Quiero hacer un poco de historia. No historia con mayúsculas sino historia de la literatura que es más importante que la otra historia.
A mediados de los años sesenta hubo un brote literario que recorrió el mundo. No era el fantasma de la literatura, era literatura viva. Ocurrió entonces eso que se llamó con impropiedad pegajosa el Boom. Ese auge parecía venir de un solo país. Y de hecho cuando se le pregunta a un inglés en la calle que cosa es Sudamérica responderá: “Es un país de América del Sur”. La confusión viene de que hay un país en África llamado Sudáfrica y no es más que un país al sur de África. Pero Sudamérica no es un país: es un continente, y si admitimos a México y a la América Central y el Caribe es un continente y medio con casi veinte países diferentes. La confusión hizo su obra maestra cuando empezaron a venir libros en forma de novelas de todos esos países excepto Brasil en que se habla y se escribe el español en América. Parecía que esa verdadera avalancha de novelas venía de un solo país, para desmentir al crítico literario que enunció: “América, novela sin novelistas.” Ahora era América con demasiados novelistas.
El cataclismo literario comenzó cuando Mario Vargas Llosa fue premiado con el Premio Seix-Barral por una novela titulada La ciudad y los perros. El título no era brillante pero la novela sí lo era. Era una novela moderna escrita con medios modernos. Era casi perfecta: era una obra maestra con imperfecciones. Estaba escrita en un español implacable aunque describiera algo podrido en el Perú. Era exótica y era tóxica: se leía de un tirón de principio a fin y su ambiente una escuela militar y sus personajes algunos alumnos de esa academia eran de carne y hueso literarios. Había pocas novelas, españolas o no, que estuvieran tan bien escritas y si el Premio hizo a la novela, la novela por su parte hizo al Premio. Desde entonces el Premio Seix-Barral cobró un prestigio inusitado. Es más, a partir de ahí los premios dados por Seix-Barral a los novelistas sudamericanos fueron abrumadores. No hace mucho en la entrega del Premio a Gonzalo Garcés un periodista exclamó casi con pena: “¡Otro sudaca!” Lo dijo alto como para que yo lo oyera y lo oí y lo anoté.
Ahora voy a hablar de otro sudaca.
Yo fui miembro del concurso Seix-Barral que premió a En busca de Klingsor. Cuando leí la novela en manuscrito creí que el autor era alemán, tal era su mimetismo. Fue un pequeño error que un alemán no podía cometer (hablar de la conocida avenida berlinesa Unter den Linden y escribir der por den) y ya no pude precisar su origen. El manuscrito venía con un título provisorio y firmado con un seudónimo. Cuando se revelaron el título verdadero y el nombre del autor y su nacionalidad mi asombro se hizo grande: ¡Jorge Volpi era mexicano! Es verdad que la novela estaba escrita en español, pero su lenguaje simulado, el nombre del protagonista y las referencias y revelaciones venían de falsos científicos alemanes con nombre verdadero y su participación en la fallida construcción de la bomba atómica nazi. El mimetismo de Jorge Volpi (y lo digo con admiración) era asombroso, magistral. (La mímesis es la madre de todas las parodias.)
Ya sabemos el recorrido que ha hecho En busca de Klingsor al ser traducida a varias lenguas y hasta he leído la versión al inglés, que con su uniformidad de lenguaje no ha podido imitar las sabias formas del alemán, el inglés y el danés que concibió y ejecutó Volpi. Su novela es un verdadero tour de force y es difícil que tenga imitadoras, pero tendrá seguidores al comprender que un autor que escribe en español puede, como otros autores que escriben en inglés y en otros idiomas europeos, desentenderse no sólo del peso específico (ya estoy hablando como escribe Volpi) del español sino hacer que sus personajes tengan otras lenguas maternas, otras nacionalidades.
(Amphitryon de Ignacio Padilla es otro buen ejemplo de mimetismo creador. Padilla, además, maneja un lenguaje sabiamente depurado. Su novela es estrictamente contemporánea a Klingsor. Lo que la hace aún más interesante, si cabe.)
Basilio Baltasar tuvo una idea peligrosa: animar a una momia. La momia era, ya lo habrán adivinado, el premio Biblioteca Breve, que Seix-Barral echó a un lado un día a la momificación literaria. Muchos aun dentro de la empresa opinaron que no habría vivificación posible: el premio estaba muerto pero no enterrado. Asistí a la ceremonia ¿o era ceremomia? Pero fue el propio Basilio Baltasar el que triunfó ese día y resucitó el premio con un pase de mano y una convocatoria. El resultado lo conocen ustedes; ganó ese primer premio, que era una resurrección, En busca de Klingsor. No era una primera novela (su autor había escrito otras que pasaron inadvertidas), pero era lo suficientemente novedosa como para parecerlo. Como miembro del jurado yo estaba feliz de haber ayudado a premiarla.
Con En busca de Klingsor había nacido, era evidente, otra clase de novela. Era novedosa pero no era derivativa. La crónica de la búsqueda y encuentro con los científicos nazis y alemanes no le debía nada a nadie. Todos, entre los primeros Basilio Baltasar, saltamos de gozo: no era el parto de una montaña sino una rara avis. El parto del arte revivió al premio y a la editorial, y el Biblioteca Breve volvió a tener sentido.
Creo de veras que En busca de Klingsor, como La ciudad y los perros en su tiempo, abrirá nuevos caminos para la literatura que se escribe en español, ya sea de España o de América. Ya está ahí Gonzalo Garcés con su extraordinaria primera novela. Habrá, estoy seguro, otros. Tal vez hasta se oiga de nuevo la vieja queja: “¡Otro sudaca!” Hubo otro título y otro nombre (Mario Mendoza y Satanás) que venían también de América, y algunos críticos se encargaron de denostarla sin emitir la consigna de siempre. Ahora, Adolfo García Ortega había convocado otros demonios al reunir a todos o casi todos los escritores jóvenes de América en un evento cuyo éxito literario era patente. Seix-Barral reunió en Sevilla a todos o aparentemente todos los escritores jóvenes de América que escriben en español. Las sesiones de este congreso mínimo con aspiraciones máximas tuvieron lugar en tres días en Sevilla. Y fue una congregación feliz.
Los diarios de Sevilla y particularmente El diario de Sevilla acogieron el pequeño congreso como la novedad literaria que era. Decía una nota de primera plana: “Los escritores latinoamericanos piden en Sevilla que no les comparen con el Boom de los 60.” La información en las páginas de cultura decía debajo de una foto de grupo: “Los escritores latinoamericanos contra los clichés.” El título mismo acogía el cliché de latinoamericano al designar a los doce reunidos. Pero la intención no estaba lejos de lo que ya había designado Lázaro Carreter como “idea recibida”. A esta hora nadie sabe dónde y por qué se originó el adjetivo pegajoso de latinoamericanos cuando sudamericano habría bastado y sobrado. Pero, en todo caso, los reunidos, como los apóstoles, eran doce. Había sin embargo un decimotercer apóstol que estaba lejos, en México, pero su mensaje era atendible.
Bajo una errata bienvenida decía la información: “Rómulo Gaññegos. Fernando Vallejo donará su premio a los perros de Caracas” y luego continuaba: “México. El escritor colombiano Fernando Vallejo, ganador de la xiii Edición del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos de Venezuela por El desbarrancadero, afirmó ayer que donará los 100.000 dólares del galardón a los perros abandonados de Caracas.” No era una idea original, pero era un buen comienzo aun para la reunión de escritores que venía al lado. “Los participantes en el Encuentro”, decía otra información, “advierten sobre los prejuicios y las comparaciones a los críticos y a los responsables de sus suplementos culturales.” Como no soy crítico ni responsable de ningún suplemento, cultural o no, puedo ampliar la información.
“Sevilla. El Encuentro de Autores Latinoamericanos, promovido por la editorial Seix-Barral y celebrado en la sede de la Fundación Lara, se clausuró ayer con un interesante careo” careo era el nombre correcto para el evento “entre escritores del otro lado del charco y responsables de los suplementos especializados de información cultural.” Y aunque no vi a los responsables, puedo hablar de los aspectos más interesantes del llamado careo que no era un cacareo.
“Se trataba, como detalló Adolfo García [Ortega], director literario del sello”, sin decir que la idea había partido del propio Adolfo en el seno de Seix-Barral, de “motivar un acercamiento” entre unas partes “que siempre están con las espadas no las espaldas en alto, en pugna cordial”. La pugna no es siempre cordial, pero en esta ocasión hubo bastante cordialidad, tal vez porque había una cierta intimidad. Encerrados estaban todos con un solo tema y una pugna cierta o incierta, pero presentada como una realidad: los lectores (y los críticos) españoles acogen (aunque no siempre) toda una literatura diversa como sólo una. El escritor colombiano Santiago Gamboa lo expresó así: “El cliché del escritor latinoamericano pertenece a otra época.” Sin duda, sin ninguna duda.
Hubo doce autores, pero más de doce libros que los representaran. Voy a tratar de enumerarlos uno a uno por razones de espacio. Estaban: Roberto Bolaño (el primero en aparecer por ser el primero en desaparecer: Bolaño dejó, por malogrado, una estela de tristeza: moriría poco después de terminado el encuentro), Rodrigo Fresán (con el volumen más voluminoso: Mantra: solamente la lista de agradecimientos ocupa seis páginas), Jorge Volpi (con El fin de la locura, casi una repetición tan brillante como Klingsor), Ignacio Padilla (con Los antípodas del siglo), Santiago Gamboa (y Los impostores: el autor más verbal, que habló de Roberto Bolaño y su Nocturno de Chile, porque Padilla con su Amphytrion, también premiada, aparece después y antes de la segunda aparición de Gonzalo Garcés con su El futuro, de la que un bien citado blurb dice: “sus temas siempre son tratados con una lúcida y misteriosa distancia”). Todas las mujeres es de José María Conget, mientras los cuentos de Fernando Iwasaki en Un milagro informal son un milagro formal, y Paraíso travel de Jorge Franco antecede a La materia del deseo de Edmundo Paz Soldán, que tiene la cubierta más sexy de todas, y de nuevo y por último Roberto Bolaño nos deja, antes de desaparecer, sus Detectives salvajes, tal vez la mejor de todas las búsquedas formales, informales, infernales. (Hay que decir que las diversas editoriales son todas españolas.)
Cuando la entrevistadora americana, todavía bella, me entrevistó fue para decir: “Uy, ¡cuántos libros!”, y para preguntarme enseguida: “¿Los ha leído usted todos?” “Sí”, le dije, “pero solamente una vez”. Bolaño, que todavía no se había ido, habló del fantasma mayor, Borges. “¿Borges dice usted?” “Sí, Jorge Luis Borges”. “Ah, ¡otro sudaca!” ~
© Guillermo Cabrera Infante, 2003