¡Quién iba a imaginar hace unos años, cuando empezó a usarse indiscriminadamente, que la denominación light iba a colonizar hasta la literatura! Pues así ha sido. Empezó llamándose literatura ligera (lo de barata sonaba ya algo peyorativo), libros que no hicieran pensar demasiado, que relajaran la mente y los sentidos. ¡Como si nos pasáramos la mayor parte del tiempo pensando y necesitáramos reponernos de tan agotadora actividad! Hoy en día la mayoría de los libros son light, el público no pide otra cosa, no compra otra cosa, y estamos empezando a dar síntomas de desnutrición espiritual. Contra este tipo de desnutrición sólo hay un remedio: tomar pronto algo sólido, algo consistente, en fin, los alimentos de siempre, bien condimentados, bien sazonados, bien cocinados. Por ejemplo, Gottfried Benn.
“Frialdad del pensamiento, sobriedad, máximo rigor del concepto, tener preparadas pruebas para cada juicio que se emite, crítica inexorable, autocrítica, en resumen, el lado creador de lo objetivo […] agudeza en el pensar, responsabilidad al juzgar, seguridad al distinguir entre lo casual y lo sistemático, pero sobre todo el hondo escepticismo que crea estilo”. Todo esto hoy asusta hasta leerlo, y sin embargo esos son los ingredientes de las grandes obras. Tal vez, como en los guisos magistrales, no los distingamos al leerlas, pero la sensación de saciedad, de plenitud, de haber probado algo único que experimentamos al acabar de leer el libro es incomparable.
Que hubo una vez un viejo mundo que se derrumbó se ha convertido en un tópico tanto para los historiadores como para el público en general. Doble vida es en cierto modo la crónica de aquel derrumbamiento, del derrumbamiento de un principio que aunaba vida y conocimiento, y que, como si fueran fichas de dominó, hizo caer uno tras otro al resto de los principios. Aunque quizá más que de derrumbamiento de lo que se trató fue de desintegración. Desintegración de una herencia compartida, al menos en Occidente, que constituía algo así como el hilo conductor de su historia. Y el hilo se rompió. Tal vez se había tensado demasiado. O quizá se había destensado.
Lo último que se pierde no es, como se suele decir, la esperanza, sino la expresión. Tal vez porque también fue la última adquisición en el proceso evolutivo. Y el hombre, nos dice Benn, sigue teniendo necesidad de expresarse, de definir, de contar, pero ya no tiene nada que contar, o lo que tiene que contar es sencillamente horroroso, la misma historia de siempre, la decadencia, el ocaso, que la cuente como quiera, sólo le está permitido elegir el barniz, el estilo. Si retiramos el barniz, siempre encontramos lo mismo. Y entonces el hombre se vuelve hacia la psicología y se toma por su propio objeto. Mal asunto. “Trata de revisar experimentalmente ese yo […] Intenta tantear sus fronteras, determinar sus proporciones”. Muy mal asunto. ¿Qué puede resultar de todo esto?: “Un yo dividido, experto en huidas, consagrado a la tristeza”. Hoy la palabra tristeza hubiera sido sustituida por depresión. Un fantasma recorre el mundo: la depresión. Esta podría ser la esencia, el impulso creador, el trasfondo, de Doble vida, un libro que para mí está a la altura de algunos de los de Nietzsche. Las disquisiciones que contiene sobre el arte y la cultura no sólo son soberbias, sino que nos aclaran muchas cosas que están ocurriendo hoy, y algunas otras que lamentablemente no están ocurriendo.
Pero hay un tema que no podemos soslayar y que el propio Benn tiene el coraje de aventar en este libro autobiográfico. Benn contemporizó con el nazismo. Escribimos a conciencia contemporizó y no colaboró, como sí en cambio lo hiciera Heidegger, y sus explicaciones, en uno y en otro caso, nunca han convencido a nadie. Esta no es una cuestión de opinión, y menos todavía de matiz. Benn, como decimos, la avienta aquí con total honestidad. No todo lo que pensaba entonces lo piensa ahora (en el momento de escribirlo en este libro), pero tiene el valor de decirnos lo que pensaba (literalmente, transcribiendo párrafos enteros de una carta a Klauss Man que le pedía explicaciones sobre su postura política). Los totalitarismos marcaron a toda una generación. Yo diría que incluso a dos generaciones. A la que los sufrió en sus propias carnes, como se suele decir, y a la siguiente, que no pudo dejar de experimentar sus secuelas. O lo que es lo mismo: a la generación que diezmó, y a la que dejo huérfana y sin herencia que transmitir. Así que también marcó a la tercera.
Hemos podido leer últimamente innumerables descripciones de los últimos años de la guerra en una Alemania destruida que seguía mandando niños y viejos a un frente imaginario. Podría pensarse que no queda ya nada por decir, y sin embargo las pocas páginas que llevan por título Bloque ii, habitación 66 (1944), siguen siendo una magistral lección sobre lo irracional y absurdo de toda guerra. Pero Doble vida es mucho más. Como su título indica, es ante todo una reflexión sobre la duplicidad de todo lo humano, sobre el carácter antitético de casi todo lo que hacemos y decimos. Y no es que nada sea lo que parece, es que además es otra cosa, otra cosa distinta casi siempre, y en ocasiones incluso opuesta a la primera. Así fue siempre por lo visto en la vida de Gottfried Benn, y así es también este magnífico libro. ~
(Madrid, 1950) es crítico literario y traductor. En 2006 publicó el libro de relatos Esto no puede acabar así (Huerga y Fierro).