La
poesía del mexicano Pedro Serrano (Montreal, 1957) destaca por
su versatilidad formal. En los cinco libros representados en esta
antología –su primer libro publicado en España–
hallamos recursos experimentales –sustantivos con función
adjetival (alarido mármol del silencio) o neologismos de corte
vanguardista (dulcidad)–, pero también rigurosos sonetos
endecasilábicos; poemas constituidos por un solo dístico,
pero también poemas extensos; ejercicios de humor, pero
también graves alegatos existenciales; guiños
rimbaudianos y herméticos, pero también textos
despojados, cuya aridez debe mucho, según Juan Antonio
Masoliver Ródenas, prologuista del volumen, “a los barrocos
españoles y, por su intensidad emocional, a César
Vallejo”; piezas metapoéticas, pero también ensueños
eróticos, en los que se refleja “la angustia intransigente
del sexo”; recreaciones mitológicas, pero también
desvaríos canallas; elucubraciones místicas, pero
también versos festivos, o irónicos, o callejeros. En
esta misma línea de pluralidad elocutiva, constatamos la
hondura meditativa de El
miedo (1986), la pujanza irracional de Ignorancia
(1994), la deriva violenta de Turba
(2005), la inclinación paródica de Nueces
y el metaforismo urbano de Ronda
del Mig, libro inédito aún, inspirado en
Barcelona, ciudad en la que Serrano ha residido. Y todo ello
cimentado en un vasto arsenal retórico, cuyo ápice es
el empleo diligente de la imagen, pero que contiene asimismo
enumeraciones, encabalgamientos, anáforas, paronomasias,
repeticiones, aliteraciones y similicadencias, entre muchos otros
recursos expresivos, que no me resisto a ejemplificar con estas dos
estrofas de “Salvación de Narciso”, un poema de Nueces,
en las que asistimos a una orgiástica eclosión de
sonidos concertados: “Mas ya la oreja moja el agua, tenso / el
caracol labial de los anhelos, / lava de olores lo que va en los
besos, / leves y lábiles, húmedos de dedos. // El mar
ofrece el fruto, fresco, aleve, / de ostras que son trasiego, que se
adhieren / en un rijoso olor salado y riente / que muerde, en ellas
muerde, en ellas hierve”.
Sin
embargo, algunos ejes temáticos, algunas preocupaciones
esenciales, acompasan esta polifonía. La principal es la
angustia existencial, más evidente en los primeros poemarios y
más diluida en los últimos, como si el autor hubiese
aceptado, con el transcurso de los años, lo frágil de
su condición, y la inutilidad de enunciarlo. En esos libros
iniciales, la conciencia del paso del tiempo y la pavorosa
certidumbre de que nos acerca sin pausa a la muerte, entenebrecen los
poemas, pero nunca los enlutan: no arrastran al poeta a la
desesperación, sino a una lúcida constatación de
lo fatal. Los ciclos temporales –la rueda del sol: tarde, noche y
amanecer– simbolizan este flujo indetenible: son la carne de los
días, que autorizan una punzante nostalgia. Los sentimientos
asociados a la angustia del ser –dolor, soledad, vacío,
miedo; así se titula, reveladoramente, el primer poemario de
Serrano: El miedo–
recorren Desplazamientos
y, en ocasiones, cuajan en composiciones ominosas. En “Coro”,
leemos: “Irse muriendo tantos y tan cerca./ […] Tanto miedo,
tanto miedo, tanto miedo./ La vida es este asidero que arañamos”.
La conciencia de ser sólo un ser solo, abocado a un latir
entre sombras, a un desolado vagar por las horas, se plasma en la
reflexividad de muchos sintagmas –el objeto se dirige al objeto, o
la acción recae en sí misma, condenados siempre al
bucle intransitivo de la existencia– y en la contradicción
de sus términos, resuelta poéticamente en antítesis
y paradojas, con las que Serrano refleja la imposibilidad de
establecer un diálogo con la realidad y, en última
instancia, lo irreconciliable del mundo. Así, el poeta muerde
los dientes con que muerde, u oye ahogos y los murmullos de los
ahogos, u observa a “una disolución inmaterial [hacer] a la
carne carne”. Los espejos y los espejismos devienen también
metáforas de este solipsismo inducido por la impenetrabilidad
de las cosas, o por su íntima falsedad: “Me veo en el
espejo, me rayo/ […] La misma superficie que se encharca de negro,
se pudre, se aprieta”.
Coherentemente
con este tránsito mudo cuya única desembocadura es la
muerte, con ese carro del sol que gira sin fin, alumbrando y
oscureciendo los afanes insignificantes de los hombres, la poesía
de Pedro Serrano abunda en elementos constructivos, tectónicos,
que identifican a la materia con un gran edificio, pero un edificio
sometido siempre a la amenaza del cambio y la caída. La
materia se mueve, y ese movimiento es siempre un proceso: de
fluencia, desenvolvimiento o huida: “Si uno pudiera quedarse aquí
con uno mismo,/ en el instante,/ como una ola inundada en la luz azul
que la alimenta,/ […] pero las cosas fluyen, desencadenan,
sentencian”; o bien de formación, desecación, oquedad
y destrucción (y luego, quizá, de reconstrucción).
El título de la antología es elocuente:
Desplazamientos.
Las cosas, en efecto, fluctúan, serpentean, mudan: no hay
seguridades; en nada cabe el amparo: el yo es un cúmulo de
nadas que rebotan en las paredes incomprensibles de lo circunstante.
Y ese todo fugitivo, que el poeta contempla enceguecidamente, no
contento con sustraernos certezas y consuelo, declina, se quiebra y
desaparece. La poesía de Serrano alude obsesivamente a la
ruptura y al despedazamiento, que son otras formas de designar a la
muerte: menudean términos como “resquebrajarse”, “hacerse
pedazos”, “deshacerse”, “desguazar”, “dispersión”
o “derrumbe”. A veces, muchas de estas palabras compuestas por el
prefijo des– se
acumulan en un solo texto, para reforzar la sensación de
pérdida, como el fragmento 8 de “Naturalezas muertas
(voces)”: “Como si yo pudiera soltarlo todo, desprenderse,/
desaparecer en una ciudad […]/ desheredarme,/ desafanar al fin este
trasiego…” En estos poemas fracturados, todo tiene un aire
abstracto, intemporal; incluso el deseo, una de las escasas fuerzas
salvíficas –a la par que destructivas– del libro, aparece
con una textura ideal. Muchos versos empiezan con infinitivo, lo que
subraya ese aire abstracto; así, por ejemplo, en el fragmento
12 del poema citado.
Sólo
dos reproches pueden hacerse a este libro meritorio: la adjetivación,
con frecuencia vivificadora, pero a veces fatigosa (“ese estado
mórbido, su pastosa traza amarilla y periférica,/ su
lengüetazo pestilente y áspero en el ribete gris del
día,/ ese humo pegajoso e innumerable…”); y la inclusión
de algún poema disonante, como “El arte de fecar”, que,
bajo sus atavíos burlescos, deudores de una tradición
escatológica, sólo esconde ripios. Esto aparte,
Desplazamientos es
un ejemplo excelente de poesía varia, vigorosa e inquisitiva,
iluminada por una radiante oscuridad. ~
(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).