¿Una antología de crónicas y artículos sobre la ciudad de México en los últimos treintaitantos años? La idea es excelente, y la ha llevado a cabo Rubén Gallo, mexicano educado y radicado en Estados Unidos que originalmente la preparó para la editorial de la Northwestern University y ahora la ha aumentado y corregido para una conocida casa madrileña.
El libro en cuestión es largo y muy bueno y no precisamente barato y también, mucho me temo, bastante insatisfactorio. Me explico: uno lo lee con gusto hasta con fruición pero cuando llega a la última página se dice: falta el segundo tomo, este libro apenas si empezó a destapar el Geist del Defectuoso, se necesitan por lo menos otras trescientas noventa páginas para empezar a dar una idea del cuerpo y el alma chilangos.
Pero ¿cómo puede ser esto, si la calidad de los textos reunidos va de buena a buenísima y los autores se cuentan entre los más notables de nuestra literatura?
Pues bien, ése es precisamente uno de los problemas de esta antología: la profesión, el género y la edad de los autores. Casi todos son escritores reconocidos y todos salvo tres tienen de cincuenta años para arriba o de plano ya se marcharon a la Feria de Chapultepec del más allá. Todos, menos cuatro, son varones. Todos, sin excepción, son mexicanos y capitalinos. Esto significa que casi todos los ojos son masculinos y no hay miradas extranjeras, fuereñas o jóvenes que contradigan el famoso solipsismo defeño. Y tampoco hay periodistas que hablen de sangre, sudor, trago y lágrimas, que son líquidos que no brillan por su ausencia en nuestra metrópoli.
México DF: lecturas para paseantes es una excelente antología literaria de algunos, solamente algunos, de los mejores textos de algunos, solamente algunos, de nuestros mejores escritores rucos (o clásicos) de los años sesenta para acá. No es una antología de textos de todo tipo de autores sobre la ciudad y sus extraordinarios contrastes, contradicciones, vitalidad, metamorfosis, encanto, horror, sutileza, naquez, humor, numerosidad; no se habla en sus páginas de la arquitectura, el Centro, las colonias, el barrio, el habla, la música, los antros, los espectáculos, la comida, los graffiti, las bandas, la lucha libre, los toros, el fut, los conciertos en el Zócalo, las manifestaciones (una o dos diarias como mínimo desde hace muchos años, y un par de ellas de bastante más de medio millón de individuos), los arrancones, los asaltos, los secuestros, los linchamientos, las peregrinaciones, la toma de CU, la urbanización del Ajusco, los parques, los segundos pisos, las catástrofes (salvo ocho páginas de Poniatowska sobre el temblor) o ¡sobre las elecciones del 94, el 97 y el 2000!
Buena como es, entonces, esta antología difícilmente conmoverá o asombrará a los chilangos, que reconocerán más a sus autores que a su ciudad. Sería en cambio interesantísima ya que la publica una editorial ibérica conocer las reseñas que le publiquen en España u otros países de habla hispana. Por otra parte, como el valor de toda antología reside en el hecho de que sea discutible, no caeré en la bobería de impugnar autores; sólo señalaré que algunos, como Monsiváis, Sheridan y Poniatowska, están subrepresentados; que sobran textos ya anticuados de esos misantropazos que eran Ibargüengoitia y Garibay; y que me llama la atención la ausencia de Ángeles González Gamio, José Agustín, Jorge Aguilar Mora y Sergio González Rodríguez.
La antología en cuestión, por otra parte, es harto interesante como autorretrato involuntario. Quien la lea de repente se dará cuenta de que más allá de cualquier voluntad del antologador este volumen es una verdadera sala de espejos en la que todos los textos se reflejan y componen un punto de vista de los escritores chilangos sobre su ciudad, y que ese punto de vista independientemente del optimismo irreductible de Monsiváis o el evidente cariño de José Joaquín Blanco por el DF, por ejemplo es casi invariablemente sardónico.
Por decirlo en pocas palabras: todos son hijos de Carlos Fuentes y La región más transparente, y raro es el que se aparta mucho de la sorna y hasta sarna con que esa novela empezó a tratar esta ciudad cuando por primera vez la literatura la trató como personaje y no como escenografía. Si los autores incluidos en esta antología (o en la que usted o yo compiláramos) aman su ciudad, o si la odian, si la admiran o abominan de ella, ni quien se entere: ninguno lo dice. Inventemos un cliché: así como se habla del tono crepuscular de la poesía mexicana, se puede hablar del tonito sardónico de los cronistas de la capital.
¿Resultaría, acaso, que el ombliguismo chilango es de cepa azteca, y que antes nos atormentamos el cuerpo con espinas de maguey que parecer un güey que admite que, en muchos aspectos, su ciudad es un lecho de rosas? No, amigos, esto no tiene nada que ver con los aztecas. Esto tiene que ver, insisto, con esa mirada sardónica e incluso sarcástica que Carlos Fuentes descubre, acuña, patenta y nos lega en 1958, cuando los viejos cronistas empiezan a parecer francamente anticuados; no sólo los anticuarios como González Obregón y Valle-Arizpe, sino incluso los irónicos y sanguinarios como Leduc y Novo, que todavía celebran con gracia y afecto la ciudad mientras la describen y critican.
De pronto, aquella ciudad provinciana y pequeña y hermosa y pintoresca… ¡se convierte en monstruópolis! De repente, ¡los volcanes desaparecen y la naquiza se desparrama por todas partes y se improvisan los primeros peseros! Carlos Fuentes esgrime su fino látigo europeo y fustiga a la ciudad y sus grotescos habitantes, y ya no vuelve a vivir entre nosotros más que por breves temporadas; Salvador Elizondo no la menciona en ninguno de sus libros, por lo menos que yo recuerde; José Emilio Pacheco se hunde en un spleen interminable; Sergio Pitol emigra adonde sea; y Jorge Ibargüengoitia maldice la fealdad de Coyoacán ¡a pesar de vivir en esquina nada menos que con esa hermosura de calle que es Francisco Sosa!
¡Qué ciudad!, se decía, refunfuñando con tristeza, en los años sesenta y setenta. El hecho de que la gente se divirtiera como loca y poblara la noche con sexo, sabor y sonrisas no obstaba: el canon sesentero odiaba el pintoresquismo, era maileriano y barthesiano, exigía cambios revolucionarios y dictaba que en público se denostara y deplorara no sólo el maldito despotismo priista sino el colmo hasta nuestra misma ciudad, en la que nos agasajábamos y nos queríamos tanto.
Denostar & Deplorar: he ahí el tono que se adoptó (y aún se estila) para hablar del DF, y que se fotografía tan nítidamente en la antología de Rubén Gallo, de la cual están ausentes varios componentes que en su época le agregaban sazón al caldo chilango: sexo, drogas, rocanrol, salsa music, reggae, cumbias, feminismo y, ¡mi querido camarada!, unas rajitas bien picosas de lucha de clases. Para no hablar de las luchas democráticas de los ochentas y noventas, la nueva popularidad de las cantinas bigenéricas, el auge y asco del perredismo, el habla carretonera de los varones y hembras de veinte años para abajo, la recuperación paulatina del Centro, la boutiquización de Coyoacán, la Condesa convertida en Fondesa, y tantos y tantos más temas que no aparecen en estas trescientas noventa páginas… iniciales.
Para concluir el tema de Denostar & Deplorar, es preciso señalar dos excepciones: Gerardo Deniz, con su precioso texto sobre la colonia San Rafael, y José de la Colina, con su encantadora memoria de cafés de chinos y burdeles. Resulta que los dos nacieron en España y (aunque dotados ambos de innegable veta sardónica) no aplican su sarcasmo sino su afecto para hablar de la ciudad que los hizo suyos. Los no nacidos en territorio mexicano resultaron inmunes al virus del tonito, por lo visto.
Aunque a veces un poco confusa y repetitiva (llama cuatro veces delirante al DF, por ejemplo, cinco con el título), la introducción de Rubén Gallo es uno de los textos más interesantes del libro. ¿Hasta qué punto la ciudad de México se va convirtiendo en una más de lo que Koolhaas llama las ciudades genéricas del planeta, es decir indistinguibles entre sí? ¿Por qué los defeños y los mexicanos en general somos incapaces de compararla con otras ciudades del mundo y sólo la comparamos consigo misma, es decir, con sus pasados siempre “mejores”? ¿Somos más destructivos de nuestro pasado que los neoyorquinos o los limeños o los rusos o esos depredadores de sí mismos que son los supuestamente tradicionales asiáticos? ¿Están en agonía las calles del DF, o más bien sólo están ocultas, al margen de los ejes y distribuidores viales? ¿Es realmente cierto que a partir de 1968 la capital se tornó “invivible”, o simplemente se convirtió en muchas ciudades diferentes y emparentadas dentro de un mismo espacio, como les sucedió en su momento a Londres y París?
Gallo se responde: “[…] ninguna de las teorías analizadas […] sirve para entender las complejidades de la Ciudad de México. La ciudad no vive en el pasado […] sino en el presente. Y aunque haya partes de la capital, como Santa Fe, que corresponden al modelo de ‘ciudades genéricas’ presentado por Koolhaas, hay muchas otras […] que están llenas de vida y en donde encontramos el ‘modernismo callejero’ del que hablaba Berman.”
En fin, cómprense el libro si no les parece muy caro. Por y pese a sus defectos, es muy estimulante.
(Una duda me corroe: esta reseña ¿es obra del chilangocentrismo?) –
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