El placer de la venganza

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La agresividad ha generado el mecanismo de la venganza sin fin, un invento espectacular del odio. Desde nuestros orígenes hasta el presente, la venganza planea sobre la faz de la tierra como una espuela de puntas afiladas. El derramamiento de sangre se constituyó en un símbolo de incomparable potencia. Ante la sangre derramada suele brotar el imperativo de derramar la sangre del oponente. Casi nunca un crimen se reconoce inicial, sino la respuesta a un crimen anterior. Pocas veces hay acuerdo sobre su real origen, porque siempre es fácil remontarlo hacia otro y otro más lejano.
     Caín mató a Abel porque fue despreciado por Dios, no porque tuviera vocación de asesino. Caín era un agricultor esforzado que cumplía con el deber de entregarle ofrendas al Señor. Y como la voluntad de Dios es insondable, nunca se sabe por qué despreció su ofrenda vegetal y provocó el conflicto. El relato del Génesis es muy breve y seco, casi amputado. Consta de apenas diecisiete versículos. Dice que Caín era el primogénito y se dedicaba a los frutos de la tierra. Quizás no amaba a su hermano, que le quitó el privilegio de ser hijo único. Quizás era celoso, quizás demasiado competitivo. Debe haber tenido las manifestaciones que ahora son un lugar común en la psicología infantil, aunque no las registre la Escritura. Es comprensible que se haya sentido mal cuando se dio cuenta de que su hermano era el preferido. Para colmo, habrá pensado que la ofrenda de su hermano Abel no tenía los méritos de la suya, porque Abel se limitaba a pastorear animales, mientras él sudaba trabajando la tierra. No toleró la injusticia, lo incendió la envidia y desde sus entrañas ascendió el odio como lava ardiente. No podía descargar su puño contra Dios y, en consecuencia, lo desplazó contra el hermano débil. Tuvo la desgracia de convertirse en el primer asesino de la especie. Pero podía argumentar que su fratricidio no fue arbitrario, sino la consecuencia de una provocación. Por lo tanto, Caín sería también el autor de la primera excusa de un crimen. Nos legó una doble matriz: por un lado el asesinato, por el otro la justificación.
     Desde mi primera lectura sobre este episodio tan simple, que realicé de adolescente, blasfemé con un transparente reclamo: dije que Dios nos debía una explicación. Se comportó como un padre irresponsable, desequilibrado, que mostraba de modo abierto su preferencia por uno de los hijos, sin tener en cuenta el dolor que semejante actitud generaba en el otro. Caín se vengó del desprecio asesinando a Abel, pero Abel no se pudo vengar de Caín, claro. Tampoco los hijos de Abel, porque da la impresión de que aún no los había engendrado. La venganza (¿ya era justicia?) a fondo estuvo a cargo del Señor, que empezó a herirlo mediante un humillante interrogatorio. Estaba decidido a castigarlo, porque la sangre de la víctima lo reclamaba. Caín fue expulsado al este del Edén con una marca infamante sobre el rostro; pese a que siguió trabajando y creando —se lo considera fundador de las ciudades—, su descendencia sólo alcanzó la séptima generación y desapareció del mundo. Su crimen no tuvo perdón ni con el correr del tiempo.
     Pareciera que la venganza tendiese a ser perpetua. Puede aumentar o disminuir, cambiar de protagonistas y hasta montarse sobre las generaciones. ¿Llega al agotamiento? Sí, pero el agotamiento en algunos casos tarda en producirse. A veces tarda demasiado. Y las consecuencias son terroríficas. Además, el motor vengativo puede volver a arrancar cuando lo creíamos muerto. En lugar de extinguirse sólo fue a dormir una siesta.
     La venganza de sesgo interminable suele apoyarse en el equilibrio que exhiben los contendientes, de allí tantas leyendas y mitologías sobre combates entre hermanos de parecida contextura física y mental. No es fácil que se defina el conflicto con un claro ganador y un definitivo perdedor.
     Jorge Luis Borges dio un giro novedoso a la historia de Abel y Caín en su texto “Leyenda”, porque brinda un epílogo confortable. Ayuda a tranquilizarnos y dice así:

Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra, dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen. Abel contestó:

—¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes.

¿Hubo perdón? Parece que sí.
     Pero más frecuente es lo expresado por el poeta Heinrich Heine en uno de sus textos. Según nos manifiesta con filosa ironía, resulta más fácil simular que uno renuncia al desquite que hacerlo efectivo desde la profundidad del alma. Con engañosa humildad desnudó lo siguiente:

Mi naturaleza es la más pacífica del mundo. Todo lo que pido es una casita sencilla, una cama decente, buena comida, algunas flores frente a mi ventana y unos cuantos árboles junto a la puerta. Luego, si el buen Dios quiere hacerme completamente feliz, podría hacerme gozar del espectáculo de seis o siete de mis enemigos colgados de esos árboles. Yo les perdonaría todos los agravios que me hicieron, puesto que debemos perdonar a nuestros enemigos. Pero luego que los hayan ahorcado. ~

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