Pienso en la mejor forma de aproximarme a ti. Acaso sigas soñando y frecuentando a tus amigos, en un ámbito más brillante que el terrenal y sin saber propiamente que ya moriste: en tu novela El tercer deseo mencionas dos veces esa creencia, nacida en la infancia de tu personaje, nunca abandonada y ligada a recuerdos íntimos esenciales. Nuestros sueños participan en nuestra vida, momentos de nuestro pasado viven y nos iluminan secretamente, y las creencias más hondas acaso son intuiciones. ¿Recuerdos y sueños siguen girando alrededor de nuestro ser, continúan nuestra vida en la muerte?
La creencia que de niña gustaba alimentar sobre la continuación de la vida en la muerte […] que en el momento en que uno muere empieza a soñar que sigue viviendo y nunca toma conciencia de que ya no está en la tierra, se sigue recorriendo lugares y dialogando con conocidos, todo en sueños.
Una noche con mucha niebla salimos a pasear al Parque México con otro vecino nuestro, el entonces joven actor Arturo Beristáin, adornados, semidisfrazados con las bufandas y chales que encontramos en nuestros armarios. Ojalá ese recuerdo aparezca en tus sueños. Mi cuarto colindaba con tu estancia, y tus fiestas eran exuberantes. Antes de conocerte escuché toda una noche –mientras dormía o en duermevela, como dices en la novela– “Walk on the wild side” (1972) de Lou Reed, que yo no conocía aún. Regalabas tus pinturas, acuarelas o pasteles, me parece, a tus amigos. Representabas a los escritores de los que hablábamos. Estoy viendo un Malcolm Lowry (con la leyenda “No se puede vivir sin amar”) que le regalaste a Pete Hamill y acabó en mi estudio; me hiciste un Lampedusa en una barca con la sirena; también un Rimbaud; recuerdo haber visto un Joyce, uno de tus escritores favoritos. Y me pintaste a mí a través del cubo de luz que unía nuestros departamentos: “Invitación a comer”.
Te gustaba ilustrar momentos específicos: tu novela incluye muchas pinturas que recrean fielmente los detalles mencionados en el texto. Ya Nabokov decía que un buen escritor tiene presente en detalle el espacio y los objetos de sus escenas. Tú demuestras esa cualidad y así fijas momentos de la narración, suavizándola con tus representaciones naíf que acaso recuerdan las de tu tío Abel Quezada: los dos fueron pintores que no se tomaban tan en serio como tales, eran también ilustradores (la protagonista de la novela es ilustradora de libros para niños, por cierto). Trato de precisar el significado de tu amor por la representación del detalle, de la utilería de tus escenas; la lámpara, el teléfono, la señal de Corona en la calle, el reflejo de tu personaje en el cristal del cuadro en la pared, su pose tal como se describe en el libro. En tus pinturas, de suntuoso colorido, representabas generalmente a chicas en un entorno íntimo (en fechas posteriores tu mujer, Tihui, fue tu modelo universal). Muchas tienen leyendas. No olvido una de ellas: “Desnuda pero no contenta.” Me parece que son gestos de amor por tu vida misma y sus protagonistas. No un amor abstracto o general, no la idea o el recuerdo de la persona, sino la persona tal como se veía en el entorno específico. Y son momentos de tu vida, fijados así en tu memoria.
Las ilustraciones de la novela la convierten en un objeto, artesanía además de literatura: finalmente eres un hombre que describe tres días en la vida de la protagonista Carmen, con sus elucubraciones continuas, sus movimientos y actividades. Ella se baña, tú la pintas bañándose; ella camina en el lobby del hotel con sus zapatos en la mano y así aparece retratada. Figuran personajes secundarios también, incluido su esposo, que aparece casi sin rostro propio, aunque lo que se dice de él es amable: al principio estaba ofuscado, se habían peleado. La historia es un retorno al amor conyugal, y el libro un regalo de amor a una mujer, tu mujer.
¿Cómo es el amor de un hombre por una mujer? A menudo tiene un fuerte componente narcisista: se conmueve a sí mismo amando. La otra vertiente común es la mujer como objeto de deseo, intención que pone la sexualidad y la posesión en primer plano, y la mirada sexuada sobre su presa. Refresca entonces una mirada independiente del que mira, y hecha de gusto por la otra persona, por cierto, sin juicios, con una complicidad y reconocimiento que resultan ser pruebas superiores de amor: “un sentido de inminencia” nacido, otra vez, del “recuerdo detallado” de un encuentro anterior.
Escribiste sobre tu padre un testimonio auténtico y entrañable (Cenizas de mi padre), sobre el alcoholismo que superaste (Alma húmeda. Una fábula), publicaste poesía, dirigiste la película Crónica íntima. Entre varios documentales notables que realizaste, destacan aquellos sobre Octavio Paz y sobre Luis Buñuel, notoriamente inspirados y naturales (y en 2002 publicaste un hermoso Luis Buñuel: a mediodía). Los conocías desde muy joven, parecía que lo tenías todo: muy culto, exquisito en tus gustos y aficiones, fantásticamente bien parecido, carismático e inventivo. Muchos te tratamos como si todo eso fuese de algún modo demasiado. Tú seguiste cariñoso, convertías las conversaciones en obsequios: a las pinturas en papel o lienzo añadiste piedras pintadas. Y supiste amar a tu hija y a tu mujer. Ante todo, y después de todo, fuiste un mensch.
Atesoro tu recuerdo y tus regalos. Recuérdame en tus sueños, querido Claudio. ~