Producir es una felicidad deseable para todos, por el gusto de usar la inteligencia, las manos, las palabras, y ver el resultado; por la satisfacción que dan las cosas bien hechas y el reconocimiento de los otros; por la recompensa. Reducir esto a empleo es lamentable para el desarrollo personal y para el desarrollo económico. También es un error en el diagnóstico de la pobreza.
Los pobres son empresarios de alta productividad, en proporción a sus recursos. Siguen siendo pobres, porque la compasión no sabe admirar: los ve como asalariados sin empleo, aunque no necesitan empleos, sino recursos para producir más. Pero no hay una oferta de progreso dirigida a sus empresas: microcréditos, medios de producción baratos, mejores tecnologías en pequeña escala, redes de información y de servicios para producir, vender y comprar mejor, trámites mínimos, leyes diferenciadas según el tamaño de las empresas para que el costo de cumplir no resulte desproporcionado o imposible. Lo que hay es una oferta de ilusiones en las grandes ciudades o el extranjero, a donde emigran los que pueden. Así, la oportunidad empresarial se convierte en un problema laboral sin solución, porque la inversión necesaria para ocuparlos como asalariados es diez o cien veces mayor que la necesaria para aumentar su producción, donde vivían.
En las grandes empresas, la productividad es alta en proporción al personal, no a las inversiones. Producen con grandes dosis de capital y el mínimo posible de personal. Cada empleo supone una inversión de cientos de miles de dólares. La misma cantidad, invertida en microempresas, no genera un empleo, sino docenas y hasta cientos. Como si fuera poco, las pequeñas inversiones producen más. Esto se puede comprobar en los censos económicos, al agrupar empresas por tamaño. Las grandes son superiores en productividad laboral (por eso pueden pagar salarios altos), las pequeñas en productividad del capital (por eso pueden pagar intereses altos). Ahí está la oportunidad en el combate a la pobreza: no en atraer personas a donde es difícil ocuparlas, sino en llevar inversiones a donde producen más.
Se puede ser feliz a pie, en bicicleta, en automóvil, en avión; a velocidades distintas, con inversiones diferentes. Los medios de transporte cada vez más veloces exigen inversiones cada vez mayores. El progreso más productivo (con respecto a la inversión) es el primero: de andar a pie a moverse en bicicleta. Se paga rápidamente, con inversiones fácilmente financiables. Permite velocidades cinco veces mayores a un costo tres veces menor, en calorías por kilómetro. En cambio, progresar del Boeing 747 al Concorde fue maravilloso, pero improductivo. El mismo Boeing 747, que ha tenido un éxito notable, es relativamente improductivo. Cuesta más que un millón de bicicletas, y la inversión por pasajero es tres mil veces mayor que la inversión en una bicicleta, aunque la velocidad no es tres mil veces mayor, sino treinta.
El gigantismo siente que lo generoso es ofrecer a todos el mejor modelo de vida, que es el suyo: mucha escolaridad, experiencia en grandes operaciones, cumplimiento de formalidades y acumulación de méritos demostrables para ir ascendiendo hasta posiciones estelares. Esta generosidad es poco práctica. Piensa en una solución utópica, imposible o indeseable para millones de personas. Sirve para ignorar otras vías de plenitud humana, que sí son posibles y muchos prefieren. No apoya la bicicleta porque el avión es mejor. Considera lamentable, cuando no despreciable, la autonomía en pequeña escala, aunque el progreso sin ascenso de un puesto a otro ha sido lo normal en las profesiones libres, los oficios, las artesanías, las artes y todo tipo de pequeñas empresas. Fue de hecho el modelo universal, hasta que apareció el gigantismo del siglo XX, con sus imágenes fascinantes de grandeza, poder, estatus, celebridad, en grandes estructuras de poder económico, político, mediático, institucional, donde se hace carrera.
Esta fascinación transformó el mundo empresarial, con resultados paradójicos. No se multiplicaron los empresarios, sino la burocracia. Se ha visto repetidamente: un empresario hace crecer su empresa hasta que el crecimiento lo rebasa y todo queda en manos de una elite asalariada. Más aún: muchas empresas buscan activamente la destrucción de empresarios, ya sea absorbiéndolos, eliminándolos o haciéndoles la vida imposible como proveedores, clientes o competidores. Todos los empresarios se quejan de la burocracia, pero muchos ayudan a que se multipliquen los burócratas, no los empresarios.
Los que piramidan (el Estado, las grandes empresas, los grandes sindicatos) trabajan para la burocracia, aunque sea con otras intenciones. La burocracia se alimenta de buenas intenciones como los virus se reproducen con los genes de sus víctimas. Hay una convergencia de hecho entre las grandes burocracias de todos los sectores. Se refuerzan mutuamente. Tienden a crecer y multiplicarse, sofocando otras formas de vida. Les parece normal que todo se vuelva burocrático. Desde la perspectiva de sus genes, se entiende: tratan de reproducirse. Lo que no se entiende es que los empresarios se sientan más cuando se vuelven menos: cuando sacan del mercado, despojan de su figura empresarial, subordinan y reducen a la figura de burócratas a quienes trabajan por su cuenta.
Que los empresarios pongan sus genes empresariales, no en reproducirse, sino en multiplicar la burocracia, es autodestructivo para su especie y nefasto para la sociedad. A la sociedad le conviene que se multipliquen los empresarios, no la burocracia. La productividad independiente de millones de pequeñas empresas genera más empleos y valor agregado por dólar invertido. Tiene más sentido humano que la burocracia. Tiene tradición y arraigo cultural entre los pobres. Es una forma de organización más económica y flexible. Para muchos ejecutivos, funcionarios y empleados que han vivido la experiencia del gigantismo, es un sueño de libertad.
Por esto, es posible que la situación se revierta: que algunas burocracias contribuyan a la multiplicación de empresarios. Hasta el Banco Mundial, que tanto favoreció los proyectos megalómanos, promueve ahora las pequeñas empresas. Y es de esperarse que muchos empresarios traten de reproducir su espíritu independiente en toda la sociedad.
Hacen falta empresarios que admiren el progreso en bicicleta y lo apoyen. Que favorezcan el desarrollo, no la absorción o estrangulación, de proveedores y contratistas. Que ofrezcan recursos (créditos, mercados, tecnología, equipo) diseñados para la producción de buena calidad en pequeña escala. Que comercialicen y hasta exporten la pequeña producción. Que aboguen por un trato legal y burocrático distinto para las pequeñas empresas, liberándolas de trámites.
La fascinación por las grandes operaciones no va a desaparecer, porque el gigantismo es deslumbrante. Sería absurdo esperar de quienes viven felizmente esa experiencia que la abandonen. Lo que tiene sentido práctico es que apoyen otras formas de felicidad, que faciliten la productividad para todos. El progreso en avión puede apoyar el progreso en bicicleta. Muchas innovaciones desarrolladas por el gigantismo pueden orientarse al mercado de los recursos microempresariales. Para millones que producen con herramientas rudimentarias, carecen de crédito y comercializan a pie, multiplicar la oferta de microcréditos y de medios baratos de producción (como las máquinas de coser), transporte (como las bicicletas) y comunicación (como los teléfonos móviles), facilitaría un progreso extraordinario, bueno para el desarrollo de toda la sociedad. La economía en grande y en pequeño pueden convivir. La dualidad esconde una oportunidad de progreso compartido: en avión y en bicicleta.
Esta oportunidad se pierde fácilmente de vista, desde las alturas del avión. En el mejor de los casos, la pobreza despierta impulsos generosos, pero ilusorios: que todos suban al avión, que todos tengan empleos y ascensos hasta las cumbres del gigantismo. Ahí parece estar lo digno de la grandeza humana: no en quedarse allá abajo, pedaleando en bicicleta. El resultado de tan buenas intenciones es no avanzar, ni por una vía, ni por otra. Se desprecia el progreso en bicicleta, pero jamás se alcanza la utopía de que todos suban al avión. Las ilusiones siguen en las nubes y los pobres a pie, sin avión ni bicicleta. ~
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.