Jean-Yves Jouannais, Artistas sin obra: «I would prefer not to»,Prólogo de Enrique Vila-Matas, Traducción de Carlos Ollo Razquin, Barcelona, Acantilado, 2014.
Quizás el mundo ya no necesite más historias del arte y de la literatura que incluyan a los “imprescindibles”, es probable que ya no haga falta que nos recuerden los nombres de Cervantes, de Dante y de Shakespeare; de Caravaggio, de Rembrandt y de Velázquez. Y no porque sus obras estén agotadas, sino porque tal vez el desarrollo de nuestro presente puede enriquecerse aún más con las listas heterodoxas, con lo ajeno al canon; finalmente, como afirma Jean Dubuffet, “la idea de que los escasos hechos y las escasas obras que se han conservado del pasado son forzosamente lo mejor y lo más importante del pensamiento de esas épocas es una idea ingenua. Su conservación es tan sólo el resultado de que un pequeño cenáculo las ha elegido y aplaudido eliminando las demás”. Y para mí, ése es el principal valor de Artistas sin obra. Una historia del arte que hace a un lado las obras maestras y los nombres consagrados en pro de una verdad más profunda. Aquí se privilegian la novela escrita en la imaginación, el cuadro destruido, la obra inconclusa, el manuscrito tachado, el lienzo borrado, el poemario rechazado; pero también al copista, al dandy, al flâneur, al rezagado y al idiota. Todo y todos parte de esa misma constelación que occidente se ha empeñado en llamar fracaso. Lamentablemente, al presente le importa el éxito antes que lo genuino, porque los exitosos encajan en la lógica industrial y los malogrados no. Pero no nos confundamos, este libro no trata de los perdedores y agachados; todo lo contrario, los artistas aglutinados en esta historia son hombres ambiciosos y lúcidos que, no obstante, decidieron –o les fue impuesto por su propia vanidad– el camino del silencio. La mayoría de ellos tan sólo dejó un puñado de cartas a familiares y amigos, algunos esbozos y notas inconexas, que, sin embargo, han bastado para probar la altura de su genio. Por ejemplo, una decena de cartas cruzadas entre Bretón y un menos conocido Jacques Vaché fueron suficientes para que el surrealismo se configurara como tal; una nutrida correspondencia entre un joven Marcel Proust y Félicien Marbœuf, un dandy muy bien conocido en los círculos artísticos de París de finales del siglo xix, fue la génesis de En busca del tiempo perdido;y fue ese mismo personaje el que años antes, con su silencio, sirvió de inspiración a Flaubert para escribir La educación sentimental. Y podría continuar con las menciones, pues los registros de quienes optaron por la no-creación es mucho mayor que la de quienes decidieron sí construir una obra. En esta dirección, podemos afirmar que Jean-Yves Jouannais es, sin duda, un curador impecable que no titubea a la hora de construir su selecto antimuseo. Una condición: ninguno de los personajes de esta muestra dejó una huella material representativa, pero a cambio, con su gesto y fingida ausencia terminaron por cambiar, en los casos más extremos, el curso del arte y de las letras. Con sabiduría, Bram van Velde confesó en alguna ocasión: “Hay que saber no hacer carrera”.
Tal vez la historia del arte, y la Historia en general, se defina mejor por sus ausencias, por aquello que pudo ser y no fue. Por mucha visión, por mala fortuna o por soberbia. Y es que en esos agujeros se afirma la posibilidad, en este caso del arte, para asombrar y hacer callar al mundo. En los casos presentados en Artistas sin obra la no-obra no es de ninguna manera un ejercicio de humildad, sino de conciencia y amor al arte. Pero no amor al arte como privación de la obra a causa de un misticismo o una ascesis en busca de Dios; pues sería un desatino pensar que Artistas sin obra se trata de un elogio a la pureza, a lo blanco y al vacío. Por difícil que parezca, aquí, la actitud de rechazo es más bien un acto excesivo y violento contra la forma, contra lo absurdamente material, contra la ridícula dependencia del ser humano a la retina y al tacto. No producir no tiene casi nada que ver con el pudor; aquí, no producir es más bien una manifestación, una postura. En lugar de trabajar, decidir no hacerlo. En este sentido, un no-creador es un rebelde que se resiste a la inercia del capitalismo, un huelguista en contra de las sociedades de consumo. “No producir, producir apenas o producir sin mostrar son, pues decisiones que no se limitan a una simple casuística moral […], sino que evidencian la estrategia política”. El improductor como poeta del gesto: poesía contra la distribución, la mercantilización y la campaña. En otras palabras: negarse a realizar una obra es negarse a las posibilidades de que esta se convierta en un objeto susceptible a los análisis formales, o, en el vulgar ornamento de diletantes e intelectuales.
¿Por qué tanto artistas como escritores apenas les llega una idea de inmediato se quieren poner a trabajar? ¿No es igualmente válido recibirla para simplemente degustarla y callarla para uno mismo? Ni el cuadro ni el libro hacen al artista, ¿o acaso todos aquellos autores apilados en las librerías o en las galerías de arte lo son? Dubuffet decía que “la idea occidental de que la cultura es una cuestión de libros, de cuadros y de monumentos, es infantil”. En verdad, artistas hay muy pocos y entre ellos están los que producen, por una imposibilidad de contingencia –una honesta necesidad de decir–, y los que no producen, por un deseo explícito de callar o una discreción semejante a una penuria. Decidir juzgar como no-artistas a aquellos que se niegan a la materialidad es negar la trascendencia del espíritu y la potencia del arte para dar forma al mundo. Mejor: antes que ser artista, vivir como artista. Lo que no es poca cosa: caminar con calma o de prisa, pero siempre con conciencia del movimiento; comer sin apuros, sabiendo lo que se come; mirar un árbol, pero no llamarlo árbol sino tratarlo por su nombre de pila; apreciar la estructura de un edificio, y saber que en su interior también hay vida; andar por la calle y mirar a las personas, entendiendo que cada una padece su propio cáncer secreto. Aprender a ser todo eso y, no obstante, no producir, ¿en verdad les parece fácil? Se necesita, ante todo, voluntad. Sólo entonces, cuando el artista se resiste a la obra, convirtiendo su ausencia en una promesa eterna, el arte se vuelve, en un sentido explícito, una potente forma de erotismo. “El erotismo del hombre –dice Bataille– moviliza la vida interior; es lo que en la conciencia del hombre pone en cuestión al ser”: la no-obra para mantener la pulsión vital. Hacia el final de su libro, Jouannais no puede sino reflexionar: “cómo no ver que respetar el arte sólo puede consistir en amarlo por lo que es: una vía, no un horizonte; una liturgia, no una religión; una obsesión más que una situación; una galaxia de intenciones intensas”.