Riesgos de la retórica

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Luis Vicente de Aguinaga, Reducido a polvo, México, Joaquín Mortiz, 2004, 108 pp.

 
     En un ensayo publicado hace año y medio (y tras definir como “ejemplar” la aventura poética de José Ángel Valente), Eduardo Milán habla de lo fatuo que es convertir en metodología verbal lo que para otros autores fue creación:

[…] hay un peligro retórico en esta búsqueda de la palabra original o de antepalabra. Es el peligro del fingimiento del límite, de creación de un espacio de fingimiento límite que “parezca” esa instancia radical situada entre silencio y palabra. Lo único que nos hace sortear la retórica, que siempre está presente en el lenguaje, es la experiencia individual del habla poética.1

 
     Me temo que lo dicho por Milán puede aplicarse a buena parte de los poemas de Reducido a polvo, de Luis Vicente de Aguinaga (Guadalajara, 1971), un libro donde la “experiencia individual del habla poética” se ve acotada por las eminentes lecturas que moldean la voz del autor.
     No soy el primero en notar que, a últimas fechas, la escritura de Luis Vicente condesciende a lo que llamaré fabbrismo (otra vez sigo a Milán): apego a técnicas y formulaciones expresivas de muy alta índole, pero asimiladas sólo en sus rasgos externos. Algo parecido expuso Jorge Fernández Granados al reseñar Cien tus ojos. Otro tanto dijo hace muy poco, a propósito de Reducido a polvo, Luis Felipe Fabre.
     Luego de El agua circular, el fuego y La cercanía, libros que revelaron a de Aguinaga como uno de los más interesantes poetas de su (mi) generación, Reducido a polvo acusa un desgaste cuya fuente es, me parece, el empecinamiento: reiteración de campos semánticos y tics sintácticos, metalecturas (de Octavio Paz, de Valente, de Gamoneda) cuya devoción produce un sesgo paradójicamente neoclásico, y una vocación por el enmudecimiento tan calculada que, en algunos pasajes, deja de ser insólita para bordar en lo solemne.
     Este señalamiento general, sin embargo, puede ser injusto: el desacuerdo estilístico no basta para desestimar una obra poética. Por ello, he elegido algunos fragmentos de Reducido a polvo en los que, a mi juicio, el apego a la retórica aminora la destreza del poeta. En otras palabras: creo que lo más honesto es señalar cuándo estos poemas fallan en su propia aspiración, y no en la mía.
     Cito casi íntegra la segunda estrofa del poema “Espaldas de la hora” (p. 22):

La pared se ha ido alzando con el día.
     Insectos, perros, manos fatigadas
     como el sol que las impulsa o vientos leves
     apoyan el cuerpo en sus laderas. […]

Siguiendo la veracidad de los sintagmas, en algún momento se nos dice que “manos fatigadas […] apoyan el cuerpo en sus laderas” [las de la pared]. Ya bastante manierista es la enunciación “el cuerpo de las manos fatigadas” (el adjetivo es tan corpóreo que rechaza el tufo a pleonasmo que hay en la duplicación de sustantivos); pero si sumamos a esto la condición general del poema, cuyo campo semántico es predominantemente aéreo (“alzando”, “escalaba”, “lo más alto”, “sol que la impulsa”, “vientos leves”, “va creciendo”, “altura, nubes”), y el hecho de que no haya ninguna otra imagen de pesadez en el poema que nos permita inferir un juego de equilibrio, la frase se nos revela como un ripio de la imaginación, máxime porque subvive semioculta entre sujetos intermedios, disfrazada de ritmo.
     La siguiente cita pertenece al poema “Guardia” (p. 29):

[…] Aun
     (“rojo se eleva en el estanque
     verde el pez”) lo fugaz brota de la
      calma.

Me demoro en el sintagma externo, que declara sentenciosamente que incluso “lo fugaz brota de la calma”. Me pregunto: ¿no será precisamente de la calma de donde “brota” (y el uso de este verbo importa) lo fugaz?… Quiero decir, a río revuelto ganancia de pescadores, una sucesión de relámpagos aminora la sensación de fugacidad con la que percibiremos el próximo, y en el caos (para ir a los extremos) la velocidad es tumultuosa, mientras que “lo fugaz” tiende a una vida mental más íntima. Pongo dos ejemplos simples: la mise en scène típica de la estrella fugaz (un rayón solitario en un cielo sin nubes) y la silenciosa expresividad de La tempestad, el cuadro de Giorgione.
     ¿Qué se legitima en estos versos de Luis Vicente de Aguinaga?… Una sentenciosa manera de falsificar una percepción. Lujos que un poeta no puede darse.
     Hay otros pasajes en que la inexactitud cede terreno a la obviedad, como en el poema “El público” (“En las palomas de la plaza / cultiva su auditorio más ilustre / la voz que las ahuyenta”, p. 44) y en el final de “Guerreros en el desierto” (“como lógicamente corresponde”, p. 52). O bien, la obviedad se manifiesta como una vinculación a la estética del silencio cuya factura es predecible:

Y fuera ese otro lado, ese momento
     aquello que no es donde
     aquello que se ignora
     y desconoce nuestras puntas, nuestros extremos,
     nuestros límites
     y no sabe de mí. (p. 73)

(¿Puede “aquello que no es donde” no “desconocer nuestros límites”?… Percibo aquí una empobrecedora reiteración de lo que pudo ser una percepción más honda.)
     Reducido a polvo es un libro que contiene algunas imágenes entrañables, poemas —”Fragmento”, “Western”, “Lo de los grillos” (mira qué versos tan bellos: “bengalas / tras el naufragio del sonido”, p. 62)— que merecerían un contexto mejor. Opino que el prestigio de ciertas nociones estéticas está afectando negativamente (como se discute a últimas fechas) ya no digamos el ámbito de nuestra poesía, sino, simple y llanamente, la capacidad de nuestros mejores poetas para distinguir el grano de la paja. La retórica es una herramienta invaluable, pero enviciarse en ella adormece las dos cualidades mentales más caras a la literatura: el delirio y el sentido común. –

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(Acapulco, 1971) es poeta y narrador, autor de libros como Canción de tumba (2011), Las azules baladas (vienen del sueño) (2014) y Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino (2017). En 2022 ganó el Premio Internacional de Poesía Ramón López Velarde.


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