Para empezar, ¿qué es La broma infinita? Lo diré en orden ascendente: una cita seminal de Hamlet (la referencia traumática más persistente de la novela) en la que el ingenio infinito del príncipe danés glosa los méritos afines del bufón Yorick: “a fellow of infinite jest, of most excellent fancy” (“un individuo de infinito ingenio, de excelsa imaginación”, Act. v, Esc. 1); una serie excéntrica de cinco películas experimentales obra del cineasta suicida James O. Incandenza, la figura fantasmal y paternal del libro, un admirador de Bresson cuya filmografía completa se ofrece en la nota 24, entre las páginas 1096 y 1106; un intrigante cartucho de “entretenimiento” cuyo absorbente poder de fascinación lo convierte en un absoluto arrebatador para sus espectadores, un abductor anímico de efectos devastadores; y, finalmente, una novela elefantiásica (1092 páginas de “cuerpo central”, más un suplemento de 115 páginas de “notas y erratas”, en la brillante versión española) escrita por uno de los grandes escritores norteamericanos del momento.
La broma infinita es quizá el ejemplo más extremo de narrativa anular: un anómalo bucle novelístico girando en el vacío cultural de su insidioso tiempo, una novela invertebrada, sin principio ni fin, en la que la narración se autorreplica indefinidamente fundiendo una cantidad inagotable de materiales enciclopédicos. En este sentido, más que de novela cabría hablar, como hiciera Calvino, de hipernovela: una novela de novelas, un texto inabarcable y múltiple construido mediante el bombardeo selectivo de las estructuras, soportes y cimientos de la narración moderna, convencional o no. Así, entre las muchas novelas y metanovelas que construyen con su adición al infinito la compleja textura narrativa de La broma infinita se encuentran una novela política sobre el destino paródico de América; una novela cómica sobre la desnuclearización de la familia nuclear (la familia Incandenza, entre otras); una delirante novela de espionaje y terrorismo (con travestismo incluido) entre norteamericanos y canadienses; una novela didáctica sobre la rivalidad moral entre un tenista depresivo (segundo hijo de Incandenza) y un delincuente drogadicto en rehabilitación; una novela irónica de ciencia ficción sobre un territorio biotecnológicamente modificado; una truculenta novela sobre alcohólicos, drogadictos, la demencia y otras patologías de la conducta; una novela psicológica sobre una academia de tenis (fundada por el cineasta Incandenza y regida por su promiscua esposa), sus tenistas aspirantes, la disciplina ascética y la ideología competitiva; una novela anafrodisiaca sobre las conquistas sexuales de un famoso jugador de fútbol americano (primogénito de Incandenza); una inconclusa novela de amor entre un ex adicto y una ex musa de experimentos fílmicos con el rostro velado; una novela fantástica sobre una película asesina, etcétera. Pero La broma infinita es, sobre todo, una melancólica summa narrativa sobre las variadas formas de la adicción, la monomanía, la toxicomanía, el enganche y la entrega obsesiva.
Es como si a la receta acreditada de una novela posmodernista de la época primigenia (Pynchon, Barth, Coover, entre los más influyentes en Wallace) se le inyectaran dosis masivas de los mismos ingredientes alucinógenos: incongruencia figurativa, comicidad desbordante, inventiva circunstancial, inteligencia especulativa, imaginación perversa, metáforas deslumbrantes, sátira cruel, ironía corrosiva, humor negro, sin olvidarnos del malsano sentido de lo grotesco (marca de la casa) en la minuciosa observación de la vida cotidiana. Como si el combate edípico de escritura de esta novela inmensa consistiera no sólo en la superación de los procedimientos y fines de sus modelos generacionales sino en su rigurosa conducción al extremo, en su hiperbolización sistemática. En suma, esta novela terminal de Foster Wallace procedería a liquidar todas las herencias (la del modernismo y el posmodernismo tanto como la de los diversos realismos, más o menos sucios), a dilapidar todas las fortunas atesoradas por los antiguos propietarios de la casa de la ficción, con el fin de crear un artefacto narrativo a todas luces excesivo y enérgico que certifique el final de la novela del exceso (y también de la novela del defecto) y se erija a su vez en interminable celebración de la infinitud novelesca.
Es más que irónico, no obstante, que esta saludable intención homeopática del proyecto se vea tematizada en la ficción a través de dos elementos de distinta relevancia: el primero sería la alusión a ese procedimiento supuestamente innovador de curación del cáncer mediante la inoculación de nuevas células cancerígenas en el organismo enfermo; y el segundo, decisivo en la disparatada trama política de la novela, se referiría a la monstruosa orografía de la Gran Concavidad. La reconfiguración con finalidades ecológicas del territorio americano, una de las muestras satíricas más logradas del fértil ingenio de Wallace, dará lugar a una topología insólita, un vertedero voraginoso donde proliferan incontables mutaciones. Y este es el paradigma aberrante en el que se refleja estéticamente La broma infinita, su gran tropo novelístico: ese fabuloso crisol terrestre de basuras, desechos y residuos radiactivos, un “agujero negro” orgánico bombardeado periódicamente no sólo con más detritos y desperdicios sino con más radiaciones y sustancias tóxicas a fin de que las materias contaminantes allí arrojadas cobren una vida metamórfica y autónoma que les impida volverse peligrosas para el resto del territorio. En la ficción, a este paradójico principio se le llama fusión anular, y en él basa esta novela indescriptible toda su fuerza narrativa y estilística.
Como la ambición de Wallace no reconoce límites, en una brillante invención de estirpe swiftiana ha concebido también una remodelación total de las coordenadas temporales de la ficción en paralelo a esta maliciosa broma sobre la redistribución geopolítica del espacio. El tiempo de la novela es el “tiempo subsidiado”, el calendario sufragado para sanear las deficitarias arcas del Estado: la unidad cronológica equivalente al año antiguo padece ahora el patronazgo servil de alguna compañía comercial deseosa de publicitar al más alto nivel categórico la calidad de sus productos. De ese modo, el artificio narrativo del tiempo se vuelve definitivamente capitalista: gran parte de la acción de la novela sucede en el “Año de la Ropa Interior para Adultos Depend”, aunque haya acontecimientos situados en el “Año del Superpollo Perdue” o en el “Año del Parche Transdérmico Tucks”, por no hablar de los escasos sucesos del “Año de los Productos Lácteos de la América Profunda”. Las secuelas narrativas de semejante tratamiento del tiempo son indiscutiblemente paródicas: la escala cervantina con la que la magnitud humana de los hechos narrados aparece disminuida por su ubicación cronológica a la sombra del “sublime ridículo” consumista no es la menos importante.
Otro motivo esencial abordado en la novela es el “entretenimiento” entendido como elemento adictivo y factor de cohesión social: una sociedad dominada por la necesidad de la evasión y la diversión audiovisual permanentes, la espectacularización de lo nimio, la expectante vigilancia de lo obvio. El vector narrativo de esta cohesión paranoica lo encarna la evasiva circulación de un cartucho de vídeo mortalmente divertido, ficticio punto de fuga de la novela. El enigmático origen de este cartucho exterminador, la banalidad aparente y algo misógina de su contenido manifiesto y sus efectos hipnóticos sobre la audiencia proporcionan el argumento sociológico más potente del libro y, por si fuera poco, la solución terminante al dilema cultural planteado en la propia ficción: “por qué tanto cine estéticamente ambicioso era tan aburrido y por qué tanto cine comercial y basura era tan divertido”.
El talante provocativo y trasgresor de Wallace ha conseguido que esta novela resulte ofensiva para el multiculturalismo dominante y otras especies de la corrección política que ejercen hoy, desde cualquier ángulo del espectro político, como árbitros o censores del gusto y lo decible. En unos tiempos tan marcadamente audiovisuales como éstos, en los que la mayor parte de los escritores en activo han renunciado a la ambición narrativa de innovar o renovar el género, la prosa altamente adictiva de La broma infinita cumple la estimulante misión de recordarnos lo mucho que la novela puede hacerle todavía al mundo sin necesidad de volverse servilmente mimética y plegarse así a los intereses comerciales de éste.
En todo caso, para concluir esta reflexión sin cerrarla del todo formularía una interrogante circunscrita al contexto literario español: ¿sería pensable la publicación de una novela tan ambiciosa e inclasificable en el panorama editorial contemporáneo? ~
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