”, pero lo importante, a este propósito, no es tanto subrayar una opción retórica, sino poner de manifiesto su vocación irrenunciable al mundo de lo pequeño como realidad de alta significación. Por eso decía que en algo se me acercaba al Dante de la Commedia en su uso programático del sermo humilis entrelazado en un poema de alto vuelo metafísico, aunque quizás la referencia más cercana a Zagajewski sea, a este propósito, Robert Lowell. La verdad seca y fibrada de lo cotidiano, la repugnancia a la verbalidad desbordada y líquida, lo detallado y minucioso se mezclan en sus poemas con esa búsqueda que se resuelve a veces en aquella alegría que (cito a Bergson a través de Zagajewski) “es síntoma de haber rozado la verdad interna”. Cuando uno frecuenta los poemas de Zagajewski tiene la sensación imperecedera de que el poeta ha rozado esa “verdad interna”. “Ni en la música ni en pinturas bellas/ ni en hazañas ni en coraje/ ni aun en el amor hay saber,/ sino en todas las cosas,/ en la tierra y en el aire, en el silencio y el dolor”, afirma en “Concha”, el poema que abre Tierra del fuego. No supone eso ningún alejamiento del arte, como digo, sino acaso cierta distancia irónica respecto de lo grandilocuente. Algo tendrá que ver en ello la impostación acartonada y mayestática del siniestro mundo oficial que le tocó sufrir durante años y contra el que luchó en sus inicios de poeta, camino este que abandonó en un momento temprano. El arte, la elevación espiritual en sus diversas manifestaciones, está presente en el universo espiritual de Zagajewski con gran intensidad y virtud redentora. Y no puedo dejar de recordar ahora, casi como si de un programa se tratara, sus reflexiones sobre la pintura flamenca, alejada de la pintura de historia y de las grandes mitologías, centrada en la verdad incuestionable de lo cotidiano, lo pequeño y lo minúsculo del que brota lo escondido por virtud de la inspiración. Porque es en lo pequeño y lo minúsculo, como digo, donde puede encontrarse tal vez, desde la conciencia del orfebre y la inspiración, el misterio de la auténtica poesía. Aquella “follia che viene dalle ninfe”, en definición ajustada de Roberto Calasso. Un transporte que rehuirá lo hierático. Porque el sermosublimis, sin un humor bondadoso que lo corrija, o una ironía desprovista totalmente de sarcasmo, no parece que pueda construir en nuestros tiempos más que grandes masas de engolamiento y vaciedad.
En esta búsqueda, ninguna disciplina artística es ajena a la curiosidad del poeta. La pintura o la música juegan un papel tan importante en su mundo espiritual que no duda en tomarlas de referente vital, vivificante e iluminador. Le recuerdo un reciente y brillante artículo sobre música en el que se interrogaba sobre su papel como hipotética voz de la trascendencia, y en sus libros la música tiene un papel muy superior al de una referencia culturalista. Sirva de muestra el papel ejemplificador del aria “Erbarme Dich, mein Gott” de la Pasión según San Mateo de Bach, que trata en su En la belleza ajena. Del mismo modo que no es difícil encontrar huellas de la pintura y la amistad con los pintores, vivos o muertos, que le acompañan. En el “mundo mutilado” que Zagajewski cantara inmediatamente después del atentado a las Torres Gemelas de Nueva York, su poesía nos acerca con la bondad de los sabios a una unidad perdida. De ahí su grandeza. ~