Cuando todos éramos habermasianos

El filósofo. Habermas y nosotros

Philipp Felsch

Trotta

Madrid,,, , 2025, 220 pp.

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Al empezar en esto de la universidad, tenía uno la impresión de que una parte nada desdeñable de los profesores que marcaban la pauta eran habermasianos. Leyendo este gran perfil filosófico hecho por Philipp Felsch, he recordado haber leído con devoción la mayor parte de la producción editorial que Jürgen Habermas tiene traducida al español. Como una exigencia pedagógica que estaba en el ambiente académico de las ciencias sociales, aprendí los fundamentos de la teoría del Estado, la democracia y el Estado de derecho con un filósofo alemán. España a finales de la década de 1990 era un país sin demasiada autonomía conceptual para afirmar una tradición política propia y la experiencia constitucional aún podía considerarse breve. Por ello, para abrazar un cierto liberalismo y una cierta sofisticación epistemológica, algunos nos acercamos a un Habermas que ya parecía antiguo ante la cháchara identitaria que se abría paso en la universidad.

Pero cuando tienes un recuerdo es que antes habías olvidado algo. A ver si al final iba a tener razón Agapito Maestre cuando decía que la teoría de Habermas era un placebo intelectual. Quizá, lo que ocurre –y ese es otro tema que merecerá una reflexión colectiva cuando el desastre que se atisba se haya concretado– es que se nos ha olvidado que éramos habermasianos porque en realidad fingíamos ser demócratas. El libro aquí reseñado cuenta, a través de un relato entre personal y generacional, la peripecia vital de un filósofo muy español. Para empezar, Felsch arroja luz –quizá sin pretenderlo– sobre un asunto que aquí no se ha tenido claro porque a la vez que habermasianos éramos de izquierdas (el combo completo): el filósofo que comenzó su andadura académica en Frankfurt polemizando con Heidegger en realidad nunca formó parte de la teoría crítica de Adorno, Horkheimer y Marcuse. La teoría crítica se levantaba sobre la dialéctica negativa y pesimista, y Habermas quiso refundar Alemania a partir del programa racionalista y optimista de la Ilustración.

En este libro queda claro que Habermas ha tenido desde 1950 una presencia señorial en la esfera cultural alemana (y europea). Con él se produjeron dos fenómenos entrecruzados que ya habían tenido lugar en Francia: el intelectual se introducía en una universidad que quería vivir todavía en una torre de marfil, y el profesor de universidad, riguroso y ajeno a la presión de la sociedad, ponía un pie en la opinión pública mediante colaboraciones en prensa. Felsch retrata con fineza e ironía la principal contradicción de Habermas: profesor exquisito, impulsor de la teoría de la acción comunicativa, resulta que, cuando debatía en los periódicos y las revistas culturales, se comportaba con ira y modales pandilleros. Así fue como ganó la batalla del 68 –amilanando sin piedad a los jóvenes que querían destruir el canon científico con ínfulas revolucionarias y violentas– y así fue como se impuso en la famosa “disputa de los historiadores”, en la que defendió frente a Ernst Nolte la excepcionalidad alemana: la República Federal era un experimento cívico cuya única posibilidad de supervivencia radicaba en reconocer y superar la anomalía del Holocausto.

Por ello, llegado el momento, Habermas se opuso a la unidad de un país separado por la Guerra Fría. Las décadas de aislamiento de la República Democrática habían supuesto una colonización absoluta del mundo de la vida por el comunismo burocrático y antipolítico: Alemania oriental era otro país. La unificación, que finalmente adoptó casi la forma de un procedimiento administrativo, traería de vuelta el peor de los demonios: el nacionalismo. Sin un poder constituyente democrático, Alemania terminaría echando mano de la ideología secular que no solo trajo el nazismo, sino que impidió a los alemanes hablar y discutir sin las excrecencias autoritarias desde el siglo XIX. Que Habermas se tomaba en serio este y otros asuntos lo demuestran pasajes memorables del libro en los que la vida personal del filósofo se ve atravesada por las disputas teóricas con amigos. Peter Handke debió de propinarle una bofetada en casa de Siegfried Unseld al reconocer abiertamente que ni conocía a los Beatles ni le interesaban. Era 1967 y había pasado medio año en Nueva York. Otro de sus grandes amigos, Martin Walser, se retiró humillado de su fiesta de cincuenta cumpleaños cuando Habermas le reprochó haber escrito un artículo “nacionalista”. Tras la pérdida de certidumbres metafísicas, estas anécdotas revelan que todo pensamiento ha de ser completado y acreditado por la existencia real y cotidiana del pensador, es decir, por una cierta literatura del “yo”.

Pero la existencia real y cotidiana de Habermas ya no remite, según este libro, al viejo mandarinato intelectual alemán al que se refirió en su célebre estudio Max Weber. Habermas ha tenido una vida burguesa, pero sin exuberancias patrimoniales o aduladoras. La vida que le han proporcionado, por cierto, el Estado del bienestar y el capitalismo regulado que ha reivindicado como mejores fórmulas para la integración social. Sigue residiendo en la casa unifamiliar en las inmediaciones del lago de Starnberg y sigue observando el mundo desde la óptica tranquila de la provincia. Por ello, nunca ha dejado de ser lo que muchos queremos seguir siendo desde la distancia sideral de un magisterio abrumador: profesores de universidad sin más adherencias que las de la modestia y la humildad. Se entiende que por defecto un Peter Sloterdijk que hoy expone en Instagram su delicioso discurrir en la campiña francesa le llegara a acusar de intentar “reeducar” a toda una generación de alemanes (falta hacía, por otro lado). Y es que Habermas nunca quiso salir en la televisión ni responder a cuestionarios de Playboy –la revista llegó a dedicar seis páginas a Marcuse–, porque su tarea principal ha sido situarse con evidencias teóricas y bien documentadas en los grandes debates filosóficos de su tiempo.

No encontrará el lector en el libro de Felsch una sistematización iniciática de la obra de Habermas, bueno es advertirlo. Para saborearlo hay que conocer algo los entresijos históricos de la República Federal, las coordenadas del pensamiento occidental después de la Segunda Guerra Mundial y el recorrido bibliográfico básico del protagonista. Pero el resultado de la obra es narrativamente delicioso y normativamente evocatorio. Quizá porque estamos ante un tiempo perdido que en algún momento habrá que recobrar. En el capítulo final el autor del libro vuelve a visitar a Habermas en su casa (septiembre de 2023). El filósofo se muestra decepcionado y fatalista ante el declive imparable de Occidente y de las instituciones democráticas que él promocionó. El nacionalismo y el autoritarismo han retornado a Alemania (esto lo predijo en 1990), la Unión Europea se ha estancado como constelación posnacional y la galaxia digital ha destruido los presupuestos ontológicos de la opinión pública ilustrada.

¿Ha fracasado Habermas? El pensamiento se puede agotar en el régimen de temporalidad que él mismo ayuda a producir. Es posible que la modernidad forme parte del pasado y que en ese pasado perdure la pretensión de validez de muchas de sus propuestas. De ahí que vivamos más en un momento de memoria que de historia. Habermas siempre fue el filósofo de la República Federal y de su circunstancia: una catástrofe moral –el genocidio judío– que impulsó un experimento político estimulado por el patriotismo constitucional, una ciudadanía cosmopolita que debía abrirse a Europa y el Estado social y democrático de derecho. Conceptos fríos que hoy dejan a muchos indiferentes ante la avalancha de instantes políticos calientes que dibujan un tiempo paradójicamente acelerado y presentista. Hay que terminar señalando, en todo caso, dos cosas en relación con el posible fracaso de la aventura intelectual del último ilustrado: la primera, que, ante la evidencia de un desacoplamiento entre teoría y praxis, Habermas ha sido un kantiano que nos ha invitado a actuar a partir no solo de las convicciones metafísicas e íntimas sino de las hipótesis regulativas. Actuar como si, para que me entiendan. La segunda, que, como afirma Felsch en la última página del libro, nuestro protagonista ha tenido un fuerte vínculo con su época: en este caso, la necesidad de encontrar su ubicación mediante un interlocutor judío tras la Shoah. Esta querencia, que es perfectamente rastreable en toda su biografía, es lo que mejor representa la atemporalidad de su legado. ~


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