El cónclave según Stendhal

Esta crónica de Stendhal acerca del cónclave donde fue electo Pío VIII, en 1829, subraya la relativa y asombrosa inmovilidad del papado.
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Hace nueve años, tras la muerte de Juan Pablo II, busqué qué contaba Stendhal de las exequias del papa, habiendo sido testigo como enviado diplomático, de la muerte de León XII, en 1829. Encontré y publiqué aquí, las entradas de sus Paseos por Roma (Serbal, Barcelona, 1987) dedicadas a la muerte del pontífice, en las cuales el escritor francés ofrece no solo la crónica fúnebre, sino su teoría de por qué las mudanzas vaticanas provocan el asombro del mundo, aun de los incrédulos y de los no católicos.

Describía Stendhal, el agnóstico, al papa como un personaje particular y lo hacía en un tono didáctico destinado a aquellos, muy numerosos en su tiempo y quizá también en los nuestros, poco informados de la rareza de la condición papal: “El soberano de este país goza del poder político más absoluto y al mismo tiempo dirige a sus súbditos en el asunto más importante de sus vidas, la salvación. Es un soberano que no fue príncipe en su juventud. Durante los primeros cincuenta años de su vida hizo la corte a personajes más poderosos que él. En general, llega al poder en el momento en que en otras partes se abandona, hacia los setenta años. Un cortesano del papa siempre tiene la esperanza de reemplazar a su amo, circunstancia que no se observa en otras cortes. Un cortesano en Roma, no busca solo complacer al papa, como un chambelán alemán intenta complacer a su príncipe; desea además obtener su bendición”.

Ante la renuncia de Benedicto XVI que lo habría fascinado, agrego lo que Stendhal, periodista antes del periodismo, nos dice del cónclave donde fue electo Pío VIII, que murió poco después. La utilidad actual de sus informaciones subraya la relativa y asombrosa inmovilidad del papado. Cita Stendhal a una fuente bien enterado aunque no identificada, la cual se expresa así de los cardenales:

“Roma podría llamarse la ciudad de las elecciones. Desde el año en que fue fundada, es decir, durante un espacio de cerca de veintiséis siglos, la forma de su gobierno ha sido casi siempre electiva. Vemos a los romanos elegir sus reyes, sus cónsules, sus tribunos, sus emperadores, sus obispos, y por último, sus papas. Es verdad que las elecciones de los papas quedan en manos de un cuerpo privilegiado; pero como ese cuerpo no es hereditario y se reclutan sin cesar individuos salidos de todas las clases y todas las naciones del mundo, puede decirse que, aunque el principio de la elección directa queda falseado, siempre es una elección del pueblo hecha por el órgano de quienes han llegado a la cima de la escala social. (…)

“Los jefes espirituales de Roma primero son elegidos por la asamblea de cristianos escondidos en el fondo de las catacumbas. (…) Pronto Carlomagno y sus sucesores imaginan resucitar el imperio de Occidente… y dar al imperio el apoyo de la religión, piensan que solo en Roma podrán colocar sobre sus cabezas la corona imperial… El título de obispo, ya común en Europa, es cambiado por el de papa; se forma una jerarquía dentro del clero; el papa no quiere ejercer su autoridad sobre simples curas; de ahí en adelante solo cardenales concurren a la elección…

“Un día, el pueblo, cansado de la longitud de las operaciones de los electores, decide tapiar las puertas del palacio donde están reunidos y tenerlos encerrados hasta que proclamen la elección. Este precedente se hace ley: el cónclave desde entonces se cierra para cada elección…

“Por último, se introduce la costumbre y el derecho, por parte de varias potencias católicas, de oponerse, en el seno del cónclave y por medio de un cardenal, a ciertas elecciones que les pudieran resultar perjudiciales…”

Hasta aquí la fuente de Stendhal, quien decía escribir para esos pocos elegidos que eran sus lectores de la posteridad y por ello, nuestro eterno corresponsal en la Roma de los papas. Al día siguiente, 5 de marzo de 1829, nos cuenta él directamente: “Viniendo desde la plaza de Monte Cavallo encontramos tres procesiones que se realizan para pedir al cielo la pronta elección del soberano pontífice. El último artesano de Roma sabe muy bien que la elección no se hace en los primeros días. Los partidos deben medir sus fuerzas. Los primeros escrutinios, que no llevan a ningún resultado, son de pura cortesía; los cardenales dan sus votos a algunos colegas suyos a los que quieren honrar con una muestra de estima pública”.

Habla así Stendhal de la famosa fumata: “De la ventana más próxima a la que ha sido en la fachada del palacio de Monte Cavallo que mira hacia los caballos de tamaño colosal, sale una chimenea de siete u ocho pies. Esta chimenea juega un rol importante durante el cónclave. Todas las mañanas informan de que los reclusos van a votar. Cada cardenal, después de una breve plegaria deposita en un cáliz colocado sobre el altar de la capilla Paulina una pequeña carta sellada. Esta carta, doblada de una manera particular, contiene el nombre del cardenal elegido, una frase tomada de las escrituras y el nombre del cardenal elector. (…)

“Dos veces al día, cuando los cardenales encargados del escrutinio reconocen que ningún candidato ha obtenido los dos tercios de los votos, se queman los pequeños billetes y el humo escapa por la chimenea de que acabo de hablar: es lo que llaman fumata. Cada vez que aparece esta fumata suscita la carcajada del pueblo reunido en masa en la plaza de Monte Cavallo que se imagina la desilusión de los ambiciosos; y se retira diciendo: Vamos, hoy tampoco tendremos papa.

El 6 de marzo de 1829, Stendhal anota lo siguiente: “La agitación moral ha llegado al máximo. El 2 y 3 de marzo llegaron Sus Excelencias los cardenales Ruffo–Scilla, de Nápoles, y Gaysruck, de Milán. Estos señores hacen su plegaria en San Pedro, reciben visitas más o menos misteriosas y luego entran al cónclave cumpliendo el ceremonial curioso de ver pero cuya descripción aburriría al lector, tal vez ya un poco cansado de todo lo que tiene que ver con el papa”.

 

 

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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