Me llamo Alejandro. No uso Twitter ni Facebook. Soy migrante digital y desde que tengo memoria han existido los multifuncionales. Los periódicos de mi infancia y adolescencia eran multifuncionales. Primero se leían como noticias de actualidad y pasado ese momento de sorpresa inaugural, se consultaban como documentos con valor histórico. Luego, cumplían distintas funciones: abanicarse y matar moscas en los días de más calor, envolver frutas mientras maduraban durante la temporada de frío; de ahí salían letras y palabras que iban a parar a las tareas escolares; servían para atraer unas veces y espantar otras, según se requería, a los perros de casa; para empapelar los pisos de las jaulas de los canarios de mi abuela y ejecutar todo tipo de papiroflexia: barcos de papel en los días de lluvia, gorros de pirata siempre, papalotes para los días de sol, piñatas para las fiestas. Algunos de ellos quizá sean muy antiguos. El baciyelmo del Quijote era bacía de barbero (un recipiente con una escotadura para encajarlo en el cuello del usuario) y yelmo de guerra. La navaja suiza se patentó por allá de 1891.
Durante la primera mitad de mi vida (ando en los cuarenta), los límites entre las funciones eran más claros: el teléfono servía para llamar a alguien; en la televisión alternaban noticias, programas y películas; las fotos provenían de una cámara fotográfica y la presencia de un rollo de 12 o 24 exposiciones invitaba a seleccionar escrupulosamente lo que se fotografiaba; en la agenda se anotaban los teléfonos de interés; sumábamos en la calculadora (pero también mentalmente); en el calendario se agendaban las citas; el correo no se consultaba, sino que llegaba a casa repartido por un simpático cartero humano (y pensar en drones que lo repartieran solo era concebible en un escenario apocalíptico como de La guerra de los mundos). Los SMS se llamaban telegramas y eran sobrios como ningún SMS de hoy: felicitaciones de cumpleaños, notificaciones de herencias, citatorios del juez. Compartían, quizá, una fuerte debilidad por las abreviaturas y las ortografías aberrantes. Sobre las redes sociales virtuales no hay mucho que decir: se charlaba con la gente en los cafés, a la salida del cine o el teatro, en los parques, en la escuela, en el trabajo. Eran redes sociales, pero nadie tenía que conectarse… uno simplemente se encontraba y ya. En las fiestas, contábamos chistes y cada quien ponía su granito de sal para darle más sabor al chascarrillo… no los reenviábamos. Cantábamos juntos; nadie ponía la lista de reproducción de su celular. Nadie respondía con emoticones, sino con sonrisas y argumentos reales. No había teléfonos inteligentes… los inteligentes solíamos ser nosotros.
Han cambiado las tecnologías y con ellas, a veces sin darnos cuenta, muchos de nuestros hábitos. No creo aquello de “todo tiempo pasado fue mejor”, pero sí que las cosas hoy son diferentes. Los multifuncionales sacaron las redes sociales de la computadora personal para llevarla literalmente hasta la palma de nuestra mano. Antes, escribíamos en un diario personal lo que nos daba la gana y rara vez lo mostrábamos; acumulábamos recuerdos en un scrapbook o libro de recortes cuyo sello se mantenía inviolable incluso para nuestros seres queridos más cercanos (quizá principalmente para ellos): opiniones, algunas pocas fotografías escogidas pese a estar mal enfocadas, souvenirs. Hoy, en la red social, conviven el diario y el scrapbook, pero abiertos a todo el mundo.
¿Cuándo nos volvimos exhibicionistas y compartimos nuestro diario personal con nuestras amistades y con las amistades de nuestras amistades? ¿Cuándo confundimos amigos con contactos? Cuando los programadores y los multifuncionales nos dieron la oportunidad de publicar nuestras entradas, de gritarle al mundo nuestros intereses, de hacer fotos de cualquier cosa y colgarlas en tiempo real, de conectarnos con otras personas semejantes a nosotros que no conocíamos, de diseñar nuestros perfiles y… ganaron dinero con ello.
Como los vendedores ambulantes que aprovechan los embotellamientos para ofrecer sus productos, las empresas explotan el tráfico en redes sociales… solo que en una escala global. Muchas de estas ganancias son directas: las redes sociales populares obtienen dinero cuando venden licencias a los sistemas operativos que hacen más atractivo el multifuncional de moda (y reciben un beneficio inmediato cuando ese mismo dispositivo alimenta la red social con fotos, vídeos y publicaciones). Muchas de sus ganancias son indirectas. La empresa que contrata una página en Facebook, por ejemplo, puede obtener muchos beneficios por un módico pago, de 1 a 5 dólares diarios como mínimo: desde el contador de likes (lo que expresa públicamente la popularidad de la entrada y le confiere prestigio) hasta datos muy precisos de los perfiles de posibles consumidores, lo que sirve para segmentar la publicidad y dirigirla de forma óptima a clientes potenciales idóneos. En la página de Facebook para empresas, se ofrecen estadísticas personalizadas donde, entre otros índices, pueden apreciarse: “datos demográficos, como la edad, el sexo y el lugar, además del horario en que visitó tu página y cómo la encontró”.
Cuando nos damos de alta en una red social virtual y definimos nuestros gustos, ofrecemos inocentemente un perfil de consumo. Nuestra edad y situación laboral expresan índices de poder adquisitivo. Para las empresas, cada usuario de una red social virtual exitosa es un consumidor potencial y están dispuestas a invertir una parte de sus ganancias en él. Una empresa de té, como Boba Guys, invirtió 1 dólar por cliente en publicidad y recuperó su inversión con una ganancia 9 veces mayor.
Que alguien gane dinero con nosotros no es malo. Los periódicos han lucrado con la publicidad desde el siglo XIX. Quizá lo grave sea que nosotros, sin darnos cuenta, hemos perdido libertad y espontaneidad. En la vida analógica, nadie va por ahí diciendo a todo me gusta esto y me gusta lo otro. Nuestro álter ego en redes sociales virtuales no hace otra cosa que pregonar me gusta sin ton ni son. ¿Por qué? En parte, porque no hay un botón de dislike, de no me gusta (pese a haberse anunciado recientemente una iniciativa al respecto). Leyenda urbana o no, se dice que alguna vez hubo uno que duró poco menos de una semana… Tiempo suficiente para demostrar efectos comerciales no deseados. Nadie pagaría por mostrar los dislikes en su página. Ante este fracaso de orden económico, quienes usan las redes se quedaron sin la posibilidad de expresar un dislike ante un abuso, una tragedia, una decisión política perjudicial para una mayoría, una masacre, una guerra inútil… Si la persona no tiene libertad para decidir lo que le gusta y lo que no le gusta… ¿no estamos hablando de un tipo de manipulación? ¿No es un indicio de censura? Si alguien, cualquiera, te propone que le contestes un cuestionario y adviertes que la única opción en el área de respuestas es un SÍ enfático… ¿responderías ese cuestionario sin sospechar de quien realiza la encuesta?
Un día, por supuesto, aparecerá una nueva red social donde habrá un botón de like y otro de dislike y todos abriremos ahí una cuenta. Les avisaremos a nuestros contactos para que se den de alta y seremos nosotros mismos quienes sin cobrar un céntimo hagamos el trabajo de publicidad. Disfrutaremos este triunfo social por un momento. Seremos muchos. Sentiremos que hubo un progreso y que ese día empezamos a ser más libres. Podremos gritar al mundo lo que sentimos y nos escuchará. Nadie volverá a decirnos qué decidir… tendremos dos botones para expresar todo aquello que nos hace humanos. En riguroso lenguaje binario.
Profesor investigador de tiempo completo de la Universidad Autónoma Metropolitana - Iztapalapa. Doctor por El Colegio de México y Licenciado por la Universidad Veracruzana.