Mohamed Jatamí, el presidente iraní que gobernó durante ocho largos años el país, en medio de una oleada de expectativas de reformas económicas y liberalización política, debió haber abandonado el cargo al final de su primer período en el 2001, y denunciado el sistema que lo inmovilizó políticamente y enterró cualquier intento de reforma desde el principio de su gobierno. Jatamí, un hombre ilustrado que, por lo demás, conocía al dedillo el sistema totalitario que montó el ayatolá Rujolá Jomeini, sabía que la mezcla de normas democráticas y leyes religiosas que enmarcan la política iraní es imposible como fórmula de gobierno, y que, en el enfrentamiento entre los representantes electos por el pueblo y los representantes nombrados (autodesignados) “por Dios”, estos últimos tendrían siempre la última palabra. El anunciado triunfo de los clérigos fundamentalistas que encabeza el ayatolá Alí Jamenei, sucesor de Jomeini, no ha sido ni será resultado de la inspiración o del dedazo divinos, sino del control que mantiene la elite clerical sobre las instituciones estatales. El poder judicial cuya única norma legal es la sharia o ley islámica está a su servicio, así como las fuerzas armadas, incluyendo a los “guardias revolucionarios”. Los clérigos fundamentalistas dominan todos los organismos de control social y político como la Asamblea de Expertos o el Consejo de Guardianes que deciden incluso qué candidatos pueden ser postulados en las elecciones.
Jatamí se sometió al corset político diseñado por Jomeini bajo el falso supuesto de que el entusiasmo de millones de votantes, que lo llevó a la presidencia, quebrantaría el poder de los clérigos y le permitiría llevar a cabo las reformas que sus seguidores esperaban. Su primer período de gobierno fue un rosario de fracasos. Cuando fue reelecto, sus objetivos se habían reducido a introducir reformas a cuentagotas y limitar en una mínima medida los excesos de los fundamentalistas. Jatamí pasará a la historia por sus intenciones, pero no por sus logros.
Desafortunadamente, será recordado también como el político moderado que abrió las puertas de la presidencia iraní a un fundamentalista ultraconservador y populista, el ex alcalde de Teherán, Mahmoud Ahmadinejad. El nuevo presidente barrió con el candidato favorito, Rafsanjani, al obtener 62 por ciento de la votación final a fines de junio. La estrategia del nuevo presidente se montó en el descontento generado por la crisis económica y el desempleo que privan en el país. Ostentó desde el principio de la campaña una austeridad espartana y se apoyó en el hecho de ser un hombre común de origen humilde. No obstante, Ahmadinejad triunfó básicamente porque el desempeño de Jatamí deslegitimó a los moderados: como señaló un editorial del Financial Times, nada desgasta más la causa reformista que prometer y no cumplir.
La elección de un presidente conservador asegura al ayatolá Jamenei un control sin fisuras sobre el país por cuatro años. La consolidación del régimen islámico en Irán tendría importancia tan sólo para los iraníes, si fuera un sistema autárquico limitado a aplicar el fundamentalismo dentro de sus fronteras. Pero el sistema establecido a fines de los años setenta por Rujolá Jomeini ha sido expansivo desde sus inicios. Ha dedicado parte de los ingresos petroleros del país a financiar diversas organizaciones terroristas islámicas en especial al grupo libanés Jezbolá y, a través de él, a agrupaciones palestinas como Hamas y, en un vecindario por demás explosivo, ha construido instalaciones que pronto tendrán la capacidad para desarrollar armas nucleares.
Por años, Occidente ha estado dividido frente a la amenaza que representa un régimen que tiene el designio de exportar el fundamentalismo islámico por medio de la violencia, y que está empeñado en producir armamento nuclear. Mientras Estados Unidos ha pedido aplicar sanciones a Teherán a través del Consejo de Seguridad de la ONU, Francia, Alemania e Inglaterra formaron un equipo negociador, conocido como UE3, para congelar los anhelos nucleares iraníes. Teherán jugó al gato y al ratón con los países europeos por largo tiempo: negó estar produciendo uranio enriquecido, para aceptarlo después, y firmó acuerdos que aseguraban solamente una contención temporal y aparente, como el protocolo suplementario del Tratado de No Proliferación Nuclear, que Irán podía abandonar en cualquier momento.
Recientemente, la posición iraní se ha endurecido. A principios de mayo, Kamal Jarrazi, el secretario de relaciones exteriores iraní, informó a la Asamblea de la ONU que su país proseguiría la producción de uranio enriquecido “para fines pacíficos”. Días después, Teherán estableció que, si su caso se lleva al Consejo de Seguridad, reiniciaría actividades en la planta de Natanz, que tiene la capacidad para enriquecer uranio. Dado que la posición del UE3 rechaza categóricamente la posibilidad de que Irán produzca ese material, la reanudación del trabajo en Natanz mataría cualquier posibilidad de un arreglo negociado. Ello abriría las puertas a los halcones estadounidenses, que abogan por aplicar sanciones a Irán o por recurrir a una solución armada, o aceleraría, con el acuerdo del presidente Ahmadinejad, la producción nuclear iraní. Cualquiera de las dos opciones multiplicaría la inestabilidad política, no sólo en el Medio Oriente, sino en el mundo entero. –
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.