Cómo pagarle a la Habana con la misma moneda

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

La historia da para un relato: un renombrado arquitecto huye de su país en guerra, viaja hasta una isla en apogeo constructivo, guarda esperanzas de conseguir trabajo allí, y ni siquiera como profesor universitario encuentra puesto. Pues le exigen la reválida de sus títulos, lo empujan otra vez a las aulas. Decide entonces marcharse, se va a una nación más rica (y menos puntillosa), llega a decano en una de sus universidades principales, alcanza a abrir gabinete propio, y un buen día recibe la encomienda de replantear la misma ciudad que antes lo rechazara.

La historia parecería cerrarse desde que esa ciudad queda bajo sus órdenes. Quien anduviera falto de papeles para vivir en ella, la encuentra ahora rendida en grandes planos sobre su mesa de trabajo. ¿Y qué hace el arquitecto? Su venganza podría acarrear cuantiosos cargamentos de explosivo. Bajo excusa de modernización, se le abre la oportunidad de saquearla tal como un general haría con cualquier villa sitiada.

Josep Lluís Sert, cuya historia aproximada es la que narro, huyó de España y de la guerra. Llegó a la capital cubana e, igual a tantos coterráneos suyos, se vio obligado a continuar camino. Porque algunas autoridades habaneras sospechaban que un gesto de hospitalidad hacia aquellos intelectuales venidos de fuera pondría en peligro la calma provinciana dentro de la cual vivían.

Sert enrumbó, pues, hacia el norte. Allá llegó a dirigir la facultad de Arquitectura de la Universidad de Harvard. Abrió junto a Paul Lester Wiener y Paul Schulz un gabinete de proyectos: Town Planning Associates. Y a menos de dos décadas de salir de Cuba, cayó en sus manos el encargo de confeccionar un plan de desarrollo urbanístico para La Habana.

Fulgencio Batista, dictador, reeditaba la invitación que le hicieran anteriores mandatarios cubanos al urbanista Jean N. Forestier. No se emprendía una tan grande planificación habanera desde finales de los años veinte, y Sert (más sus dos socios) podría entrar a saco en la ciudad. Podría vengarse.

Allí donde Forestier (“Mago de los Jardines”, según cursilería de la época) solamente propusiera unos ensanches, el plan de Town Planning Associates demolía sin piedad. Borraba completamente lo que Sert conociera como centro administrativo de la ciudad. Hacía desaparecer alrededor de mil edificaciones de valor histórico y dejaba en pie sólo unas pocas, como escueta memoria.

Lo demolido, sin embargo, habría de conservar sus fachadas. En el mismo lugar en donde le cerraran tantas puertas, el arquitecto disponía ahora inmuebles vaciados, hechos tan sólo de puertas y ventanas. Esas viejas fachadas delimitarían los parqueos construidos dentro de ellas. Pues si Forestier despejaba en busca de panoramas y monumentalidades a la manera de Haussmann, Sert y sus socios abrían pistas para una creciente población de automóviles.

Motorizaban la ciudad colonial, la cruzaban de vías rápidas. Sin descartar la construcción de algunas imponencias: en el sitio más alto de la bahía, en la acrópolis habanera, un nuevo palacio presidencial de quinientos pies de base y setenta de altura. Torres muy espigadas al borde del malecón. Una isla artificial frente a esas torres… El Plan Sert (que así fue bautizado) no dejaría de despertar rechazo entre los arquitectos y urbanistas cubanos. Aunque fue innecesario el choque de opiniones pues un cambio de poderes, la revolución política que destituyó al dictador Batista, impidió su puesta en práctica.

Claro que otras razones, más allá de las novelerías sostenidas aquí, habrán de explicar el desprecio de sus directivas por la ciudad colonial. Impericia, tal vez. Pésima conciliación entre unas ideas y un sitio, o ausencia total de sensibilidad histórica. En cualquier caso, permítaseme continuar con el supuesto de la venganza, pues gracias a tal supuesto podré imaginar otra destrucción para La Habana.

Esta otra venganza (y destrucción) surge también de la negativa a un inmigrante. Viene de un cuento de hadas donde tiran la puerta al mendigo que luego será rey, e involucra a uno de los más grandes estudiosos de ciudades: Walter Benjamin.

De los últimos días de Benjamin, de su exilio desesperado, data el intento de Theodor W. Adorno de obtenerle un puesto como conferencista invitado en la Universidad de La Habana. (Sobre el tema, el archivo Horkheimer atesora una carta de Adorno a Benjamin del 16 de julio de 1940. Más una carta de Adorno a Pastor del Río, en la universidad cubana, fechada al día siguiente.) Y, como era de presumir, Adorno recibió una negativa.

Así que, olvidado del suicidio que ha de acabar con esta historia, me pongo a imaginar la revancha de Benjamin, entro a tierra de probables.

Comenzaría esa venganza por el acto de despegar el sello de la carta de rechazo que Adorno le muestra. La inclusión del sello postal de la República de Cuba en una de las colecciones emprendidas por Benjamin durante su exilio (en su sobrevivencia) será todo.

Ni una palabra más acerca del asunto. Ni un recuerdo de aquella negativa (recibió muchas) sufrida en mal momento.

Salvadas todas las fichas y apuntes para su obra mayor sobre París, no iba a ocuparse Benjamin de una aldea antillana. A diferencia del arquitecto Sert, no prestaría atención a aquella capital dejada atrás, cerrada para él a cal y canto.

En esto consistía su venganza: La Habana tendría que vérselas sin Plan Benjamin alguno. El ensayista alemán no dejaría instrucciones de cómo perderse dentro de ella, no introduciría a sus moradores en la filosofía (continuación de la de Baudelaire) del pasear desinteresado.

Aquellos que desde allá quisieran obtener atisbos de todo lo anterior tendrían que esforzarse en traslaciones imaginativas, habrían de traducirlo.

Y así andamos aún por estos lares. ~

+ posts

(Matanzas, Cuba, 1964) es poeta y narrador. Su libro más reciente es Villa Marista en plata (Colibrí, 2010).


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: