Es natural que unos autores citen a otros, porque casi todos leen. Las tradiciones literarias se forman en la lectura compartida, como largas conversaciones de lector a lector. No siempre fue así. En los textos arcaicos, se habla de dioses o de personajes que dijeron tal o cual cosa, pero no hay autores citados. El que compone el texto no se asume como parte de una conversación. En cambio, Aristóteles menciona o discute a un centenar de autores. A lo cual se llega cuando abundan los textos que ya no son sagrados: que se compran y se venden en el mercado de Atenas, y de los cuales hablan unos lectores con otros.
Citar es enlazar conversaciones, presentar a dos amigos que pueden serlo entre sí. Un autor que cita a otro reconoce una obra digna de tomarse en cuenta, no sólo en general, sino precisamente en el punto del cual está hablando. El reconocimiento va desde el homenaje (o la crítica) hasta la elemental justicia de no ignorar al otro, menos aún aprovechar su obra disimuladamente. La amistad al lector se manifiesta en pasarle información útil y presentarle autores de interés para el caso.
Pero citar (o no citar) puede ser menos noble: un acto calculado en beneficio del que escribe, no del lector amigo, ni del autor citado. Los manuales sobre cómo citar, los códigos de conducta sobre plagio, coautoría, difamación, no suelen incluir un capítulo de mañas para beneficiarse al menor costo posible. Pudieran empezar así:
Antes de enseñarle a nadie lo que piensas publicar, revisa la lista de los autores mencionados, para que no suceda lo siguiente.
1. Mencionar favorablemente, o simplemente mencionar,
a) a los enemigos o competidores de quienes deben dar el visto bueno para que el texto se publique (aunque la omisión sea imperdonable en ese tema);
b) a los autores no reconocidos como especialistas (aunque hayas aprovechado sus ideas);
c) a los especialistas superados, que estuvieron de moda, pero ya no los cita nadie que se respete en el gremio;
d) a los autores demasiado populares, que citan los aficionados, no los conocedores; menos aún, si escriben en países de segunda, ya no se diga si escriben en los periódicos.
e) a los autores impopulares por su vida depravada, ideas incorrectas o cercanía a grupos de lo peor.Si la mención es inevitable, manifiesta claramente tu posición en contra o elegante desprecio. Al menos, ponte a salvo con oportunas salvedades.
2. Omitir o mencionar de manera insuficiente
a) a los dioses de la especialidad, la institución, el país, el momento;
b) a las magnánimas personas o instituciones que autorizaron o patrocinaron la publicación (aunque hayan titubeado, regateado o impuesto condiciones humillantes);
c) a los autores y textos que sirven de contraseña para entrar, demostrando que eres de los mismos, que estás al día y del lado correcto;
d) a los críticos y editores que probablemente reseñen o encarguen reseñas de tu libro, ya no se diga a quienes pueden considerarlo para un premio, o ponerlo en la lista de libros de lectura obligatoria, o darte una beca, o admitirte en una academia, o darte empleo;
e) y, por supuesto, a los jefes, amigos, maestros, compañeros, muy especialmente aquellos con los cuales quedaste en deuda, según la Regla de Oro: Si me citas, te cito.
Aunque estas reglas no están en los manuales, se aplican. Alguna vez leí un original enviado a una revista, donde no se publicó, como sucede con tantos artículos que llegan espontáneamente, aunque el autor hacía mención elogiosa de varios colaboradores habituales de la revista. Tiempo después apareció en otra, donde nunca se menciona a los miembros de la primera, y me llamó la atención. ¿Habrían cambiado las reglas? No. Habían cambiado las menciones. Con oportunos cambios de redacción, el artículo ahora citaba elogiosamente a los colaboradores habituales de la otra revista.
Los mencionables varían de una revista a otra, de una institución a otra, de un país a otro. También a lo largo del tiempo. En trabajos posteriores (o en nuevas ediciones de los primeros) aparecen y desaparecen menciones, dedicatorias, coautores, según las circunstancias:
A está empezando a publicar y cita a B, que ya es muy apreciado en ciertos círculos importantes para A. Pasa el tiempo, B se eclipsa: A deja de citarlo; o B se vuelve una celebridad: A se ostenta como uno de los primeros en reconocerlo. También puede suceder que A se vuelva más famoso que B y deje de citarlo, porque ya no lo necesita, o porque se ha identificado tanto con lo que aprendió de B que ya le parece suyo, y no se va a pasar la vida dándole gracias. Los bibliómetras pueden medir estas evoluciones, y observar, por ejemplo, cómo el último libro de A, que deriva enteramente de la obra de B, ya no lo menciona, aunque era citadísimo por A en sus primeros libros.
M recibe cartas de N, tan ricas en observaciones aprovechables que las aprovecha. Pero no son citables, porque son privadas, aunque, naturalmente, cita con elogio diversas cosas publicadas por N. Al morir N, disminuyen las menciones; y, cuando se preparan sus obras completas y se le pide a M copia de las cartas, dice no tener ninguna. Las perdió al cambiarse de una casa a otra.
P tiene afinidades con el famoso Q, pero no su talento. Corre el peligro de ser considerado como una especie de Q de tercera. Para evitarlo, se perfila como el polo opuesto de Q. Si lo consigue, será citadísimo, porque todas las personas inseguras, que no quieren meterse en problemas o necesitan parecer imparciales, lo mencionarán cuando citen a Q, para que no se diga que toman partido.
De X se decía que en las reuniones con sus compañeros de revista hacía muchas observaciones inteligentes, que los demás aprovechaban, sin darle crédito, porque no se puede citar una charla. Todos han muerto y no hay manera de comprobarlo, aunque cabe imaginar que Y, al publicar un artículo donde aprovechaba una de esas observaciones, estaba consciente de que el autor era X, de que todos los compañeros lo sabían y de que, no habiendo reclamación de X, era de suponerse que lo entendía perfectamente, no como un robo, sino como un homenaje y manifestación de su influencia. También cabe imaginar que, al paso del tiempo, cuando otros elogiaban esa buena idea del artículo de Y, éste llegó a creer que era suya; y, en todo caso, era muy tarde para hacer aclaraciones embarazosas. Por último, imaginemos el día en que X llega a necesitar su vieja idea para un artículo, y no sabe qué hacer, ante el lucimiento que tuvo Y con esa idea. Si la usa, ahora que todos creen que es de Y, puede parecer un plagio. Opta por reírse, con una salida elegante: citar el admirable artículo de Y, que ni cuenta se da de la ironía ¡y le agradece la mención!
En su primera entrevista, el joven poeta le debe todo a los aedas entrañables del terruño, al notable poeta que es su mentor en el taller, a las grandes figuras consagradas en la capital. Treinta años después, explica sus orígenes: Homero, Virgilio, Dante.
Todas las formas degradadas de mencionar (o no) se explican por un cálculo muy simple: el beneficio del que menciona (no del mencionado, no del lector) frente al costo de hacerlo (o de no hacerlo). Para este cálculo, el beneficio no es informar al lector, ni darle crédito al autor que se menciona, sino acreditarse mencionándolo; y el costo es arriesgarse al descrédito por darle crédito, o demasiado crédito, o insuficiente crédito, o ninguno.
Por lo general, la baraja de menciones y omisiones se juega conservadoramente. Prevalecen los criterios de costo (arriesgarse innecesariamente al citar o no citar) sobre los de beneficio (adornarse, congraciarse, pertenecer). Se puede hacer el cálculo de lo que cuesta y lo que produce cada mención, cada omisión. Hay omisiones costosas: se evitarán. Hay menciones que adornan mucho, o se pueden cobrar a muy buen precio, o dan mucho a ganar de otras maneras, sin el menor riesgo: abundarán. Hay menciones de muy poca ventaja y grandes riesgos: nunca aparecerán. Hay omisiones empobrecedoras de la realidad, poco serviciales con el lector, injustas con los omitidos, pero sin costo alguno: se cometerán.
El costo / beneficio va cambiando, según las circunstancias. Los autores se van volviendo mencionables a medida que se vuelven valores seguros, especialmente cuando su nombre toma impulso por la inercia: cuando muchos empiezan a mencionarlos, porque ya muchos otros los mencionan. En la inercia pesa mucho el efecto amplificador que producen los periodistas y funcionarios culturales, cuyas múltiples ocupaciones no les dan tiempo de leer, pero que necesitan desesperadamente en su trabajo una lista de valores seguros.
¿Quiénes son los buenos en tal campo? ¿Quiénes deben ser entrevistados, fotografiados, destacados, citados, considerados para tal premio, honor o nombramiento, antologados, propuestos para tal academia, enviados a representar el país, incluidos en los diccionarios, mencionados en la historia nacional o, al menos, en la historia de esta disciplina? Es difícil saberlo, sin la capacidad de juicio y el tiempo necesarios para hacer una revisión general. Pero la lista urge, y se establece (justa o injustamente) bajo la presión inmediata. Si por ignorancia de los responsables, amistad o enemistad, compromiso, capricho, descuido, accidente o maña, se incluye o no se incluye a alguien, la inercia favorece que el acierto o el error se repitan. Así los nombres establecidos se van consolidando como un canon de valores seguros.
Y el canon tiene efectos. ¿Fulano? ¿Quién es, si nadie lo menciona? ¿Mengano? Quizá es un mediocre, como dices (no lo he leído, ni por ahora tendría tiempo de hacerlo); pero si lo mencionan con frecuencia, sacó tal premio, está en tal organismo, sale en televisión y en los periódicos, es muy amigo de Zutano y un encanto de persona (o una persona de armas tomar), no lo puedes ignorar.
¿Quién se va a meter en el trabajo de hacer su propia lista, después de leer a todos los mencionables y a todos los omisibles? Hay que tener muchos ánimos, tiempo, valor civil, opiniones propias, cierta autoridad, para atreverse a desentonar, eliminando o añadiendo nombres. Y todo ¿para qué? Para quedar en la incómoda posición de incomodar, por haber hecho la tarea, a quienes no la hacen: a los que no tienen tiempo, capacidad, ni ganas de meterse en problemas. La lista generalmente aceptada representa, no sólo la verdad, sino la paz: la verdad convenida, después de tantos episodios desagradables, que no queremos revivir; la verdad conveniente, para efectos de rapidez, seguridad en la administración y buena sociedad. No se puede organizar un programa de trabajo, una elección, un homenaje, una cena, en la perpetua inestabilidad de quiénes sí y quiénes no. Son los que son. Si quieres andar de aguafiestas y afirmar que el Gran Fulano es un mediocre y que Perico de los Palotes está a la altura de Aristóteles, hazlo. Nos vamos a reír mucho de ti.
¡Loor a los que hacen la tarea! A los que citan para dar, no para recibir. A los que disfrutan la conversación y la enriquecen, presentando amigos que pueden serlo entre sí. ~
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.