1.
Cuando uno vuelve los ojos y contempla el detritus del siglo XX, es tentador dejarse llevar por la desesperación. ¡Tantas mentiras! Asomarse al pasado reciente de Europa es tropezar con el mito mancillado de uno y la ilusión envenenada de otro: con algo lo bastante viejo como para ser desechado, pero que puede explotar en el mismo instante en que se ve expuesto a la luz de la interrogación contemporánea. El “nosotros” que persigue vigorosamente la evidencia no puede sino traer dolor al “ellos” cuyas historias desmonta. Ésta no es razón suficiente para desviar los ojos o evitar preguntas difíciles; pero es una advertencia de que la historia contemporánea es casi siempre polémica. Todo aquel que escribe sobre la Europa del siglo XX participa de ella y carga con ciertas responsabilidades implícitas. Uno no se adentra de modo informal en el pasado problemático de los demás. Como tampoco pronuncia su veredicto ex cátedra para luego salir a toda prisa del lugar.
Estas observaciones vienen provocadas por la idea de que el problema del siglo XX, en última instancia, no son sus demasiadas mentiras sino sus demasiadas verdades. Tomemos el caso de España. Las siguientes proposiciones, en mi opinión, son todas ellas ciertas. La Guerra Civil española, que tuvo lugar de 1936 a 1939, fue una contienda entre demócratas y partidarios de la autocracia, y aquellos contemporáneos que la entendieron como una contienda entre el bien y el mal no estaban del todo equivocados. La República tenía la ley y la justicia de su parte. La política de no intervencionismo adoptada por las democracias occidentales fue hipócrita e ineficaz. Sólo la Unión Soviética proporcionó ayuda práctica al gobierno republicano y legítimo del país. Franco tuvo el apoyo de la Alemania nazi y la Italia fascista, y no hubiera triunfado sin su respaldo. Los miles de hombres y mujeres que fueron a España a luchar contra Franco en las Brigadas Internacionales no se engañaban sobre la naturaleza de la contienda: el régimen que emergió de la victoria de Franco y que gobernó España de 1939 a 1975 fue detestable, violento, represivo y literalmente reaccionario, confirmando todos y cada uno de los temores de aquellos que lo combatieron a lo largo de tres años de amarga lucha.
Pero las siguientes proposiciones son igualmente ciertas. La contienda en España no fue primordialmente una extensión de la confrontación de entreguerras entre fascismo y democracia (o derecha e izquierda), y tenía complejas raíces locales que los extranjeros a menudo desconocían. Los republicanos provocaron su propia caída por su insensibilidad hacia numerosos sectores de la sociedad (pequeños agricultores, tenderos, católicos) que no habían estado predispuestos en su contra previamente. Los franquistas recibieron el apoyo de muchos, tanto en el ámbito doméstico como en el extranjero, que creían firmemente en su causa. La izquierda (compuesta por anarquistas, sindicalistas, comunistas, socialistas, republicanos, separatistas vascos y catalanes) fue en cierta medida responsable de su propio fracaso por su desgobierno y sus conflictos internos. La Unión Soviética proporcionó ayuda bajo ciertas condiciones y con unos fines muy concretos, y contribuyó activamente a los problemas de la República. Los miles de hombres y mujeres de todo el mundo que fueron a España para luchar contra el fascismo fueron engañados y explotados sin piedad por los comunistas.
Una de las dificultades de la historiografía europea es que muchas de estas afirmaciones se tienen convencionalmente por incompatibles. Los contemporáneos y los participantes en la guerra concibieron España en términos apocalípticos: bien como un conflicto local (del que los extranjeros debían mantenerse aparte), bien como la última oportunidad de salvar la democracia europea del fascismo internacional. Pero no como ambas cosas a la vez. Para unos la facción republicana había ido de desastre en desastre desde el derrocamiento del rey en 1931, en cuyo caso el golpe de Estado de Franco era una manera característicamente española de restaurar el orden doméstico y la unidad nacional por medios militares (uno más en una larga serie de ajustes similares); según otros el levantamiento militar era una conspiración derechista para arrebatar el poder a la coalición del Frente Popular, legítimamente elegida. Pero estas dos visiones eran incompatibles. Muchos historiadores para quienes la Guerra Civil española fue parte de su educación política reflejan estas afirmaciones mutuamente excluyentes en sus escritos. De hecho, forman parte de los mitos fundacionales de nuestro tiempo.
2.
España no es el único foro del maniqueísmo contemporáneo. Todo intento de escribir la historia de la resistencia y el colaboracionismo durante la Segunda Guerra Mundial, o la historia de los Balcanes, o la historia comparativa del nazismo y el comunismo, o incluso de asuntos más modestos (el lugar de Mussolini en el pasado italiano, por ejemplo), se arriesga a embarrancar en estos bajíos. Pero el de España es un caso distintivo. Para muchos (en los dos bandos: también la derecha tuvo sus voluntarios internacionales, de Irlanda a Rumania) fue la Última Gran Causa: la única vez en que la gran confrontación del siglo XX entre izquierda y derecha tuvo lugar en un terreno no manchado por el egoísmo. Muchos participantes y observadores perdieron su inocencia en España. Louis Fischer, en las páginas de The God That Failed (“El Dios que fracasó”), afirmó que la experiencia española pospuso su Kronstadt, su arreglo de cuentas con el espejismo comunista; pero la experiencia más típica fue la de figuras como Orwell, Koestler y Malraux, que vieron cortadas de raíz sus ilusiones en España. Fue en España donde se percibieron los primeros indicios del cataclismo que vendría luego. Y de todas las esperanzas perdidas de los años treinta, la “década vulgar y deshonesta” de Auden, la causa de España es la que perduró más tiempo en la memoria colectiva.
En estas circunstancias, toda nueva discusión del papel desempeñado por los comunistas en España está destinado a crear malestar. En gran medida es una historia bien conocida. El comunismo era un gusto minoritario en la España de entreguerras, incluso entre la izquierda marxista. Las tradiciones radicales dominantes eran el anarquismo (especialmente en Andalucía y el suroeste), el sindicalismo (una forma radical de autogobierno apolítico favorecido por las organizaciones de trabajadores de Cataluña y el País Vasco), la socialdemocracia y el republicanismo anticlerical. El hasta entonces diminuto Partido Comunista Español se las ingenió para adquirir un papel prominente durante el reorganizado gobierno del Frente Popular presidido por Juan Negrín (de mayo de 1937 a marzo de 1939) por dos razones: la Unión Soviética ofreció ayuda práctica al Estado amenazado a cambio de una influencia creciente sobre su administración, sus finanzas y su ejército; y los comunistas españoles, dirigidos por “consejeros” del Komintern, dedicaron un esfuerzo considerable a destruir a sus rivales en el ámbito de la izquierda, presentándose a sí mismos como la única fuerza capaz de organizar una defensa eficiente contra Franco.
Los motivos y las actividades en España de los comunistas, dirigidos o manipulados desde Moscú, no han sido nunca ningún secreto: incluso aquellos voluntarios de las Brigadas Internacionales que ignoraban del todo el uso que les darían sus líderes comunistas regresaron por lo general a casa (cuando regresaron) más sabios y más tristes. Tres generaciones de observadores e historiadores han relatado la historia a todo aquel que quisiera escucharla. Vale la pena recordar que Orwell tuvo inicialmente problemas para publicar Homenaje a Cataluña, precisamente porque revelaba algunas verdades desagradables sobre los comunistas, y el Testamento español de Koestler fue prontamente desdeñado por aquellos para quienes todo lo que él escribía estaba contaminado por su descarado anticomunismo. Pero la mayor parte de los lectores informados están de acuerdo, actualmente, en que los comunistas en España se comportaron brutalmente con sus presuntos “amigos” y estaban animados por un cinismo egoísta.
Y, sin embargo, algunos enigmas perduran. ¿Ayudó realmente la Unión Soviética a la República española? ¿Deseaba Stalin que los republicanos derrotaran a Franco, o estaba satisfecho con diferir una victoria fascista? Y, cualesquiera que fuesen los motivos de Stalin, ¿justifica la contribución de los comunistas a la lucha antifranquista la afirmación hecha entonces por los propios comunistas, y luego por muchos historiadores serios, de que era necesario destruir a sus aliados anarquistas y socialistas a fin de centrar todas las energías exclusivamente en la victoria militar? Y, finalmente, a la luz de lo que ahora sabemos, ¿fueron las Brigadas Internacionales y sus amigos simples víctimas del engaño de Stalin? ¿Actuó la izquierda en España, Francia o Estados Unidos (comunistas y no comunistas por igual) bajo el impulso de su voluntad y libertad de juicio, o fue guiada desde Moscú, como la víctima explotada de una ilusión dañina?
Con la apertura parcial de los archivos soviéticos en la última década han proliferado los comentarios optimistas sobre lo que podemos llegar a saber. En realidad, los archivos no pueden responder muchas de nuestras preguntas. Hasta cierto punto la razón es sencilla: no todos los documentos que necesitamos para una comprensión total del pasado están a nuestro alcance; no tenemos acceso a los archivos presidenciales de la antigua Unión Soviética ni podemos acceder de manera ilimitada a las fuentes del KGB y del Partido que están abiertas a nuestra inspección. Aún no sabemos por qué Stalin tomó ciertas decisiones cruciales, y es posible que no lo sepamos nunca. Como siempre, la inferencia inteligente sigue siendo el recurso capital del historiador.
Pero hasta los archivos de libre acceso tienen un valor limitado. Sabemos lo que albergan, pero no sabemos lo que falta. Y lo que traemos a estos documentos archivados (que fueron creados y conservados por razones que necesitamos averiguar si queremos interpretarlos correctamente) es un conocimiento histórico que no puede, por definición, ser adquirido con ayuda de esos mismos archivos. La colección Anales del Comunismo, editada por Yale University Press, en la que aparece esta importante colección de documentos sobre España y el Komintern, es sin duda un instrumento inapreciable, pero su bondad depende de la inteligencia con que nos acerquemos al material que revela.
3.
¿Qué luz arroja, pues, este nuevo fajo de documentos sobre los grandes misterios que nos ocupan? De los motivos de Stalin no averiguamos nada nuevo. A lo largo de quinientas páginas de documentos, el “Jefe” sólo aparece una vez. Significativamente, es cuando se le cita vetando cualquier bombardeo de barcos alemanes o italianos: “Esto se debe prohibir”. Por lo demás, la correspondencia y la información aquí documentadas comprenden a los agentes del Komintern en España y sus jefes en Moscú. Lo sorprendente es la naturaleza detallada y altamente técnica de estos intercambios cifrados. Los rusos querían saber exactamente cómo se desarrollaban sus planes en España: ¿hasta qué punto, y con qué eficacia, se infiltraban sus agentes en la policía, el Ministerio del Interior y el ejército? ¿Con quién podía contarse, quién podía ser empleado, a quién se necesitaba expulsar o marginar? Los agentes respondían obedientemente con prolijos informes sobre su trabajo y la situación en España.
Los informes, por lo general, están escritos en el estilo plomizo que caracteriza al lenguaje comunista, lo que los franceses llaman langue de bois, y a menudo son muy extensos: un informe, fechado en diciembre de 1937, tiene 73 páginas, el equivalente epistolar de un discurso de Castro. Otro informe, de finales de 1937, informaba a Moscú de que “la situación actual en España ha causado cambios significativos lo mismo en las relaciones internacionales que en las nacionales que exigen un análisis profundo a fin de determinar la línea de actuación del partido que sea apropiada para dicha situación […] Es preciso atribuir la falta de un trabajo permanente y metodológico en las Brigadas [Internacionales] a carencias en su modo de actuar […] Los representantes permanentes enviados para realizar trabajo político en las Brigadas […] no se comunican lo suficiente con los líderes del PCE [el Partido Comunista Español] [y] no están lo bastante informados sobre la situación política y militar del país, lo cual entorpece la conducción del necesario trabajo político de las Brigadas, que se basa en problemas urgentes.” Traducción: necesitamos tener un control más firme sobre los voluntarios de las Brigadas Internacionales y actuar de manera eficaz y severa con aquellos que no siguen la línea de actuación impuesta por el partido.
Los agentes soviéticos en España eran en sí un grupo interesante. Algunos, como Vladimir Antonov-Ovseenko, eran antiguos bolcheviques. Otros, como Andre Marty, Palmiro Togliatti o Erno Gero, eran agentes más o menos jóvenes del Komintern, secundados por los partidos comunistas de su país (a menudo en situación clandestina): en este caso, de Francia, Italia y Hungría, respectivamente. Ninguno de ellos era estúpido, y muchos eran observadores de gran agudeza. Antonov-Ovseenko, por ejemplo, envió un informe en octubre de 1936 en el que describía con precisión al gobierno de Madrid y su cuerpo administrativo “mostrando una sorprendente incapacidad para organizar la más elemental política de defensa”. Marty (que había obtenido renombre en 1919 como organizador de un motín de marineros franceses en el Mar Negro) era un conocido matón, acostumbrado a utilizar amenazas verbales y físicas a fin de que los brigadistas voluntarios (de los que fue inicialmente responsable) estuvieran sometidos a las órdenes comunistas. Gero, como Luigi Longo (otro italiano que desempeñaría un papel prominente en el Partito Communista Italiano durante la posguerra), era un burócrata del partido.
Togliatti jugaba en otra división. El líder histórico de los comunistas italianos (murió en 1960) ha sido objeto durante mucho tiempo de una admiración indiscriminada en Occidente. Mucho más inteligente y cultivado que el agente comunista medio, se le atribuyó no sólo haber convertido su movimiento clandestino en una fuerza de peso en los años de posguerra, sino también haber conducido a su partido por un camino distintivo y autónomo, lejos de los salvajes excesos del estalinismo, a fin de allanar el terreno para su posterior transformación en una alternativa creíble de la izquierda poscomunista. Recientemente, este mito ha sido objeto de ataques: en la actualidad se sabe que Togliatti podía ser tan estalinista como el que más, y también que desempeñó un papel preponderante en numerosas decisiones de corte estalinista. (Esto ha sido cuidadosamente documentado por Elena Aga Rossi y Victor Zaslavsky en Togliatti e Stalin: il PCI e la politica estera estaliniana negli archivi di Mosca, que vio la luz en 1997.)
Pero Togliatti era un caso claramente atípico, según confirman los archivos. De los agentes soviéticos en España, fue en apariencia el único que se dio cuenta de que los representantes del Komintern causaban con frecuencia “irritaciones innecesarias”. “Sus agentes”, escribió al Komintern en septiembre de 1937, deberían dejar de “considerarse los ‘dueños’ del partido […] y considerar a los camaradas españoles como gente incapaz de hacer nada”. Esto es sorprendente no sólo por el hecho de que Togliatti se atreviera a escribir a Moscú en un lenguaje tan directo y crítico (nadie más en este libro lo hace), sino por la naturaleza misma de la observación. Los agentes extranjeros, en efecto, trataban a sus “camaradas” españoles como ciudadanos de segunda clase en su propio país, juzgándolos incompetentes e ignorantes de los fines y tácticas comunistas. Por lo demás, los comunistas españoles eran de tercera categoría, y permanecían extrañamente aparte de las realidades de la política y la sociedad españolas.
Togliatti estaba bien situado para entender esto: él mismo escribía los discursos de Dolores Ibárruri, la Pasionaria. Durante mucho tiempo a los comunistas les convino preservar su hinchada imagen heroica en buen estado para el consumo internacional, pero aquí aparece como un simple micrófono de Moscú, confirmando numerosas sospechas. En un informe escrito desde Valencia en septiembre de 1937, Togliatti muestra su genuina sorpresa al declarar que un artículo de Ibárruri “salió bien”. Era excepcional y digno de mención, a su juicio, que por una vez lo había “escrito ella misma por iniciativa propia, sin ayuda ni correcciones por nuestra parte”. Parece razonable suponer que fue durante este periodo como operativo jefe del Komintern en España cuando Togliatti absorbió muchas de las lecciones que luego aplicaría tras su regreso a Italia: el partido debía permanecer cerca de la realidad local, no podía albergar ninguna ilusión sobre sus objetivos revolucionarios, y debía mantener a los “camaradas extranjeros” a una distancia prudencial.
4.
¿A qué fueron los agentes enviados a España? Es evidente, según la documentación reunida por Ronald Radosh y sus colegas, que Orwell estaba en lo cierto. La preocupación primordial del Komintern no era proseguir la guerra con Franco. Los rusos, ciertamente, estaban a favor de la guerra, pero no era su objetivo principal en el día a día. Si hacemos caso de los subrayados de estos documentos, a la Unión Soviética le interesaba (de hecho, le obsesionaba) la contienda en el ámbito de la izquierda, contra los anarquistas, y especialmente contra los trotskistas del POUM (el Partido Obrero Unificado Marxista, radicado en Barcelona). Una parte enormemente desproporcionada de los informes de los agentes del Komintern (y esto incluye a Togliatti) se ocupa del conflicto interno de la izquierda y del asunto de cómo enfrentarse a los enemigos de los comunistas dentro de la izquierda.
Esto cobra sentido, desde luego, si se pone en relación con su tiempo: la Guerra Civil española coincidió exactamente con los juicios y purgas de Moscú. Pero resulta iluminador entender la intensidad y alcance de esta obsesión. Anatoly Nikonov, el subdirector de la GRU (la Agencia de Inteligencia Militar Soviética) en España, firma notas sobre la “escoria trotskista contrarrevolucionaria” y su “vil actividad antisoviética”, entre otras frases similares. “Sobra decir”, informó a Moscú en febrero de 1937, “que es imposible ganar la guerra contra los rebeldes si esta escoria dentro del campo republicano no es liquidada”. Esta era la línea del Komintern, de la que nunca se desvió. Andre Marty echó la culpa de todos los reveses republicanos a la “traición” de la izquierda no comunista. Puede que sea necesario hacer concesiones a los anarquistas ahora, escribió al secretariado del Komintern en octubre de 1936, “pero tras la victoria saldaremos las cuentas con ellas, toda vez que en ese instante dispondremos de un gran ejército”. Togliatti, asimismo, informó sobre los líderes anarquistas, “escoria, claramente vinculados a Caballero [el líder socialista]”, que habrán de ser combatidos “con una acción a gran escala desde abajo”.
Aquellos que defienden las acciones de los comunistas arguyen que el POUM y los anarquistas estaban tan resueltos a instaurar la revolución social en medio de la Guerra Civil, que bien se puede perdonar a los comunistas que los juzgaran un obstáculo para la victoria. Hasta Orwell reconoció las carencias de sus amigos en la izquierda revolucionaria. Sin embargo, está perfectamente claro que los comunistas pusieron el acento en los objetivos revolucionarios de la izquierda no comunista a fin de tener una excusa para destruirlos. Tal vez la única confirmación indiscutible proveniente de los archivos soviéticos es la evidencia de que las sangrientas batallas callejeras que tuvieron lugar en Barcelona en junio de 1937, durante las cuales los comunistas se afanaron en liquidar a sus oponentes trotskistas, lejos de ser una respuesta comunista a un presunto golpe revolucionario que hubiera debilitado al bando republicano, fue en realidad una provocación deliberada del Komintern.
Esto, desde luego, no es ninguna novedad para muchos historiadores españoles profesionales, pero contradice la versión oficial proporcionada por Moscú durante medio siglo y que ciertas esferas del mundo occidental han mirado con simpatía.
5.
¿A qué se dedicaban, pues, los soviéticos? Los responsables de Spain Betrayed: The Soviet Union in the Spanish Civil War no terminan de decirlo. De hecho, tal vez es el momento de decir que este volumen está editado de manera bastante insatisfactoria. Al lector se le ofrece una información contextual demasiado escasa para situar en su momento esta documentación secreta. Todo aquel que ignore la historia de España, la estructura y función del movimiento comunista internacional o el papel subsiguiente desempeñado por los agentes del Komintern en la evolución de la Europa posbélica termina la lectura de este libro con una comprensión muy superficial y bastante confusa de los eventos que describe. Los editores parecen creer que su tarea se limita a mostrar hasta qué punto el papel de los soviéticos en España fue un ejercicio de doblez y control político, y que basta, por ello, con dejar que Marty, Togliatti y los demás hablen por sí solos. Se trata, ciertamente, de un objetivo valioso, dado que a mucha gente, y esto incluye un buen número de catedráticos de historia de universidades norteamericanas, le sigue ofendiendo la mera mención de la duplicidad o manipulación comunista.
Para un historiador, sin embargo, es un objetivo carente en cierto modo de ambición. Al hilo de la evidencia que los propios responsables de este volumen traen a colación, podemos decir algunas cosas más; pero para hacerlo necesitamos ir más allá de España. ¿Deseaba Stalin procurar la derrota de Franco? La pregunta presupone una clara ambición estratégica por parte de Stalin, y sabemos por los primeros movimientos de la Guerra Fría que no era típico de él trabajar de esta forma: recordemos su falta de planes definitivos en lo tocante a Alemania. La Unión Soviética invirtió hombres y dinero en la facción republicana, pero se cuidó mucho de involucrarse más de la cuenta: recordemos su prohibición de atacar los buques alemanes e italianos. Stalin estaba dispuesto a aprovecharse de la victoria en España, y obtuvo grandes beneficios propagandísticos de su apoyo a la República; pero también procuró no dejar ningún flanco vulnerable en caso de derrota.
6.
En España, de nuevo, el verdadero esfuerzo se centró en los conflictos intestinos dentro de la izquierda. Para el lego esto puede parecer absurdo y, según las intenciones aparentes del Soviet, contraproducente. Pero ello se debe a que la cuestión se ha planteado mal. Lo que el Komintern hizo en España entre 1936 y 1939 cobra sentido sólo cuando se analiza en el contexto de las acciones del Soviet en el oeste de Ucrania (la parte ocupada) o el este de Polonia entre 1939 y 1941. Estamos acostumbrados a considerar la presencia de Mussolini e incluso Hitler en España como un ensayo de la guerra fascista (como en el caso del bombardeo de Guernica). Lo que revelan estos archivos es que España fue, del otro lado, un ensayo de la “revolución” comunista “desde fuera”.
La expresión es de Jan T. Gross, y la emplea en su estudio de la ocupación soviética del este de Polonia y el oeste de Ucrania después de 1939 a fin de ilustrar las etapas de sovietización en una sociedad ocupada. En la España de la Guerra Civil podemos observar en estado embrionario las estrategias que emergerían plenamente desarrolladas durante la posguerra en la Europa del Este: la infiltración de ciertos ministerios clave; el proyecto de dividir a los socialdemócratas y manipular a sus líderes más maleables al tiempo que se margina y finalmente se liquida a los restantes; la decisión de restar énfasis al concepto de “revolución” a fin de aislar a la extrema izquierda y obtener un mayor apoyo entre los campesinos; el énfasis en el “antifascismo” como un paraguas que permite la unidad de toda la izquierda, al tiempo que se estigmatiza y se castiga “como fascista” toda crítica y toda acción opositora; la dependencia de agentes entrenados en Moscú para instruir y purgar a los comunistas locales; el uso de la intimidación y el chantaje para promover resultados electorales favorables; la reiterada insistencia en las inadecuaciones y prevaricaciones de las potencias occidentales y la fiabilidad de la Unión Soviética como único amigo extranjero de las democracias vulnerables.
Lo que acabo de ofrecer es un resumen a vuelapluma de las etapas de la toma de poder por parte de los comunistas en Europa del Este. Es también una lista de las acciones y preocupaciones principales de los agentes del Komintern en España, según se desprende de su correspondencia. Cada uno de los elementos de la historia española tiene su contrapunto y su eco diez más años más tarde en el este europeo. Al igual que el anticomunista Francisco Largo Caballero, hubo socialistas en cada uno de estos países que se negaron a doblegarse ante Stalin, del mismo modo que por cada Juan Negrín (primer ministro socialista de la España republicana y hombre fácilmente manipulable) hubo siempre un puñado muy útil de compañeros de viaje socialistas. La Guerra Civil española, pues, fue el contexto del primer ensayo tentativo de Stalin en su propósito de alcanzar el poder fuera de sus fronteras. Lejos de fracasar, ahora se puede ver que tuvo un éxito considerable, y no sólo porque la experiencia sería objeto de adaptaciones y mejoras a lo largo de los años.
7.
Para empezar, muchos de los comunistas europeos que adquirieron prominencia en la década de los cuarenta iniciaron su carrera en España: no sólo Togliatti, Marty, Longo y Gero, sino también muchos de los que liderarían los partidos comunistas de Hungría, Checoslovaquia, Yugoslavia y Alemania del Este. Lo que aprendieron en España no fue sólo cómo enfrentarse a sus enemigos y, sobre todo, a sus amigos, sino también, y esto es lo primordial, qué es lo que Moscú quería de ellos. No es una casualidad que muchos de los representantes soviéticos en España terminaran siendo ejecutados, especialmente los veteranos como Antonov-Ovseenko. La lectura de los informes de los “agentes” en España es una experiencia algo truculenta, ya que uno sabe que la mayoría de estos agentes serán llamados a Moscú semanas o meses después de enviar su informe, y eliminados por la vía expedita de un falso juicio.
España fue el tubo de ensayos para la generación de comunistas europeos que siguió al bolchevismo: si sobrevivías a tu estancia allí, ya fuera por un golpe de fortuna o por tu buen juicio, sabías lo suficiente como para no romper tu obediencia a Moscú. Pero incluso esto podía no salvarte si a Stalin le convenía emplear contra ti tus actividades españolas: los que no perecieron en Moscú antes de 1939 terminaron por lo general como víctimas de un falso juicio en Hungría (Laszlo Rajk en 1949), Checoslovaquia (Artur London en 1952) o incluso París, donde el partido de Marty se volvió contra él en 1952 y lo degradó después de una “investigación” en la que se le acusó, entre otras cosas, de haber cometido “errores” en España. Togliatti es un caso excepcional de un comunista que operó en España y que sobrevivió a la experiencia, a pesar de su conocida independencia de juicio; es probable, desde luego, que su extraña trayectoria esconda más de lo que ahora sabemos.
Vista a esta luz, la intervención soviética en la Guerra Civil española cobra nuevo sentido. España era una oportunidad para que la Unión Soviética despertara simpatías en el ámbito internacional en un momento en que las democracias occidentales contemplaban con impotencia las victorias sucesivas del fascismo; una oportunidad para extender la influencia diplomática soviética; y, sobre todo, una ocasión para poner en práctica y refinar una estrategia revolucionaria que le permitiera hacerse con el poder. Nada de todo esto tenía mucho que ver con España, por supuesto. Podría haber sucedido en Bulgaria o Lituania, y así fue años después. Pero en España, desde luego, funcionó muy bien. La incursión diplomática fue la menos exitosa de todas, pero también era la preocupación menos premiosa de Stalin. La estrategia revolucionaria, por el contrario, fue desarrollada plenamente, y toda una generación de agentes se entrenó bajo el fuego enemigo. Y el frente propagandístico supuso una enorme y duradera victoria: tanto en Madrid como en Stalingrado se pusieron los cimientos para las singulares e indiscutibles credenciales antifascistas del comunismo.
¿Qué decir, pues, del papel desempeñado por los soviéticos en la lucha contra Franco? Sí, la Unión Soviética proporcionó armas y material (aunque a un precio exorbitante para la tesorería de la república), y sí, las fuerzas republicanas y comunistas (mejor organizadas) lucharon de manera eficaz. Según el historiador Paul Preston, la balanza se inclinó del lado fascista debido al apoyo aéreo de los alemanes e italianos: cuando los insurgentes carecían de superioridad aérea (como en la primera batalla de Madrid, y en Guadalajara en marzo de 1937), los republicanos podían vencer, y de hecho vencían. Así que los comunistas, desde luego, fueron una ayuda. Pero fueron también un estorbo. Marty rehusó dar armas, recursos médicos y permisos a voluntarios que eran anticomunistas reconocidos; se desviaron hombres y recursos valiosos para luchar contra los trotskistas y los anarquistas; los comunistas dividieron a los socialistas y alienaron a muchos simpatizantes republicanos. Muchos terminaron advirtiendo, con Orwell, que los comunistas eran hombres cuya profesión era “contar mentiras”, y este descubrimiento mermó sus ideales y su entusiasmo. Así que se hace imposible verificar de manera concluyente la contribución comunista a la guerra.
8.
Queda la cuestión más delicada de todas. ¿Fueron las Brigadas Internacionales y sus partidarios víctimas de un engaño? Es muy difícil contestar a esta pregunta, en parte porque concierne no sólo a unos cuantos miles de hombres, sino al sistema de creencias que imperó durante décadas entre millones de hombres y mujeres. Las Brigadas, por lo pronto, no fueron exactamente una comunidad benigna de idealistas. Algunos de los voluntarios albergaban fuertes prejuicios étnicos y raciales que fueron utilizados a la hora de promover enfrentamientos y divisiones homicidas. Muchos de ellos actuaban de manera despreciativa y condescendiente con los españoles, y provocaron resentimientos entre la población local. Algunos de ellos eran curtidos agentes del Komintern que tenían una idea muy clara de la situación. Los voluntarios venidos de Alemania, Austria e Italia habían sobrevivido a (y participado en) dos décadas de luchas entre comunistas y socialistas, y entre comunistas y fascistas, y sabían de antemano que España sería una continuación de aquellas batallas en un nuevo terreno.
Pero los británicos, y especialmente los norteamericanos, pecaron con frecuencia de inocentes. Fueron a luchar contra el fascismo, y hasta cierto punto lo hicieron. Pero fueron engañados. Hicieron de carne de cañón para los proyectos de los agentes del Komintern, fueron explotados y luego abandonados (en muchos casos se quedaron literalmente sin un céntimo y tuvieron que emprender el camino de regreso a casa en circunstancias muy precarias). Pero fueron engañados en mucha menor medida que todos aquellos partidarios suyos que aún hoy siguen ignorando la verdad. En 1944, Orwell, que seguía sin encontrar un editor para sus mordaces comentarios sobre el totalitarismo de izquierdas (en esta ocasión el texto ofensivo era Rebelión en la granja), señaló que la “voluntad de criticar a Rusia y a Stalin es una prueba de honestidad intelectual” en nuestro tiempo. Esto ya no es del todo cierto: lo mismo la Unión Soviética que Stalin son dianas fáciles. La mayoría de la gente ya no se engaña con la mística del “asesinato necesario” (“la aceptación consciente de la culpa en el asesinato necesario”, como dejó escrito Auden en “España 1937”). Hemos cubierto un largo camino, aunque el precio de nuestra claridad de ideas ha sido muy alto. Pero hay una ilusión levemente distinta y no menos dañina que ha sobrevivido incluso a la desaparición de la Unión Soviética, y que atrae a algunos hombres inteligentes pero fatalmente incautos.
9.
Hace mucho estaba de moda distinguir entre Lenin (bueno) y Stalin (malo). Otros se apoyaban en la distinción entre marxismo (bueno) y comunismo (malo); algunos de ellos, más sofisticados, preferían el contraste entre el primer Marx (bueno) y el último Marx (malo). En la actualidad, cuando todas estas distinciones se nos antojan remotas y teológicas, estamos asistiendo a su despertar en la forma de un contraste entre Moscú (malo) y comunismo local (bueno). Esta idea no ha tenido mucho éxito en el este de Europa, donde fluye a contracorriente de la sabiduría local; y por la misma razón se trata de un gusto minoritario en Francia e Italia. Pero en el Reino Unido y especialmente en los Estados Unidos se está convirtiendo en algo parecido a una moda.
El argumento es como sigue. Moscú era un nido de víboras, desde luego. Pero los comunistas locales (en Estados Unidos o en cualquier otro lugar) eran honestos, y no recibían sus órdenes de Moscú, y sus acciones estaban guiadas por una comprensión desinteresada de los intereses y circunstancias locales o nacionales. Cuando seguían las órdenes de Moscú, era a menudo con reluctancia, y emprendían estrategias autónomas siempre que podían. Por esta razón, la culpa que asociamos a Stalin, el Komintern, el Gulag, etcétera, no debería tener peso en nuestra apreciación de la historia del comunismo en, digamos, los Estados Unidos, y nuestra interpretación de los motivos y las acciones de los comunistas locales no tiene que estar contaminada por los pecados que ya conocemos. Un historiador ha llegado al punto de describir la reducida participación de hombres de raza negra en las Brigadas Internacionales como “uno de los momentos más importantes pero menos conocidos en la historia de la solidaridad internacional y panafricana…”
La gente que piensa de este modo no ve la razón de hacer comparaciones entre comunismo y nazismo. ¿Qué puede tener en común un miembro bien intencionado del pc en Detroit con un miliciano nazi en Munich? La noción de los comunistas como espías parece igualmente absurda: ¿para quién iban a espiar, y por qué? Desde esta perspectiva, Hiss, Rosenberg y compañía tienen más sentido, aún hoy, como una invención de la imaginación paranoica de los aislacionistas americanos. Y, sobre todo, las grandes ilusiones de la izquierda del siglo XX pueden seguir inamovibles, porque lo que para la mayoría de nosotros es su rasgo destructivo fundamental, el líquido corrosivo de la narración la mendaz fraudulencia de la empresa soviética, es simplemente irrelevante.
Se trata de un cuento de hadas, como este libro y mil más han demostrado ampliamente. No obstante, es un cuento de hadas de gran interés, hasta tal punto se halla reñido con el fenómeno que trata de exculpar. El gran objetivo del proyecto de Lenin era reemplazar los partidos socialistas descentralizados, democráticos, autónomos y no revolucionarios de la decimonónica Segunda Internacional por un movimiento único, centralizado y homogéneo. En 1919, diseñó las 21 condiciones que todo partido socialista debía aceptar de manera incondicional antes de integrarse en la nueva, tercera, Internacional Comunista. Se reducen a un único requisito: obediencia irrestricta e incuestionable a las estructuras, tácticas, estrategias, órdenes y prácticas que emanaran del centro en Moscú.
Estas condiciones no fueron nunca un secreto. Como Léon Blum y otros socialistas de la Europa occidental que las rechazaron vieron con claridad, representaban la diferencia crucial entre el comunismo y la socialdemocracia. Los socialistas eran hombres y mujeres que hacían lo que, a su juicio, la teoría marxista y las circunstancias locales requerían de ellos. Los comunistas eran gente que hacían lo que se les ordenaba. Ningún activista comunista se ha hecho jamás ilusiones sobre este punto. Si no te gustaban las reglas del mortal juego comunista, dejabas el partido o eras expulsado o exterminado, según las circunstancias. Pero las reglas eran claras.
En 1969, Boris Souvarine, quien cincuenta años antes había fundado lo que se convertiría en el partido comunista francés, se sentó conmigo y me explicó algo. El comunismo no tiene misterios, me dijo. No tiene enigmas. No hay nada que necesitemos saber que no sepamos ya. Lenin nos dijo (en el caso de Souvarine, literalmente) lo que pretendía lograr y cómo pretendía lograrlo. El resto es historia y autoengaño. No hubo nunca ninguna necesidad, en opinión de Souvarine, de esperar revelaciones chocantes, o discursos secretos, o la venida de Solzhenitsyn. El comunismo no se avergüenza de su proyecto ni de sus métodos. Había millones de testigos muertos, pero también cientos de miles de testigos vivos. Si querías saber lo que representaba el comunismo, sólo tenías que observar y escuchar. Lo que importaba, insistía Souvarine, era la capacidad de admitir lo que sabías. Souvarine hablaba, por supuesto, desde el pedestal de una experiencia poco frecuente: tras abandonar el ideario bolchevique vía el trotskismo, en 1936 publicó la que es aún la biografía más penetrante de Stalin, confirmada por todo lo que sucedió después y lo que desde entonces hemos descubierto.
Es una muestra de ceguera voluntaria insistir en que los comunistas operaron alguna vez con independencia de Moscú, cuando la razón de ser del comunismo ha sido asegurar que tal libertad de pensamiento y acción jamás fuera posible. Pero, como también señaló Souvarine, sólo tienes que creer algo sobre el comunismo, por improbable que sea, para que todo lo demás sea mucho más fácil de creer. En la época de Souvarine, aquellos que se tragaban tales cuentos de hadas al menos tenían una función política, razón por la cual los comunistas del núcleo duro, siguiendo a Lenin, los describían como “idiotas útiles”. Su función era hacer de cortina aislante, una especie de niebla que separaba la realidad comunista del universo de los cándidos bienpensantes. Pero, hoy en día, esta credulidad no sirve a ningún propósito obvio. Así pues, cui bono?
El único motivo obvio de tales esfuerzos por ocultar la verdad del pasado es evitarnos a nosotros mismos un sentimiento de desazón moral. Esto es emocionalmente comprensible, pero no es históricamente prudente. Haríamos mejor en aceptar las muchas verdades incómodas e incluso incompatibles sobre el siglo XX, incluyendo la evidencia indiscutible de nuestra propia credulidad (y cosas peores), que en añadir otra mentira a fin de satisfacer nuestro deseo de tranquilidad. Después de todo, hay muchas historias verdaderas sobre el siglo XX que aún podemos contar sin vergüenza, porque la verdad de hoy es la que siempre ha sido: la verdad sobre Franco, la verdad sobre Hitler, etcétera.
Pero necesitamos añadir a éstas la verdad sobre el comunismo; no truismos sobre Stalin, o incluso Lenin, o Moscú, o la nomenklatura, o los rusos, o los extranjeros, sino la verdad sobre el comunismo: que fue una trampa excepcionalmente deshonesta cuyas víctimas aquiescentes incluyen a sus distantes apologistas en Inglaterra y Norteamérica, los mismos que enviaron a otros al infierno con entusiasmo y la mejor de las intenciones. En la terrorífica confusión de los años treinta, en el todo o nada de la guerra contra Hitler, en el espejo deformante de la Guerra Fría, aquellos que pensaban que podían salvar la esencia del “sueño” comunista separándolo de la corrupta penumbra soviética eran, supongo, idiotas útiles, aunque sólo fuera para esa penumbra corrupta. Hoy sólo son idiotas. ~
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