Toño Salazar Expedicionario del siglo XX

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En diciembre de 1937, en París, el poeta Juan Larrea escribe: “Quién hubiera dicho que Picasso, el eterno disidente, tomaría la actitud admirable que hoy sostiene mientras tantos otros eluden compromisos y escurren el bulto”. El destinatario de la carta vive al otro lado del mar, en Argentina. Se llama Toño Salazar. Larrea le apremia para que tramite la publicación en Buenos Aires de un artículo suyo con un dibujo de Picasso. “Nos interesa su publicación a causa de la personalidad de Picasso, que es preciso exaltar en bien de la propaganda”, puntualiza. “Ahora es cuando el arte y los artistas entramos verdaderamente en escena, validos de nuestros propios medios”, le dice.
     En España corrían días terribles. El 26 de abril de ese año las fuerzas aéreas falangistas habían destruido Guernica. Picasso, nombrado director del Museo del Prado por el Frente Popular, preparaba a pedido del mismo Larrea un mural destinado a engalanar el pabellón español de la Exposición Mundial de París. Después del bombardeo pintó Guernica, que inmediatamente se convirtió, para los tiempos que corrían, en un símbolo de la nueva unión entre el arte, la política y los acontecimientos históricos.
     En Buenos Aires, Salazar había nacido a una nueva etapa como un ácido comentarista de la actualidad política. Larrea parece al tanto: “sé con la satisfacción consiguiente que estás hecho un miliciano de cuerpo entero”. Salazar debió sentirse a gusto con este tipo de alusiones. Los eventos en España le estaban golpeando, y no parecía dispuesto a quedarse sin devolver el golpe.
     ¿Quién es este desconocido a quien Larrea escribe con apremio? Henri Cartier-Bresson lo fotografió muy joven en París. Algunos de sus grabados, con otros de Picasso y Miguel Covarrubias, se conservan en la colección Gudiol de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. Alfonso Reyes, Luis Cardoza y Julio Cortázar lo recordaron como un renovador de la caricatura…
     La citada carta de Larrea ha permanecido sepultada con otras decenas de cartas y centenares de caricaturas, bocetos, estudios, fotografías, recortes de periódicos y revistas que Toño Salazar cargó a lo largo de su carrera de más de sesenta años como dibujante, ilustrador, caricaturista y escritor. Ese fondo recién comienza a revelarnos su personalidad y obra.

El terror a lo vernáculo
     Salazar se había establecido en Buenos Aires en 1935, después de una larga parábola que inició con su salida de El Salvador. Nacido en 1897, causó una enorme impresión entre los letrados salvadoreños cuando mostró sus caricaturas. Los cronistas pregonaron el nacimiento de una estrella. “Salazar va hacia la gloria. O la gloria viene hacia él”, escribió uno de ellos.
     La suerte comenzaba a sonreírle. No sin dificultades, sus padrinos habían conseguido arrancarle al presidente un boleto a México. Para justificar una pensión del gobierno de sesenta dólares mensuales, el joven Salazar fue nombrado adjunto al consulado salvadoreño en México. Se embarca el 13 de febrero de 1920. Tiene la pinta de un adolescente, pero está por cumplir 23 años.
     En México se vivía un ambiente increíble. “Ardiente, embaucador… todo era pólvora y milagro de vida”, escribe años más tarde. El asesinato de Emiliano Zapata había ocurrido dos años antes. El periodo militar de la Revolución había cerrado y el mundo cultural no le dio la espalda a ese momento. Muchos creadores e intelectuales, como ha dicho Octavio Paz, se sometieron al demonio de la eficacia y, a la postre, sacrificaron sus obras personales. Amigo de causas y utopías, sin embargo, Salazar vivía una revolución personal. Una nota en El Día, escrita poco después de su llegada, detalla: “Salazar vive una vida de duende y de genio. Ahí, ese joven artista produce casi en la sombra una serie interminable de caricaturas, cuadros, apuntes rápidos de sus ‘visiones interiores’, ‘sketches’ que recoge en su vida nómada por la gran ciudad”.
     Vivía en hoteles de mala muerte y participaba en las alegres y a menudo escandalosas tertulias de la bohemia. En la biografía escrita por Fernando Vallejo sobre Porfirio Barba Jacob, Salazar aparece al lado del poeta fumando marihuana en el momento que llega, furioso, José Vasconcelos a reclamarle al colombiano los hirientes editoriales que dedicaba al presidente Obregón. La bohemia no le impidió trabajar. En la Escuela de Bellas Artes ayudaba a moler los colores que preparaba Carlos Mérida y miraba trabajar a Diego Rivera, ya célebre.
     Parecía tener prisa. Pocos meses después estaba publicando caricaturas en El Universal, La Falange, Zig-Zag y El Heraldo. Más tarde, Salazarcito, como lo llamaba Barba Jacob en sus arrebatos homoeróticos, se encuentra entre los firmantes de una Federación de Intelectuales Hispano Americanos, una iniciativa de Ramón del Valle Inclán, donde aparecen como adherentes algunos de los futuros “caudillos culturales” de México: Vasconcelos, Jaime Torres Bodet, Vicente Lombardo Toledano, Manuel Gómez Morín y Daniel Cosío Villegas. A finales de 1921 El Universal Ilustrado anunciaba con gran despliegue la incorporación de Toño a su equipo editorial. Pero la meta es París, es decir, la gloria. Efectivamente, un año más tarde, se embarca a Europa. Pasa las navidades y el fin de año en Holanda. Y el 6 de enero toma el tren a París.
     Cuando Salazar llegó a Europa, el mundo estaba girando a gran velocidad. Joyce recién había publicado Ulises; el hallazgo de la tumba de Tutankamon despertaba la curiosidad del mundo. Aunque había otras nuevas menos encantadoras (Mussolini daba un golpe fascista en Italia), París era una fiesta. Se instaló en el Hotel de Bloise, en la rue Vavin, en las proximidades de la espina dorsal de la cultura europea, el bulevar Montparnasse. Luis Buñuel dice en sus memorias que en el París de esos años había no menos de 45 mil pintores, y que la mayoría de ellos frecuentaba Montparnasse. Salazar llegó a moverse en medio de esa nata como pez en el agua.
     Las publicaciones salvadoreñas le seguían los pasos. Así sabemos que llega hasta las páginas de Comedia, el primer diario de la vida artística parisiense. Ingresa al círculo de Le Matin. Expone en el Salón de Humoristas de La Araña, donde debutan Marc Chagall y Foujita. Publica caricaturas en Vogue y Blanco y Negro; Enrique Gómez Carrillo lo conecta con los periódicos argentinos. “París me trata divinamente bien, mejor que México”, canta Salazar. Sin embargo, a pocos meses de su llegada, la inesperada noticia de que su pensión ha sido interrumpida levanta el polvo de su habitación. Busca apoyo. Desde su escritorio en la embajada mexicana, Alfonso Reyes apela a la “comprensión y bondad” de un alto funcionario salvadoreño. Con un dejo patético, escribe: “se ha quedado completamente en el aire. Ayúdelo Ud. se lo ruego”. Sus súplicas no fueron escuchadas.
     La amistad de Salazar y Reyes se vigorizó en las reuniones del grupo de latinoamericanos “afrancesados”, como algunos los tildaban, que se reunían en torno a la poeta Gabriela Mistral. Estos reproches quizá los hacían reír. Años más tarde, en un arranque de franqueza, Salazar les daría la razón, cuando escribió algo que jamás dijo en público: “tengo terror a lo vernáculo, al estrecho campanario”.
     En París, sus ilustraciones y caricaturas alcanzaron un brillo extraordinario. Variado, abundante en propuestas, incesantemente activo. Uno de los lugares comunes sobre su obra dice que sus personajes gozan de “penetración psicológica”. Agreguemos que comparten un código: sonríen, sueñan, trasuntan alegría y libertad. Parecen informados del papel en la renovación del mundo —del reír y el llorar— que protagonizaban. Las caricaturas de Salazar son un caracol que los contiene. No son necesariamente cómicos; más bien, tiernos, pero carecen de sensualidad. Su libro Caricaturas (1930), prologado por Kees Van Dongen, contiene una selección de algunas de sus caricaturas de Stravinski, Moïse Kisling, Blaise Cendrars, André Salmon, Maud Loty, Kiki… para nombrar a unos pocos.
     Cuando el libro se publica, Salazar está haciendo maletas. La gloria brilla, pero no es oro. Tiene un nuevo destino: Nueva York. “Necesita dólares. Muchos dólares”, sentencia Enrique Gómez Carrillo en el abc de Madrid. Salazar mismo había dicho: “Nueva York me dará todo el oro que necesito para realizar mis sueños… para satisfacer todas mis ambiciones y todos mis apetitos de hombre, incluso la estúpida costumbre de comer”.
     Desde el mirador de sus aprietos económicos, Nueva York era una de esas máquinas que vomitan relumbrantes monedas. No sólo lo atraía el oro de yanquilandia. Allá lo esperaba Carmela Gallardo, una guapísima salvadoreña nacida en Londres, proveniente de una familia acomodada, a quien conoció en París. Contrajeron nupcias el 15 de diciembre de 1930, y nunca más se separarían. Satisfacer ambiciones y apetitos, todo a un tiempo, resultó complicado. Colaboró haciendo finas ilustraciones para Vanity Fair —más tarde lo haría para Fortune—, pero no obtuvo una plaza fija. Se vio en la necesidad de pedir al consulado de su país un documento que lo acreditara como un estudiante pensionado por el gobierno de El Salvador. Algo de falso había en todo aquello. El matrimonio Salazar decidió volverse a París.

Expedicionario del siglo XX
     Cuando en 1940 los blindados de Hitler entraron rugiendo en las Ardenas, Salazar tenía cuatro años de trabajar en Buenos Aires. La bohemia de París se había quebrado con la crisis. Los amigos estaban dispersos por el mundo. En 1934, algunos de ellos intentaron reagruparse en la Expedición México-Buenos Aires. La idea no podía ser más extravagante: realizar en toda Hispanoamérica investigaciones etnológicas, sociales, geográficas y artísticas para darlas a conocer en Europa. El proyecto naufragó en México por falta de fondos. Henri Cartier-Bresson, uno de los enlistados, se quedó por un tiempo, antes de sentirse reclamado por la guerra de España. Salazar se embarcó para Argentina, donde le ofrecieron un puesto. Llegó precedido de la fama. Poco después, la guerra de España le tocaría la puerta.
     Hasta entonces, las caricaturas de Salazar hablaban de un mundo inteligente, donde la audacia y la inventiva hacían prodigios en los cafés y gabinetes de estudio. Las herramientas de sus personajes son, naturalmente, lápices, pipas humeantes, libros, acordeones, caballetes y estrafalarios sombreros. Pero en 1936, Europa estaba colocada como para una fotografía de boda, ante los cañones nazis. La imagen proviene del conocido texto de Malraux sobre un grupo de republicanos que es pasado por las armas. Había llegado la hora de la acción. “Ahora es cuando el arte y los artistas entramos en escena”, decía Larrea, metido a propagandista, antes de que la guerra lo empujara a México, y luego a Nueva York, y después a Buenos Aires… El itinerario, como vemos, no fue exclusivo de Salazar.
     Cuando Mussolini invadió Etiopía, Salazar desplegaba fantasía ilustrando cuentos para niños. Los acontecimientos produjeron el cambio más drástico de toda su carrera. En las caricaturas que dibuja sobre las fuerzas italianas en África no hay nada que recuerde a los agraciados engendros de Montparnasse. Son dibujos que parecen ejecutados al lado de los telex que traían incesantemente las novedades de la guerra. Por ocho años, casi a diario, publicó caricaturas políticas, primero en Pregón y Crítica, luego en Argentina Libre y Anti Nazi. Franco, Hitler, Mussolini y el general Perón aparecen no sólo como malos y abyectos, sino también como estúpidos. Sus caricaturas comienzan a evocar las sátiras del español Bagaría, que admiró en su infancia. Y como éste, terminó vigilado por la policía. El 24 de mayo de 1945 fue expulsado hacia Montevideo. Intelectuales y artistas de Argentina y Latinoamérica (Rafael Alberti, Alberto Girri, Margarita Xirgú, Atahualpa Yupanqui y Jorge Luis Borges, entre muchos otros) firmaron o se adhirieron a un manifiesto de apoyo a Salazar. Por algunos meses más continuó publicando en Buenos Aires, pero en octubre de 1946 una nota de prensa anuncia el fin de su carrera de caricaturista político. Tiene nuevos planes. Después de ilustrar Leyendas de Guatemala (1945), de Miguel Ángel Asturias, quiere ilustrar El Quijote y La isla del tesoro de Stevenson. Hizo decenas de dibujos extraordinarios, a lápiz, hasta ahora casi desconocidos, que nunca se publicaron. Volvió a Buenos Aires, donde mantuvo conexiones con los círculos antifranquistas, pero con un perfil más bajo. En 1949 realizó la serie de geniales ilustraciones para las Coplas de Juan Panadero, de Rafael Alberti. Este sería su canto de cisne en la sátira política.
     En 1950, volvió a pasar penurias económicas. A juzgar por su caligrafía, es probable que comenzara a padecer del mal de Parkinson. Una jugada maestra de su amigo Julio Fausto Fernández, apoyado por Gabriela Mistral, consigue que Salazar sea nombrado cónsul en Uruguay. En El Salvador era visto como filocomunista. Salazar desconfiaba de los ricos salvadoreños. “Un día los tomaremos de sus cuatro patas doradas y los empujaremos a la ilustre llama intestinal del [volcán] Izalco”, alardea en una carta. Con todo, aquel nombramiento le ofreció una ventana, y se lanzó por ella.
     Después de 33 años de ausencia, Salazar regresa a El Salvador. La curva de la parábola comienza a cerrarse. Fuera de sus actividades diplomáticas, en los próximos años hará muy pocas cosas nuevas. El Parkinson se ceba en él. En 1957, Asturias le escribe a París, a donde Toño ha vuelto como embajador, pidiéndole que ilustre una edición de El señor presidente. “Le di [al editor Gonzalo Losada] la gran noticia de que tú estabas casi curado del temblor de tu mano, y que ya te sentías con capacidad de dibujar”. El proyecto no culmina. Se conservó todavía en activo hasta mediados de los años setenta, escribiendo sus memorias, ilustradas por él mismo, en un periódico salvadoreño. Son más de un centenar de caricaturas que, si bien conservan su destello, resultan una rehechura del estilo de las de París. Sólo así pudieron sus paisanos comenzar a familiarizarse con el trabajo de aquella celebridad que parecía vivir en un diálogo con sus personajes, con los cuales tendió un puente entre el arte y el periodismo. Un puente que pocos cruzaron.
     En el Salvador se convirtió en el “habitante extraño” que siempre se consideró. Comenzaba la guerra. Sus “muñequitos parisinos” se miraban como inútiles preciosidades, y sus sátiras políticas contra el general argentino resultaban terribles espejos para los jefes salvadoreños. En cierto modo, ese final no podía ser más odioso. Salazar murió en diciembre de 1986. Su desdén por lo “nacional”, sus vasos comunicantes con el periodismo y las artes, su sentido de la eficacia, el carácter perecedero de sus soportes de trabajo, su ironía y su inteligencia, quizá le otorguen la oportunidad que no tuvo en el siglo XX. –

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