Algunos narradores apenas ejercen violencia sobre las palabras. Si la falta de extensión anima a una economía de medios como es el caso del cuentista, dicha economía no va a estar exenta de la complejidad intrínseca del tema. Un relato breve de Henry James parece a primera vista menos complejo que alguna de sus largas y concéntricas novelas. Sin embargo, también ha tenido que ser resuelto por dilatadas aplicaciones temporales. Los relatos de Joyce varios de ellos, como los de James, obras maestras del género son ejemplo de la necesaria ecuanimidad sintáctica para cumplir la tarea propuesta, no así el Ulises y mucho menos el Finnegans Wake, cuyas abruptas soluciones de continuidad excluyen la posibilidad de ser leídos cómodamente junto al fuego.
En el ensayo Franja intermedia, confesión de su poética, situando a los chimpancés en la necesaria zona media entre cielo y tierra, el escritor mexicano Fabio Morábito explica la narrativa como un acto de medianía, de un estar alerta a los asaltos de los depredadores tanto de arriba como de abajo, experiencia que desarrolla inevitablemente la inteligencia, lo mismo de los lectores que de los chimpancés:
Han elegido, en otras palabras, el suspenso, que es el alma de todos los relatos. Estos últimos nacen de una zona intermedia en donde, a cambio de cierta seguridad física, experimentamos, lo mismo que los chimpancés, una inseguridad psíquica que impide que nuestro espíritu se especialice en alguna dirección y se adormezca. La función de los relatos, justamente, es desadormecernos, elevándonos por encima de nuestras tareas aprendidas.
Los cuentos de La vida ordenada, aunque muestren trazas de filiación con los relatos de Cortázar y Felisberto Hernández, se han escrito con una sobriedad y una contención imaginativa que los aleja de la literatura mágica o fantástica tout court. Cortázar prefería los exultantes golpes verbales excepto en cuentos como “Casa tomada” y “Ómnibus” para poseer al lector, y Felisberto, más cercano a los procedimientos de la poesía ”A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta” (Explicación falsa de mis cuentos), envolvía pacientemente al lector en anillos inacabables.
En dos relatos anteriores al libro La vida ordenada ”Las madres” y “El turista”, del volumen La lenta furia, Morábito muestra con mayor elocuencia narrativa sus recursos. En “El turista”, el conde recién llegado a la comarca es invitado a ver lo que siempre ha habido ante sus ojos, siempre y cuando se lo cuente algún observador perspicaz. El sonriente doctor Patak le explica:
Entendemos, pero no puede marcharse de Werst sin ver la Mosca de Frick. Frick es uno de los pastores de la aldea. Hay una mosca en su casa que es preciso ver, lleva años viviendo en la cocina. Puede afirmarse que se trata de una mosca domesticada, la primera en su género. Le ruego que nos acompañe, la casa del pastor queda cerca.
Llegaron en cosa de dos minutos a una modesta construcción de piedra con los muros sin encalar y el establo en la parte trasera. Unos niños aparecieron detrás de la figura de Frick cuando éste abrió la puerta. Inmediatamente se abrieron las puertas de las otras casas y varios curiosos penetraron detrás del doctor para ver al ilustre visitante y sólo se detuvieron en el umbral de la cocina del pastor, formando un muro de orejas y ojos. En el centro de la cocina el alcalde Koltz señaló un puntito en la pared junto al fregadero.
Ahí la tiene. Es Adelaida.
La metáfora no como mero implemento retórico de traslación de imágenes de un lado para otro, sino como la gradual construcción de un mundo, de una entidad con sus propias leyes se va desenvolviendo en nuevos pliegues, dilatando las perspectivas topológicas y perceptivas: “Cuando se recobró un poco, después de consumir el ligero desayuno que le preparó el posadero, lo llevaron a ver El Recodo Enmohecido del Conducto de Desagüe de los Lavaderos Públicos y, en la tarde, El Margen Carcomido de la Contratapa de la Biblia del Señor Tusnesdor.”
En “Las madres”, relato de apenas dos folios, la verosimilitud se suspende entre la efectividad puntual de la narración y las imágenes larvadas ¿del inconsciente?, ¿de la mitología? que soterradamente prestan densidad a las palabras:
Empezaba a principios de junio, a veces antes. Como sea, no era nada agradable estar jugando en casa de un amigo y de pronto, un segundo después de que él se hubiera marchado al baño o a la cocina por un vaso de agua, ver salir del cuarto de al lado a su madre toda desnuda y disponible.
[…] Caer en poder de una madre significaba quedar apresado en sus garras todo el mes de junio. Del atardecer en adelante había que tener cuidado con las que seguían apostadas sobre los árboles. De ordinario andaban desnudas encaramadas en algún tronco, con los senos hinchados, y los niños se divertían lanzándoles objetos filosos con sus resorteras.
Los relatos de La vida ordenada, aunque oculten con mayor o menor fortuna tales recursos de exploración, se sitúan también en una forma de prosa que sólo puede ser postulada por determinada categoría de escritor que ya no abunda:
[…] el verdadero escritor no aprende a escribir; es más, un escritor es aquel que se niega a aprender a escribir. Si de verdad aprendiera a escribir, podría escribir cualquier cosa, que es lo que no debe hacer un escritor. Si algo aprende, es a escribir aquello que está escribiendo, lo cual representa un aprendizaje nulo, porque apenas le servirá en el futuro. En cambio, el falso escritor aprende un oficio y se agencia un estilo con el cual tiene la confianza de abrir todas las cerraduras. (Franja intermedia.)
La profesionalización creciente del escritor, entendida como el agotamiento de las formas o la desmesura fraudulenta de las formas dictada por el mercado, instituyen precisamente la desaparición de la “extrañeza” en la literatura, tal vez su valor más significativo.
Los relatos de Fabio Morábito perseveran en esa difícil y estimulante tradición en lengua española militada por cuentistas como Macedonio Fernández, Ramón Gómez de la Serna, Felisberto Hernández, Pablo Palacio, Juan Carlos Onetti, Jorge Luis Borges, Lezama Lima, Calver Casey, Julio Cortázar, Joan Perucho, Virgilio Piñera, Bioy Casares, Juan Benet, Salvador Elizondo, Alejandro Rossi, Juan José Saer, Ricardo Piglia…
La falta de extensión, para este tipo de escritores, concierne directamente a la naturaleza de la literatura, lo mismo que a sus lectores, cuya suspensión del juicio entraña no una exasperante exaltación de las propiedades de la inteligencia, sino más bien un tácito acuerdo con las abiertas posibilidades de la realidad. –