En el albor del siglo XX, Estados Unidos, la república que se había alzado contra las injusticias del imperialismo europeo, se convirtió, a su vez, en un imperio.
En 1898, tras la guerra contra España, volvió a Cuba su protectorado, y a Puerto Rico su posesión. Luego intervino en Colombia, para provocar la secesión de Panamá y construir allí su canal.
En 1904, el presidente Theodore Roosevelt articuló el “corolario Roosevelt” a la Doctrina Monroe. Monroe había proclamado “América para los americanos”, rechazando al imperialismo europeo en el continente. Ahora Roosevelt añadía que el “aflojamiento de los lazos de la sociedad civilizada” en algún país obligaría a “la intervención por una nación civilizada”, con lo cual Estados Unidos ejercería “un poder policial internacional” sobre el hemisferio.
Se le llamó “la doctrina del gran garrote”: ese garrote eran los marines, que actuaron para “civilizar” a Cuba, Nicaragua, Haití y República Dominicana, cada vez que los intereses económicos estadounidenses se vieron amenazados. También México vivió la invasión de Veracruz y la “expedición punitiva” del general Pershing.
Décadas después, otro presidente Roosevelt (Franklin D.) proclamó el reemplazo del “gran garrote” por la política del “buen vecino”, aunque, durante la guerra fría, ese “buen vecino” se reservaba el derecho a intervenir en su “patio trasero”.
Así pasó en Guatemala, Chile y otros países en que la “nación civilizada” destruyó las democracias locales para asegurar su fidelidad al bloque capitalista de la guerra fría.
Con la caída del Muro, esa excusa también cayó, y Estados Unidos entró en una era de indiferencia respecto a América Latina, interrumpida por operaciones vinculadas al narcotráfico, como la invasión de Panamá en 1989 o la injerencia en la política interna de Colombia, México y Bolivia.
Hasta que llegó 2025, y Donald Trump sacó el gran garrote del baúl de la historia.
Trump ha revivido la política que considera al hemisferio occidental como propiedad del Imperio Americano, con amenazas de anexión territorial incluidas.
Las razones son propias del siglo XIX. Sobre Groenlandia, Trump dice que Estados Unidos “la necesita por razones geopolíticas”, sin excluir la invasión militar para apoderarse de ella. Sobre el Canal de Panamá, arguye que “nosotros lo construimos”. Y al Golfo de México lo renombró, por su gracia y voluntad, como “Golfo de América” (del país, no del continente).
América (el continente) está avisada. En la era del emperador Trump, la soberanía nacional ya no se respeta.
Lo mismo en las relaciones económicas. Los supuestos campeones del libre comercio han notificado que sus reglas se aplican a todo el mundo, menos a ellos. Trump partió amenazando a Colombia con imponer a sus productos un arancel del 50% si no se sometía a sus condiciones. Y ahora ha aplicado, y suspendido condicionalmente por 30 días, un impuesto del 25% sobre las importaciones de México y Canadá, países con los que el mismo Trump firmó un tratado de libre comercio en 2018.
No solo los acuerdos suscritos por otros presidentes han caducado. Ahora, ni siquiera los acordados por el propio emperador en persona tienen valor.
El panorama es sombrío para todo el hemisferio sobre el que se extiende esta sombra imperial.
Llama la atención que las primeras bravatas de este nuevo Imperio Americano sean seguidas con silencio, aprobación o incluso franca simpatía por relevantes sectores políticos en América Latina.
Hablo de “patriotas” que se visten con jockeys y calcetines de “Make America Great Again”, al parecer sin captar que esa “America” no solo no nos incluye, sino que abiertamente nos desprecia.
En el primer round de Trump, contra Colombia, políticos relevantes del continente se pusieron resueltamente del lado de Washington.
Otros van aun más lejos para adularlo. El ejemplo paradigmático es el presidente de Argentina, Javier Milei, quien anunció la salida de su país de la Organización Mundial de la Salud (OMS), imitando servilmente la medida anunciada por Trump. Un anuncio que se suma a su incondicional alineamiento con Estados Unidos e Israel, abandonando la política de Estado que han seguido gobiernos argentinos tanto de izquierda como de derecha. Milei ha anunciado el traslado de la embajada argentina en Israel, de Tel Aviv a Jerusalén, y ha defendido las acciones bélicas de Israel contra la población civil de Gaza.
Algunos tienen razones para festejar. El fiscal guatemalteco Rafael Curruchiche, acusado de encubrir a políticos corruptos y perseguir a fiscales y periodistas incómodos, lo que le ha valido ser incluido en la lista de actores corruptos del Departamento de Estado norteamericano, celebró el triunfo de “mi amigo Trump”, como lo llama, con una foto en una piscina, una botella de tequila y su gorra “MAGA”.
“Lo mejor está por venir”, fue su mensaje.
Tal vez tiene razón, al menos para los corruptos como él. Esta semana, Trump dio una gran noticia para los deshonestos del mundo. Firmó una orden ejecutiva para suspender la aplicación de la Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero (FCPA), una ley que prohíbe a estadounidenses sobornar a funcionarios extranjeros, y que ha sido pieza clave en el combate a la corrupción en América Latina.
Deshacerse de la FCPA “traerá muchos más negocios a Estados Unidos”, dijo Trump al firmar la medida. Una gran noticia para sus amigotes, y un golpe durísimo para quienes investigan y persiguen la ruta de la corrupción en nuestro continente.
El mismo día que asumió, y mientras políticos latinoamericanos competían por quien lo adulaba más en sus redes sociales, le preguntaron a Trump por América Latina. “No los necesitamos”, fue su respuesta.
Ya es hora de que nuestros “patriotas” dejen de encandilarse con el déspota de Washington, guarden sus gorritos “MAGA”, y se pongan del lado de los intereses nacionales ante el contraataque del Imperio. ~
es periodista en CNN Chile y autor de Los reyes desnudos (Catalonia).