En 1973, después de haber publicado unos cuatro libros de cuentos, Rubem Fonseca dio a conocer su primera novela: El caso Morel. El narrador brasileño tenía entonces 48 años, lo que puede considerarse un inicio bastante tardío para un novelista. Pero esa obra no era la de un principiante: mostraba al autor en pleno dominio técnico del lenguaje narrativo y, sobre todo, con una visión del mundo profundamente personal, capaz de ejercer una irresistible fascinación sobre el lector. Pese a ello, cuando fue traducida y publicada en español (Barcelona, Bruguera, 1978), pasó casi completamente inadvertida entre nosotros. Ahora que la obra de Fonseca ha alcanzado, al fin, la difusión y el reconocimiento que merecía, parece oportuno echar una mirada hacia atrás, juzgarla en sus propios términos y como antecedente de lo que el autor nos ofrecería luego.
Es bien sabido que sus relatos siguen generalmente el formato narrativo del llamado género negro y el thriller, asociados con la ficción de entretenimiento. Pero, en las manos de Fonseca, esos géneros sufren una distorsión estética y se convierten en vehículos para explorar los abismos de la abyección humana, la absoluta ruindad moral y la angustiosa experiencia de vivir en una sociedad como la nuestra. Las intrigas policiales y delictivas en las que se enredan sus personajes son sólo una forma de exacerbar la certeza de que están atrapados en la proliferante red que teje el mal; no hay salida en este mundo asfixiante y envenenado hasta la raíz.
Al abrir la novela encontramos al pintor y fotógrafo Paul Morel en una celda acusado de un delito que no conocemos, donde recibe la visita del comisario Matos y el escritor Vilela. La presencia de éste se explica porque Morel ha decidido escribir una especie de testimonio o autobiografía, en lo cual Matos tiene obvio interés. Los capítulos contienen básicamente los breves diálogos entre los tres hombres y fragmentos del texto que está redactando Morel. Lo que nos cuenta es atroz: una vida frenética, destructiva y depravada que revela el inmenso vacío existencial y el sinsentido que lo envuelve. Morel cultiva el arte con el cinismo con el que persigue constantemente mujeres promiscuas y degradadas, en un vano afán de aliviar o disimular su neurosis, pero sólo logra hundirse más en su propio infierno. Quizá trata de huir de los fantasmas de su infancia de pobreza, de las patéticas imágenes de su padre muerto, o de sí mismo, a quien parece odiar más que a nadie.
El problema es que no sabemos bien cuánto hay de fantasía y de verdad en el texto de Morel. ¿Miente o exagera para tratar de salvarse de la acusación o quiere escandalizar a sus lectores? Poco a poco, mediante iluminaciones laterales y variadas pistas falsas, vamos dándonos cuenta de que las principales actividades a las que se entregan él y los personajes convocados por su relato son el sexo, la violencia (el crimen no está excluido) y la ficción estética (las artes visuales, el cine, los videos y especialmente la literatura). Todas están íntimamente vinculadas, como lo prueban los dos niveles de la novela: el texto “interno” (el de Morel) y el texto “externo” (la investigación policial para la que Matos usa los datos del primero); ambos niveles se interpenetran. Por un lado, descubrimos que Vilela, compañero de estudios de Matos, fue también policía y abogado antes de convertirse en un autor de best-sellers; cuando Morel se entera de esos antecedentes, le dice: “Qué vida sórdida la suya. Policía, abogado, escritor. Siempre con las manos sucias”. Por otro, Morel descontento con su propio oficio de artista, pese a haber ganado un importante premio también aspira secretamente a ser escritor, y es evidente que siente un morboso placer en aprovechar como material su propia vida, siempre al borde del desastre. Además, sabremos que antes había intentado algo todavía más difícil.
Tras sus orgías e incesantes cacerías y depredaciones eróticas, concibe el loco proyecto de compartir su vida con varias mujeres a la vez, formando una “familia” basada en ideas que niegan absolutamente esa institución tal como la conocemos. Como un nuevo Fourier, imagina “una familia diferente, que todavía no existe, donde todos los integrantes son libres, donde los lazos no son de protección sino de amor”; aunque, en un gesto característico, agrega en la siguiente línea: “Lo que estaba diciendo era pura mierda.” Es en esas circunstancias en las que ocurre algo terrible: una de las mujeres (en beneficio del lector, no revelaremos quién es), la que Morel dice o cree amar de verdad (tal vez porque es una sadomasoquista que exige ser golpeada brutalmente), aparece muerta en una playa en la que fue vista por última vez con él. En su testimonio, Morel relata esa escena no una sino dos veces, con variantes que hacen el incidente todavía más ambiguo.
Hacia la mitad de la novela (en el capítulo 15) hay un total giro narrativo, pues lo que sigue es la pesquisa de Matos para probar que Morel es el asesino de la chica, y la de Vilela para introducir dudas suficientes en el caso como para exculparlo. Así nos vamos enterando de que el verdadero nombre del protagonista es Paulo Morais; que los nombres de las integrantes de su “familia” y de otras mujeres que figuran en su testimonio son ficticios; que la víctima llevaba un diario donde cuenta detalles de su relación con Morel, lo que agrega otro texto secreto a la intriga. Incluso el citado capítulo 15 presenta una larga nota al pie que transcribe la autopsia del cadáver y otros informes legales; más adelante podemos leer, en forma de guiones, fragmentos de los videos filmados por la “familia”. La heterogénea procedencia y naturaleza de todos esos materiales genera la creciente sensación de que hemos entrado a un laberinto lleno de trampas, sospechas y riesgos.
Este efecto es una consecuencia del estilo de Fonseca, tan reconocible por su estricta funcionalidad, el ritmo sincopado y la vertiginosa velocidad de la acción. En esto, la lección del género negro es visible, así como su propia experiencia como guionista cinematográfico. Fonseca sabe que el lenguaje narrativo que no crea imágenes, o se demora en crearlas, es un lenguaje muerto. Hay un riguroso control de lo que se dice y del modo como se dice; su arte es económico y altamente concentrado. Para sugerir que hay desplazamientos, cambios o saltos, Fonseca sencillamente escribe “Pausa”, “Tiempo” o “Diario”. Así nos movemos por el espacio y el tiempo con una gran flexibilidad, y hacemos transiciones inmediatas de un diálogo real a otro imaginado, de un fragmento escrito por Morel a una cita literaria, de un flashback a un sueño.
Los rápidos desplazamientos van dejando deliberados vacíos, apuntes por completar, informes por verificar. El diseño narrativo es muy preciso, pero también muy poroso y abierto a variadas interpretaciones. Aunque apenas cometido el crimen no dudamos que Morel es el autor (casi lo vemos cometerlo), aparecen unos débiles hilos sueltos que Vilela sigue con una pasión tanto policial como intelectual; al fin y al cabo, ambos son ahora escritores, después de haber sido algo distinto. De un modo muy sutil, surgen dos hechos inesperados. Primero, nos informamos de que Félix, un delincuente de poca monta que vivía cerca de la playa donde ocurrió el crimen, levantó el cuerpo y lo llevó a su casa cuando tal vez aún la víctima respiraba; por lo tanto, es muy fácil atribuirle el hecho. En segundo lugar, se va produciendo una extraña identificación o fusión de personalidades entre Vilela y Morel, entre el cazador y su presa. Muchos rasgos parecen comunes o paralelos, a tal punto que podría llegar a pensarse que Morel es una proyección de Vilela, quizá porque éste reprime una vocación por el mal que arrastra al otro. Si se acepta esta hipótesis, no habría sino un plano: el puramente ficticio, sin referencias “reales”. El lector llega a las últimas tres páginas sin saber bien cuál será el desenlace: todo está en aire. En la página final la pesquisa concluye con la sugerencia más ambigua de todas; según Matos: “La condena de Félix es un final perfecto para nuestra historia. Vamos a olvidar que era inocente… La verdad es inaccesible, o está escondida en el revés de la trama”.
Treinta años no son una eternidad, pero sí el lapso suficiente para saber si una obra trascendió el tiempo en el que apareció y que de alguna manera expresa o define. El caso Morel es una novela que no tiene antecedentes en la literatura brasileña ni en la hispanoamericana, que marchaban entonces por otros rumbos. Aún hoy, sus principales virtudes están intactas: el incurable pathos de sus personajes, la novedad técnica del lenguaje narrativo y, sobre todo, el carácter radical a la vez aterrador y seductor de su propuesta estética. ~
(Lima, 1934) es narrador y ensayista. En su labor como hispanista y crítico literario ha revisado la obra de escritores como Ricardo Palma, José Martí y Mario Vargas Llosa, entre otros.