Venezuela en crisis

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La revolución evaporada
Tú vienes y, a quemarropa, sin ninguna anestesia, me preguntas: ¿qué sucede en Venezuela? No se entiende nada, dices. Las palabras, por unos segundos, quedan flotando entre nosotros. Tal vez, de pronto, siento que un erizo de mar se ha sentado sobre mi lengua. Vivir aquí no nos hace inmunes al desconcierto. Nadie sabe demasiado bien lo que pasa. Nadie puede saberlo. Cuídate de aquel que sepa claramente qué ocurre. Sospecha del que pretenda explicar nuestra realidad con dos espléndidas ecuaciones. En historias como éstas, no tener dudas suele ser lo más peligroso.
     Somos un estado de confusión en pleno desarrollo. Cualquiera que se asome ahora a nuestra geografía tendrá que respirar tres veces para tratar de soportar la cotidiana intoxicación política, el exceso mediático, la lujuriosa producción de informaciones. Si te separas de los medios, quizás te pierdas el final de la historia. En esa frase llevamos ya tantos meses. Somos una videocracia con una programación de 24 horas que se niega a reducir sus niveles de intensidad. Así también nació, en parte, este proceso. En el instante en que, el 4 de febrero de 1992, tras un intento de golpe de Estado más cercano a la chapuza que a la estrategia militar, las cámaras de televisión se posaron sobre un teniente coronel. En esa brevísima aparición, Hugo Chávez reconoció su derrota y estrenó, al mismo tiempo, su estrellato político. Visto a la distancia, más que una rebelión casi fue un segmento de nuestra, adelantada y particular, Operación Triunfo.
     El modelo bipartidista que durante las últimas décadas del siglo XX había gobernado a Venezuela era ya un fracaso, un agotamiento desbordado. El país vivía en una exigente e impostergable necesidad de cambio. Que alguien reconociera su desesperación ante el sistema, y asumiera además su fracaso públicamente, significó una acción aun más importante que el burdo ensayo de subir las escalinatas del Palacio de Miraflores con un tanque de guerra. El verdadero golpe del 2 de febrero de 1992 fue mediático. La clase política tradicional, tras haber demostrado contundentemente su falta de probidad y su incapacidad para administrar el Estado, comenzó a perder, desde ese día, uno de sus monopolios más importantes: la gerencia de la esperanza popular.
     Te cuento: eso de que somos un país rico no es joda. Al menos, lo fuimos. Como idea, como concepto. Casi como un ardid matemático: geografía + petróleo es igual a nosotros con muchos dólares. Y, probablemente, alimentamos un regocijo cultural propio de todo aquel que se ha ganado la lotería. La noticia de que, con algo de más de veinte millones de habitantes, éramos el primer país importador de whisky escocés del planeta animaba nuestra estima. Pensábamos con el orgullo o, en el mejor de los casos, con el hígado. Así, también, fuimos tristemente célebres en Miami: "Ta barato, dame dos" —nos llamaban—. Más allá de estampas como éstas, y de la promoción de corruptelas en las élites políticas y empresariales, para la mayoría de los venezolanos la riqueza petrolera siempre fue una abstracción incomprensible: ¿cómo un país tan rico mantiene a cerca del 70% de su población en situación de pobreza?
     En ese escenario, Hugo Chávez podía danzar perfectamente. Su discurso feroz en contra de la corrupción era un himno que todo el país estaba deseando escuchar. El perfil de un ex militar decidido a intervenir en la política asomaba la ilusión de un orden y de una disciplina que tanto se anhelaba en las funciones de gobierno y de control social. Su sorprendente talento comunicacional, además, dejaba vacías las nociones de representatividad y legitimidad con las que, hasta ese entonces, se habían manejado los políticos tradicionales. Chávez saboteó de manera natural la solemnidad, la pompa, el protocolo de lo público. Dejó a sus competidores sin promesas y se apropió de una nueva idea de futuro. Cuando ganó las elecciones, en 1998, tenía un abrumador 80% de popularidad. Los grupos económicos y los medios de comunicación estaban de su lado. El país de pronto fue una novedad.
     (Te confieso que yo no voté por él. Era imposible no identificarse con alguna de las verdades que estallaban en su discurso, pero a mí me pudo más lo militar. Todo lo castrense siempre me ha producido más de un escozor. Tal vez sean prejuicios muy básicos pero, genuinamente, desconfío de alguien que se viste de la misma manera todos los días, que entiende su relación con los otros a partir de la dinámica de dar o de recibir órdenes. Jamás, tampoco, me ha entusiasmado nuestra cosmogonía bolivariana. Me parece francamente cursi. Es como una sobreactuación en nuestra identidad. Cuando, en pleno debate electoral, a Chávez le preguntaron por su ideología, él contestó que no era de izquierda ni de derecha: "yo soy bolivariano". A veces, por cosas así, uno vota o deja de votar por alguien.)
     En todo caso, no se trataba, ya se sabe, de un fenómeno aislado: la llegada de Chávez al poder forma parte de la misma crisis que, de muy diversas maneras, ha ido moviendo las bases políticas del continente: el triunfo de Lagos en Chile, la derrota del pri en México, el naufragio argentino, las recientes victorias electorales en Ecuador y en Brasil… Esa búsqueda que llamamos historia y que, en América Latina, más que avanzar, parece siempre demorarse con respecto a nuestras grandes utopías. Vale escribir lo que Miguel Cané escribió sobre Colombia en 1884: "El porvenir es inmenso, pero desgraciadamente remoto".

Miserias de la lógica revolucionaria
No exagero si te digo que hay quien piensa que, cada mañana, Fidel Castro le envía por fax una hoja de instrucciones a Hugo Chávez. Conozco a más de un afecto al gobierno que en verdad cree que toda la gente que va a las marchas de la oposición recibe dólares del imperialismo yanqui. Sé también de una mujer que realiza canalizaciones. Es una suerte de médium, un instrumento de la ventriloquia trascendental. Ha recibido un mensaje de Simón Bolívar para Hugo Chávez. Pero, según parece, el presidente no acepta intermediarios. Ya nada nos sorprende. El país se ha convertido en un delirio efervescente. Para los que vivimos aquí es muy difícil quedarse al margen. Ya hasta nos estamos peleando los refuerzos celestiales: Chávez ha asegurado, apretando un crucifijo como quien empuña un bisturí, que Dios también apoya al gobierno. "Si Cristo redentor está con nosotros, ¿quién puede enfrentarnos?" —le ha gritado a la oposición—.
     Probablemente ahí se encuentre algún origen de toda esta maraña, cuyos argumentos son, en gran parte, afectivos. Suele el fantasma de la revolución convocar a otros fantasmas, más viscerales e impacientes. Chávez llegó al poder como quien llega a cambiar la historia. No pretendía administrar un buen quinquenio sino transformar la patria. En sus palabras: "¡Por fin la revolución es gobierno!" Nada de esto ha debido sorprender al país. Alberto Garrido, uno de los expertos en esa nueva materia denominada chavología, ha hecho una biografía afinada de los antecedentes de este proceso. El origen se remonta a una estrategia del Partido Comunista de Venezuela en 1957, cuando se planteó "la inserción o captación de cuadros revolucionarios en las Fuerzas Armadas Nacionales". Sin embargo, sólo es en 1964 cuando aparece por primera vez la idea de un movimiento bolivariano. Según el ex líder guerrillero Douglas Bravo, se intentó "la nacionalización del pensamiento revolucionario". En esa fecha, Hugo Chávez era un mocoso de diez años. Dicta la historia que es en 1977 cuando el actual presidente se integra a estas lides, y en 1982 cuando junto a otros militares forma el Movimiento Bolivariano Revolucionario 200.
     Para gran parte de la población, lo bolivariano o revolucionario en Chávez era percibido como un aderezo simpático, como parte de su carácter pintoresco, dicharachero, o como una fórmula válida para su victoria electoral. La Asamblea Constituyente, primera gran acción del gobierno, produjo una constitución moderna, fraguada con la participación de todos los sectores del país, con buenos avances en la construcción de un nuevo marco legal; pero también introdujo dos elementos que comenzaron a calentar algunos sistemas de alarmas: la extensión del periodo gubernamental a seis años y la posibilidad de una reelección inmediata. El presidente, además, tampoco se ahorró sutilezas. En sus frecuentes intervenciones públicas comenzó a hablar de un futuro revolucionario por etapas: estábamos en "la década de plata", nos dirigíamos hacia "la década de oro". Finalmente sentenció que se retiraría en el 2021, en la efemérides de la Batalla de Carabobo, a doscientos años de la reyerta que le dio la independencia a Venezuela.
     Aunque, en concreto, en el sentido estricto de las condiciones objetivas de la realidad, la revolución no hubiera transformado nada, simbólicamente ya había producido un cataclismo: acabó con el sentido de la alternancia política. El gobierno hablaba como si fuera eterno, como dispuesto a no dejar el poder hasta haber conquistado sus objetivos. La democracia había sido una ruta, pero podía comenzar a transformarse en un estorbo para el proyecto bolivariano. Las primeras acciones reforzaron esta visión: la emergencia por cambiarle el nombre al país (¿por qué el gobierno, con esas cifras de pobreza, se ocupa de rebautizarnos como República Bolivariana de Venezuela?, se preguntó alguno), el nombramiento a dedo de gente fiel al frente de todos los poderes públicos (¿cómo es posible que el vicepresidente, de un día para otro, se convierta en fiscal general de la República?, inquirió alguien), la inclusión de la formación premilitar en las escuelas (¿qué decirte de mi cara cuando mi hija de 16 años me anunció que el próximo martes le iban a enseñar a armar y desarmar una 9 milímetros?, preguntó otro alguien, tan cualquier alguien como yo)… El carácter inflamable del discurso de Chávez, tan provechoso en la contienda electoral, se convirtió en un irritante desmesurado. Todavía bendecido por la popularidad, se mofaba o satanizaba la crítica, la diferencia. Decretó que cualquiera que no se plegara mansamente a su proyecto era un oligarca, un traidor. Promovió un saludo que hasta el día de hoy distingue a los chavistas: los brazos en alto sobre los hombros, el puño cerrado de una mano golpea la palma abierta de la otra mano. Una y otra vez. Como una campana seca. Como un mudo ritmo de guerra. Pero, del otro lado, una incipiente oposición también desarrolló angustias propias de la cubanidad mayamera. Algunos periodistas se convirtieron en elementos protagónicos del enfrentamiento en contra del gobierno. Algunos de los viejos políticos reaparecieron, dispuestos a cualquier cosa con tal de recuperar sus antiguos empleos. La idea de la revolución desnudó y azuzó lo peor de cada uno de nosotros. Trabucó la necesidad de cambio en resentimiento. Alentó los prejuicios de todo tipo. Fomentó la división. Propuso la intolerancia como dinámica de relación social. Nos enfermó socialmente. Así son, con harta frecuencia, estos procesos. No conciben el consenso. Toda negociación les parece una derrota. Más que superar las contradicciones, sólo desean suprimirlas.
     Ni la oposición es una caterva de neonazis, ni Hugo Chávez Frías es una aleación de Pinochet con Milosevic. No hay una dictadura en Venezuela. Pero tampoco existe un equilibrio de poderes. No hay censura, pero el gobierno es un continuo ejercicio de intimidación, de amedrentamiento. Todo puede ser tan legal como inadmisible. De lado y lado. Ni Chávez es Hitler, ni la oposición es el Ku Kux Klan. (Ambas definiciones se han suscrito. No pienses que esto es un invento personal, por favor.) Todo forma parte de una misma singularidad, de una complejidad que cierto pensamiento crítico europeo —cuyo emblema bien podría ser Ignacio Ramonet— nunca podrá comprender. No hay nada más frívolo que Le Monde Diplomatique a la hora de analizar la "crisis venezolana". Recurre a los estereotipos más inocentes de la dulce izquierda europea, como si nos tomara como excusa para ajustar cuentas con su mala conciencia, con la propia historia colonialista de Francia.
     Somos rehenes de un sueño. Ahora, más que nunca, estamos cercados por todas nuestras múltiples miserias. Nada es totalmente lo que parece. Todo se le asemeja demasiado. La más cínica paradoja es que la revolución tampoco es una revolución. Ni siquiera.

La incertidumbre como única certeza
El lenguaje es gratis y está al alcance de todos. Por eso es democrático y promiscuo. Es el territorio ideal para cualquier rebeldía. Así me pasó: fui a recibir a un periodista mexicano al aeropuerto y me detuve unos minutos a platicar con los obreros que trabajan en la reconstrucción de todas las instalaciones. Estaban estacionados, en plan de eterno mediodía, cuando les pregunté cómo iban las obras. "La vaina está parada", dijo uno. Y después hubo una pausa como una gota. Como si el sol sudara, como si una gota del sudor del sol pudiera caer y aplastarse sobre el asfalto. Un silencio amarillo. Bastante lento. Hasta que otro de los trabajadores, aflojando una sonrisa, remató: "Dicen que ya no hay dinero. Que se lo gastaron en los viajes. Tú sabes, como esto es una robolución…"
     Al día siguiente de la toma de posesión, en 1999, Hugo Chávez criticó los lujos de su cargo. Se quejó amargamente de la piscina y de la sala de cine que tenían la residencia presidencial. Puso en venta limosinas y aviones. Se presentó como un espíritu franciscano, sin otra apetencia que la justicia. Varios meses más tarde, sin embargo, ya en la vanidad de creerse un héroe tercermundista en contra de la globalización, compró un airbus de setenta millones de dólares. Esa fue la primera bofetada en contra de nuestra pobreza. Los cálculos señalan que, a estas alturas, Chávez le ha dado la vuelta al mundo tres veces. Que, por lo menos, ha pasado doscientos días fuera del país, coleccionando sellos en su pasaporte.
     La ilusión de castigar a los corruptos del pasado se desvaneció rápidamente. Tampoco el nuevo gobierno pudo controlar su propio ejercicio. La gestión revolucionaria ya cuenta con infinidad de denuncias de corrupción, algunas de ellas tan significativas como la que señala al Plan Bolívar 2000, que involucra a algunos de los actuales altos jefes militares del gobierno chavista y representa la malversación de cientos de millones de bolívares dirigidos a prestar ayuda social a los estratos más pobres de la población venezolana. Según Transparencia Internacional, "el fracaso del gobierno con respecto a su promesa de ponerle coto a la corrupción ha resultado ser una amarga ironía para el presidente Hugo Chávez, quien llegó a la presidencia impulsado por sus mensajes anticorrupción".
     Puedes escuchar lo que dice Chávez. Siempre será magnífico manoseando verbos. Realmente admirable. No obstante, el idioma de las cifras no dirá lo mismo. En estos cuatro años de gestión, con unos ingresos petroleros mayúsculos (hablamos de más de 130 mil millones de dólares), los indicadores de pobreza han aumentado. Las estadísticas señalan que dos millones de personas en Venezuela pasaron a pertenecer a nuevos hogares pobres, al elevarse en 200.160 el número de hogares en situación de pobreza, mientras que unas 293 mil personas cayeron en situación de pobreza crítica, es decir, unos 56.506 hogares. Mientras, los impuestos aplicados por la revolución son de un rigor neoliberal que espanta. El país rico sigue en su caída libre hacia la miseria más radical. Ni siquiera Bolívar pudo salvarnos de nosotros mismos.
     La revolución es un vapor, una humedad que nos envuelve y nos tensa. Un fuelle invisible que ha ido quemando la temperatura del país. El gobierno ha concentrado el poder, ha generado su propio partido desde el Estado. Olvídate de la organización popular, de la autogestión, de la formación cooperativa. El gobierno entiende al pueblo como brigadas de choque. Es parte de la filosofía rottweiler: o se quedan quietos o les suelto a los desdentados. En el otro bando, hay ciertos sectores de la oposición que ya están ganados por la histeria, que aún no han entendido en qué país viven. No han comprendido que Chávez también es un paradigma cultural. Es una versión de la venezolanidad con la que, largamente, nos tocará debatir. Chávez es una ejecución exitosa de una de las maneras de nuestra identidad. En el 92 fue un golpista inacabado. Fracasó pero cayó de pie. No le hizo falta arriesgar el pellejo. Tan sólo fue parcamente sincero frente a la tele. Obtuvo la popularidad y el poder con rapidez. Casi saltó de la prisión a la presidencia, cumpliendo con el guión de cualquier bolero. Chávez es la demostración palpable de que hay un sueño venezolano posible. Es parte de un ideal patriótico: su trabajo es hablar. Es lo único que hace. Cobra su sueldo y tiene prestigio a cuenta de sus palabras. Goza de todas nuestras íntimas utopías: lanza un strike en el estadio de los Yankees de Nueva York, viaja a Tokio y abraza al emperador, baila en República Dominicana, canta donde lo asalte la inspiración, echa un chiste apenas se le ocurre…¡Jamás ha tenido la necesidad de cambiar nada! ¡Siendo él mismo es todo un éxito! Para una parte del difícil universo de la miseria, se trata de un sueño, de todas las vergüenzas vengadas, de una probable felicidad. Para alguna parte de ciertos sectores medios y de la antigua clase política, se trata de una agresión inaceptable. Lo que empezó como una pugna se ha trastocado en feroz intolerancia. Chávez se atornilla al poder mientras sigue prometiendo el firmamento que nos merecemos. Nada ha cambiado pero nada es igual. Ahora, a cuenta de las mejores causas, ya somos capaces de destruirnos.
     No hay salidas fáciles. No hay recetas. Escribo estas líneas sobre los primeros días de enero de 2003. Ya llevamos más de un mes en "Paro Cívico Nacional". El país es casi una quiebra. La terquedad, un buen método de destrucción. Ninguna de las partes se muestra dispuesta a ceder y, sin embargo, cada día que pasa, es más evidente que la única salida posible es la negociación. Aun más allá de cualquier consulta electoral, se hace necesario un acuerdo nacional que incluya a todos los sectores y a todas las corrientes políticas. Sólo así será aceptado ese acuerdo por toda la población. Lo otro es la violencia. La cruda estadística que va dejando cada vez más muertos en los enfrentamientos entre las marchas del gobierno y de la oposición. La ignorancia de no haber vivido, de no saber cómo empieza una guerra civil.
     Si vinieras ahora a Venezuela, si pasearas estas calles, podrías tocar la incertidumbre en el aire. Aun detrás de nuestros gritos, de la bulla, de esa incapacidad natural que tenemos para el silencio; aun así, podrías palpar la respiración de las preguntas. Van y vienen. Saltan. Se despeñan. Se estiran, se arrugan. El futuro sólo es un blanco móvil. Ya no promesa. Ya, cada vez más, tan sólo una probable amenaza. ~


     — Alberto Barrera Tyszka

 


RELATO DEL ANGLÓFILO Y EL GOLPISTA

1.
El teniente coronel de paracaidistas Hugo Chávez animó durante casi diez años una logia militar secreta.
     Uno de sus ritos de iniciación requería acampar la víspera del natalicio de Simón Bolívar bajo el legendario samán de Güere y hacer allí una vela de armas.
     En tiempos del barón de Humboldt, el samán era paradero obligado en el camino que llevaba de Caracas a los llanos. Podía dar cobijo a un centenar de viajeros con sus cabalgaduras.

A su sombra pernoctó el ejército del Libertador en 1813. De allí, quizá, la magia empática.
     Lo que hoy se alza en medio de la Carretera Panamericana es un retoño suyo, también centenario. A pocos metros de allí hay una gasolinera, una vulcanizadora, un baldío donde destazan chatarra y una fonda de camioneros.
     Una noche —pronto hará veinte años—, Chávez y otros cuatro de sus compañeros se sustrajeron a la vigilancia de sus superiores para ir a vivaquear bajo el samán, que hace tiempo fue declarado enfermo terminal por los fitólogos del Ministerio del Ambiente.
     Aquella noche Chávez propuso a sus compañeros de jamboree hacer un juramento. ¿No juró acaso Bolívar en una colina de Roma, en 1804, en presencia del preceptor de su infancia, Simón Rodríguez?
     Nuestros escolares aprenden un apócrifo fraudulento atribuido por los expertos al propio Simón Rodríguez, único "testigo" de la improbable efusión romana. Lo han repetido desde el último cuarto de siglo XIX, cuando el dictador Guzmán Blanco inauguró el culto oficial al Libertador.
     La fórmula que Chávez propuso a sus compañeros es una mezcla del "Juramento en el Monte Sacro", fijado por la escuela elemental en tiempos de Guzmán, y de consignas agraristas del decimonónico —y hoy extinto— Partido Liberal de Venezuela. Así se fundó el "Movimiento Revolucionario Bolivariano 200". La cifra comenta el bicentenario del natalicio de Bolívar. Corría, justamente, el año de 1983.
     En febrero de 1992 los conjurados del samán de Güere salieron a la luz embarcándose en una cruenta intentona que buscaba derrocar al presidente Carlos Andrés Pérez. Actuaron simultáneamente en Maracaibo, Valencia, Maracay y Caracas.
     Entre los facciosos se contaba el teniente de paracaidistas Octavio Almarza. Su misión era penetrar en el palacio presidencial de Miraflores y hacerse con el presidente Pérez, vivo o muerto.
     Al cabo de varias horas de combate los asaltantes se convirtieron en asediados y, al agotar la munición, terminaron por rendirse a las tropas leales. Tendido bocabajo, cautivo y esposado, el teniente Almarza debió presenciar cómo una agente de la seguridad del Estado ajusticiaba prisioneros y remataba heridos. La mujer le disparó a quemarropa con una pistola de alto calibre y lo dio por muerto.
     El caso de la rubia no identificada que, en atuendo swat, asesinó a sangre fría a varios paracaidistas ya rendidos, movió la simpatía del público hacia el joven oficial rebelde que, milagrosamente, salvó la vida. Luego de dejar el hospital, Almarza purgó condena por rebelión, al igual que Chávez y los demás insurgentes.
     Las causas por rebelión militar fueron sobreseídas por el presidente Rafael Caldera, sucesor de Pérez en el cargo. Con ello dio por cerrado el caso de la logia bolivariana, que en diez años logró captar a más de trescientos oficiales del Ejército, la Aviación y la Marina. Muchos habían jurado alguna vez bajo el samán; todos, sin excepción, fueron dados de baja y puestos en libertad.
     Las mujeres encuentran sumamente atractivo al teniente Almarza, quien, con gafas ahumadas y el cabello segado casi al rape, parece un Bruce Willis espigado y mestizo. Campeón de natación en la Academia Militar, Almarza podría posar con el torso desnudo para la portada de un manual de ejercicios abdominales. El teniente no ha hecho nunca un secreto del haber actuado como stripper en las noches "sólo para damas" de un sitio de copas caraqueño mientras anduvo caído en desgracia y sin empleo.
     Por aquel tiempo, mucho antes de decidirse a lanzar su candidatura a la presidencia, Chávez se limitaba a vagar por el interior profundo de la república. Predicaba ante pequeños grupos la abstención electoral y propugnaba la fundación de una internacional bolivariana, una especie de liga Baath trasandina. Llegó a hacerse por completo invisible a la prensa, a las agencias encuestadoras, a la clase política. Mientras tanto, las columnas de chismes de farándula hacían del oficial stripper una celebridad nacional.
     Con rara impavidez, Almarza retaba a los presentadores de los programas de trasnocho a hacer a un lado las preguntas de asunto sicalíptico y abordar un temario "más serio" que él mismo proponía: la pobreza crítica, la corrupción de los partidos, la bancarrota de las instituciones, los efectos perversos de las políticas del Fondo Monetario Internacional…
     Por eso, porque el desnudista bolivariano era una celebridad mediática, todos lo reconocimos en el acto la tarde de 1996 en que llegó al auditorio del "Instituto Rómulo Gallegos de Estudios Latinoamericanos" para asistir a una conferencia del profesor Luis Castro Vieira.
     2.
     Nadie en Hispanoamérica ha denunciado tan sistemática y lúcidamente como Castro Vieira el culto a Bolívar, no sólo como martingala militarista, sino como el misticismo moral que ha envenenado durante más de un siglo nuestra idea de la república, de la política y del ciudadano.
     Para Castro Vieira el bolivarianismo es un historicismo de la peor especie que entraña una moral inhumana e impracticable y, por lo mismo, tremendamente corruptora de la vida republicana. Se lamentaba de que la biografía ejemplar de Simón Bolívar haya sido la única filosofía política que los venezolanos fuimos capaces de discurrir en siglo y medio. Esa "filosofía" no es, según su expresión, más que una perversa "escatología ambigua" que sólo ha servido para alentar el uso político del pasado. ¿Un ejemplo?
     La fallida política de sustitución de importaciones, ensayada en 1960 por el gobierno de Rómulo Betancourt, empapeló los muros de Venezuela con afiches plagiarios del aviso reclutador del Tío Sam. Simón Bolívar, en uniforme de generalísimo, ceñudo e imperioso, nos increpaba con el índice. La leyenda al pie rezaba: "Yo la hice libre. Hazla tú próspera. ¡Consume productos venezolanos!" Bolívar, trasmutado en pionero del proteccionismo cepalista; alguien de quien Raúl Prebisch no vendría a ser sino un epígono.
     A su vez, la izquierda insurreccional criolla nos dio, en esos mismos años, un Bolívar protoguevarista y antiyanqui. Últimamente, el Libertador ha sido exaltado como remoto mentor intelectual de la OPEP.
     Dos advocaciones recientes, aparecidas en la prensa caraqueña, al cierre de esta edición: el Bolívar ambientalista, defensor del bosque tropical de lluvia desde los tiempos de la Gran Colombia, y el Bolívar visionario antiglobalizador, enemigo jurado del NAFTA y del ALCA.

3.
     A Castro Vieira se le atribuye la introducción de la práctica del rugby en este país de jugadores de béisbol.
     Su padre había sido profesor en la Academia Militar de Venezuela y estuvo entre los pocos militares que permanecieron leales a la Constitución y al presidente Rómulo Gallegos cuando éste fue derrocado en 1948. Lo pagó con el exilio en Santiago de Chile. Fue allí, en un colegio inglés —The Grange School—, donde su hijo se aficionó al rugby.
     De ojos azules y atezado por el tenis y la natación, su bigote chorreado lo hacía parecer un Robert Louis Stevenson (saludable, claro) que entrenase para un equipo polinesio de triatlón. Doctorados por La Sorbona y Cambridge. E.G. Moore, Gilbert Ryle. Tradujo al castellano La ética y los límites de la filosofía, de Bernard Williams.
     Apenas un año antes de la intentona de Chávez, apareció en Caracas su libro capital: La teología bolivariana. Allí puede leerse que "el fracaso de Venezuela como república liberal [en el siglo XIX] se agravó con el culto bolivariano. Ese culto se ha prolongado en el siglo XX como nuestra única historiografía política. Ese culto aplazó sine die el ejercicio de la razón entre nosotros. Su inhumana moralidad es imposible de alcanzar, como no sea a través de un proceso de 'revolución permanente'; esto es, al precio de una conmoción política y de una anomia permanentes."
     El teniente Almarza trajo consigo a la conferencia en el "Rómulo Gallegos" un ejemplar de La teología bolivariana para hacerlo autografiar.
     Los que quisimos felicitar al profe tuvimos que esperar a que el militar desnudista y el deportista filósofo conferenciasen sentados en butacas de primera fila del auditorio ya vacío.
     Cuando al fin salieron al vestíbulo, el teniente había sido admitido al seminario de filosofía moral que el profe dictaba en la Universidad Simón Bolívar, donde, irónicamente, dictó cátedra antibolivariana toda su vida. La verdad, no nos sorprendió demasiado, porque el profe era así, repentista y reservado al extremo.
     Una vez desapareció de pronto, durante tres días inexplicables, y regresó al posgrado sin contarnos que había ido a las Islas Caimán británicas, en busca de un balsero cubano varado en un centro de detención para inmigrantes ilegales. En virtud de un tratado entre Cuba y el Reino Unido, el balsero —un adolescente, casi un niño— se hallaba en riesgo inminente de ser deportado a Cuba.
     El muchacho era pariente de un amigo suyo en el exilio cubano quien, sabedor de los vínculos del profe con nuestra Cancillería, había solicitado discretamente su ayuda para obtener una visa venezolana que salvara al muchacho de la deportación. Se hicieron complicados arreglos para que Castro Vieira fuese oficiosamente por el chico, cuyo hermano había muerto en la aventura, devorado por los tiburones al lanzarse al mar, delirante de sed. De todo esto vinimos a enterarnos de modo casual, muchísimo tiempo después —y sólo por boca del balsero—, pues el profesor regresó impenetrable y lacónico —volvió en plan "decíamos ayer"— de su misión en las West Indies.

4.
     El seminario Carácter y fortuna moral sesionaba en un centro de posgrado que ocupaba los terrenos de una antigua ganadería de toros de lidia en las afueras de Caracas.
     El centro se llamaba IDEA (por "Instituto de Estudios Avanzados") y otrora había sido el núcleo de un proyecto académico, concebido en el delirio de uno de nuestros booms petroleros. Se suponía que debía equipararse con el tiempo al Colegio de México, pero un derrumbe imprevisto de los precios de la cesta de crudos OPEP (y la devaluación del bolívar en el año bicentenario del Libertador) mató esas pretensiones. Luego de una hora en IDEA, la incertidumbre y la decadencia te hacían sentir en el astillero de Juan Carlos Onetti.
     Los burócratas vendían a escondidas el mobiliario y el equipo de oficinas y laboratorios. Empleaban los alojamientos para profesores invitados como hotel de citas y las instalaciones del centro de convenciones como sala de fiestas. Así complementaban sus salarios. Todo a espaldas pero a sabiendas de la directiva académica; no sé si me explico. Lo único allí con rango verdaderamente internacional y avanzado era el profesor Castro Vieira.
     Partidario del método digresivo, Castro Vieira nos alentaba a compartir nuestras lecturas. Harry Altuna abriría la tanda. Después Sandra, después el teniente Almarza, después yo, después Tamayo, después Ponce y vuelta a empezar.
     Altuna declaraba ser un estudioso de todo lo que Hilary Putnam tuviese que decir sobre el realismo, la razón y la incertidumbre. Como también le gusta mucho el cine, Harry propuso una "lectura" de Crimson Tide (1995), la película de guerra submarina dirigida por Tony Scott que protagonizan Denzel Washington y Gene Hackman.
     A pesar de juzgarla un poco laxa para su gusto, el profesor aprobó la experiencia que quizá sirviese para calentar motores, si permanecíamos atentos a los temas del seminario: carácter, adversidad, la pregunta por la vida buena, fortuna moral.
     Pasamos una tarde de cineclub muy chévere. Ingenio, risa, refrigerio, compañerismo; si alguien iba al baño paraban la película. Al final, todos simpatizamos con Denzel Washington y aprobamos sus decisiones. Menos el teniente, que estuvo por Hackman.
     A Sandra la seducía por entonces el trabajo de Martha Nussbaum y, al llegar su turno, nos propuso un texto de la gringa, titulado: "El discurso de la Hécuba de Eurípides sobre la firmeza del carácter bueno en la adversidad". La jeva llegó, como se dice, con piedras en la mano: se acabaron las tertulias vespertinas.
     Hécuba, según Martha Nussbaum, vino tan a propósito que ni el propio Castro Vieira habría dado, creo yo, con cosa tan hard boiled, tan pertinente y nutritiva. Tuvimos suficiente para un par de semanas de trabajo intenso. Hasta que le tocó al teniente enseñar su naipe y nos leyó el relato de su captura.
     Era un parte de guerra: "a las cero cuatrocientas horas reporté por radio la novedad de dos heridos graves entre el personal", y cosas así. Pero una vez traspuso el pasaje de la rendición —estaba ya esposado, estaba bocabajo— dejó de leer y todo el cuento de la rubia con la 9 milímetros y del tiro por la espalda se tornó realismo sucio oral. Terminó mostrándonos el costurón que le hicieron en el hospital.
     El profesor parecía muy abochornado por la exhibición y también muy triste. Cabeceaba de adelante hacia atrás, con las piernas cruzadas, quizá componiendo mentalmente un comentario, quizá no, cuando Sandra preguntó, con mucha sorna y a nadie en especial, qué convendría atender primero en aquel ejercicio, si el carácter o la fortuna moral. Con la misma sorna se volvió hacia Almarza y le dijo, amigable: "Chamo, nosotros vamos a salir a dar una vuelta mientras tú te vistes, ¿okey?" Todos la seguimos, muy agradecidos.
     Dos o tres semanas más tarde, cuando la tanda de lecturas regresó al teniente, el hombre volvió a leernos el parte de guerra, sin ninguna variante, salvo que esta vez prescindió de mostrarnos el costurón.
     —Oye, tremendo guayabo el tuyo, pana, con ese asalto tan chaborro al palacio. Pero, ¿tú sabes?, esto no es una terapia de apoyo para golpistas —protestó Sandra, dulcemente—.
     Las rubias la tenían tomada con el teniente. No he contado que Sandy es hija de argentinos refugiados que llegaron a Venezuela en los años 70, huyendo de la dictadura militar. Sandy se crió en los bloques de Artigas. Es catira de pelo lacio. Como ver y escuchar a una Melanie Griffith que hablase caraqueño barrial.
     —Todavía me falta un pedacito —dijo él—. El remate.
     Y leyó de carrerilla el faltante, que era una cita que había encontrado, dijo, en un comentario de Italo Calvino a la Anábasis de Jenofonte: "el hombre puede verse reducido a ser una langosta y aplicar sin embargo a su situación de langosta un código de disciplina y de decoro —en una palabra, un 'estilo'— y confesarse satisfecho, no discutir ni mucho ni poco el hecho de ser una langosta sino sólo el mejor modo de serlo".
     —¿Y cuál es tu mejor modo de ser plaga de langosta? —preguntó Sandy—. ¿Asaltar el palacio de Miraflores a media noche para darle bollete al presidente? Sacude, paquetero. "Plaga de langosta", "estilo", "Italo Calvino". Cuidado me cortas con ese cuchillo de cartón, Jenofonte. Mejor picha bajito que hay ropa tendida, disfraz: tú lo que eres es tremendo golpista.
     El teniente, muy digno, dijo: "Ah, no. Sin insultar, vamos a respetarnos". Después se levantó y se fue, muy cejijunto. Pero a ninguno nos pareció que estaba realmente disgustado. "Aliviado" lo describe mejor. Sandy aprovechó el impulso y comenzó a descargarse también a Castro Vieira. Habló con el falso miramiento que la lisura venezolana cree suficiente cortesía:
     —Chamo, discúlpame pero perdóname —dijo, moviendo la cabeza—. Tas vuelto un redactor de Le Monde Diplomatique. Tas igualito a Ignacio Ramonet: no puedes ver un militar que se diga nacionalista y de izquierda porque se te sale la babita y te me vas de lado, caballo.
     No bien Sandy lo reconvino, el profe comenzó a sangrar copiosamente por la nariz.
     Todos volamos a socorrerlo, en un revuelo de pañuelos y escritorios apartados estrepitosamente para hacerle sitio, tenderlo en el piso, echarle hacia atrás la cabeza. No era la primera vez, pero invariablemente Castro Vieira rehusaba hacerse ver aquello que bien podía ser la tensión arterial. El sangrado le puso un final de zitcom al incidente de la plaga de langosta: Sandy dice lo suyo, el profesor sangra por la nariz, fade out.

5.
     Antes de la siguiente sesión del seminario Chávez cambió de idea, se dejó de abstencionismos y lanzó definitivamente su candidatura a la presidencia.
     El teniente Almarza se retiró del seminario para unirse a la campaña electoral. Llegado el momento, fue electo a la Asamblea Constituyente, promesa primordial de la campaña de Chávez. Como diputado, estuvo entre los promotores de la idea de cambiar el nombre oficial de Venezuela a República Bolivariana de Venezuela.
     Tiempo después fue designado director del mismo cuerpo policial al que había pertenecido la rubia de la 9 milímetros. Estuvo a cargo de la custodia de Vladimiro Montesinos mientras éste permaneció oculto en Venezuela. La prensa venezolana —que no es precisamente de las más probas del planeta, todo hay que decirlo— lo ha acusado, sin aportar evidencia, de ser el oficial de enlace ante los agentes cubanos que asesoran la seguridad personal de Chávez.
     La victoria de Chávez y sus bolivarianos zarandeó duramente a Castro Vieira; su abatimiento moral afectó para siempre y para mal el desempeño del seminario. En el otoño de 1999 aceptó una invitación a hacerse profesor visitante de un centro de estudios latinoamericanos en la Universidad de Chicago.
     Allí murió, en la primavera de 2000, a causa de un shock hipertensivo que le provocó un derrame cerebral. Los sangrados nasales, ¿recuerdan? El mejor atleta puede tener aneurismas ocultas. De cualquier maya sale un ratón, dice la guaracha.
     A la muerte del filósofo, el teniente —siempre una celebridad de gafas ahumadas— declaró a los medios que sus mentores intelectuales habían sido Hugo Chávez y Luis Castro Vieira y que, desde luego, no esperaba que ello fuese cabalmente comprendido.
     Un año más tarde acudió a la presentación póstuma de Bolívar de izquierda, Bolívar de derecha, una serie de ensayos hasta entonces dispersos, promovida por sus antiguos alumnos, Sandy a la cabeza. El teniente anunció entonces lo que sería su homenaje póstumo al desmitificador de Bolívar: la biblioteca de la policía política venezolana lleva hoy el nombre del autor de La teología bolivariana.
     En 1829, en carta a un político liberal venezolano, Simón Bolívar escribió: "Si algunas personas interpretan mi modo de pensar y en él apoyan sus errores, me es bien sensible pero inevitable; con mi nombre se quiere hacer en Colombia el bien y el mal. Y muchos lo invocan como texto de sus disparates". ~
     — Ibsen Martínez

 

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(Caracas, 1960) es narrador, poeta y guionista de televisión. La novela Rating es su libro más reciente (Anagrama, 2011).


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