Foto: Cover Images via ZUMA Press

Gene Hackman siempre era el mejor

Gene Hackman (1930-2025) fue un actor en quien cualquier director podía confiar. Su extensa filmografía lo demuestra: siempre brillaba, a veces más que las películas mismas.
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El tipo se encuentra al otro lado de la carretera. Solo, sin molestar a nadie, pero también sin deseos de ser molestado. Se oculta tras una mirada huidiza, bajo una gorra desgastada, detrás de gestos desdeñosos cuando no abiertamente hoscos. Max (Gene Hackman) es un expresidiario que vaga por ahí y por allá, sin rumbo fijo, sin saber muy bien qué quiere hacer, con cierta inclinación a echar bronca con razones o sin ellas. El hombre no quiere compañía, se siente mejor solo, pero el pobre diablo que está al otro lado de la misma carretera, pidiendo un aventón, piensa algo muy diferente: Lion (Al Pacino) es amigable, imprudente y hablantín. No puede evitar buscar la compañía del hombre que se encuentra frente a él.

Cuando Gene Hackman (1930-2025) protagonizó al lado de Al Pacino Espantapájaros (1973), la obra maestra de Jerry Schatzberg, el actor tenía 43 años de edad, pero apenas había pasado una década como intérprete profesional, desde su primera aparición de importancia en el sensible melodrama romántico Lilith (Rossen, 1964). Sin embargo, en esos diez años, Hackman ya había sido nominado a tres oscares, había ganado uno –por su papel del duro policía antinarcóticos Jimmy “Popeye” Doyle en Contacto en Francia (Friedkin, 1972)– y estaba disfrutando el triunfo de ser uno de las figuras principales de La aventura del Poseidón (Neame, 1972), aquella célebre película de desastres que, hasta la fecha, sigue siendo uno de los filmes más taquilleros en la historia del cine. Para alguien que había decidido convertirse en actor después de los 30 años de edad, la cadena ininterrumpida de triunfos podía resultar inesperada. Y puede que así fuera. Pero para nada inexplicable.

Quiero volver al personaje del correoso exconvicto Max de Espantapájaros, no solo porque creo que fue uno de sus mejores personajes –por lo menos, el más entrañable–, sino porque, de alguna forma, la verosimilitud con la que lo encarna tiene que ver con las propias experiencias de vida del actor. Su Max había vivido mucho, le habían pasado muchas cosas y en muchas partes. Eso mismo le había sucedido a Gene Hackman hasta ese momento.

Nacido en California, pero criado en Danville, Illinois, Hackman vio cómo su padre dejaba el hogar por otra mujer sin más despedida que un saludo desde el automóvil en marcha. Sin un horizonte claro en ese pequeño pueblo donde había vivido toda su infancia –Danvile tiene menos de 30 mil habitantes el día de hoy–, el adolescente Hackman abandonó la escuela, mintió sobre su edad –apenas tenía 16 años– y se enlistó con los marines, en donde sirvió por cinco años en China como operador de radio de campo y después como periodista radiofónico.

Al terminar su servicio, el veinteañero Hackman llegó a Nueva York a trabajar en lo que cayera, desde vendedor de zapatos hasta chofer de camiones de carga, pasando por ser un solícito portero en algún restaurante de Times Square. Al final regresó a la vocación que había descubierto en el cuerpo de marines, así que se inscribió en cursos de periodismo y de producción televisiva, dejó Nueva York y buscó trabajo en estaciones de televisión locales en distintas partes de Estados Unidos, en las que fue desde asistente de producción hasta jefe de piso. A los 30 años de edad, Hackman decidió convertirse en actor y se inscribió en la Pasadena Playhouse School de California, para luego regresar a Nueva York, en donde empezó a aparecer en modestas obras de teatro off-Broadway.

Esto le fue abriendo puertas, poco a poco: alguna aparición sin crédito en una película, presencia constante en series televisivas, varias obras de teatro cada vez de mayor prestigio, hasta que, después de varios años de picar piedra, fue elegido para un papel secundario en la ya mencionada Lilith, en la que alternó con el entonces ascendente Warren Beatty, quien quedó tan impresionado del talento de Hackman que, unos años después, cuando pudo aterrizar su personalísimo proyecto Bonnie y Clyde (Penn, 1968), lo contrató para interpretar a su hermano Buck, actuación que le valdría a Hackman su primera nominación al Oscar. El largo camino iniciado en el periodismo radiofónico de los marines iba culminando dos décadas después, en su lenta transformación como estrella de cine.

O, más bien, como actor de cine, acaso el más confiable de su generación, porque Hackman nunca fue ni quiso ser una estrella propiamente dicha. Aunque él fuera el protagonista y más aún si aparecía en un papel secundario, Hackman perteneció a esa extraña estirpe de intérpretes cuya aparición, breve o extendida, mejoraba cualquier filme en el que trabajara. Si uno revisa su extensa carrera fílmica de más de 40 años, Hackman logró que una gran película fuera extraordinaria –su cansado detective privado de Secreto oculto en el mar (Penn, 1975), su atrabiliario sheriff bienintencionado de Los imperdonables (Eastwood, 1992)–, elevó un oscareable filme convencional a niveles insospechados –su rudo agente del FBI de Mississippi en llamas (Parker, 1988)–, convirtió una rutinaria anécdota en una historia genuinamente emotiva –su luchón entrenador de baloncesto de Ganadores (Anspaugh, 1986), y hasta tuvo el poder de transformar en un par de minutos el tono de una película encarnando con abrumadora convicción su papel asignado –en aquel electrizante cameo como el examante de Gena Rowlands en la obra mayor La otra mujer (Allen, 1988)–. Es más, Hackman era capaz de robarle las carcajadas a los comediantes más experimentados –su político ultraconservador en el hilarante remake de La jaula de los pájaros (Nichols, 1996)– y podía convertir cualquier inocuo churro de acción, como Un tiro por la culata (Clark, 1990) en un visible palomazo dominguero.

Hackman fue, pues, a lo largo de su invaluable carrera como actor de carácter, alguien en el que cualquier director en turno –ya fueran autores de la talla de Penn, Friedkin, Coppola, Eastwood o Allen, o los innumerables artesanos hollywoodenses para los que trabajó– podía confiar por completo. Es cierto que, a veces, podía ser difícil en el set –así lo fue, al parecer, tanto en Superman (Donner, 1978), como en su último gran filme, Los excéntricos Tenenbaums (Anderson, 2001)–, pero nadie nunca lo acusó de dejarse llevar por el cheque ni por la rutina. Ahí queda su filmografía, un centenar de filmes, entre ellos por lo menos una docena de clásicos de la historia del cine, para corroborarlo: Hackman siempre era el mejor. A veces, mejor que sus películas. ~


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