Para honrar la memoria de la emperatriz María de Austria, muerta en 1603, compuso Tomás Luis de Victoria un Oficio de Difuntos cuya restauración (o restitución) puede escucharse, por ejemplo, en la versión de Paul McCreesh y el Gabrieli Consort (Archiv, 1995). En un espacio sin límite, la polifonía levanta columnas sonoras que ascienden como los sinuosos lomos de las salomónicas hasta perderse en el infinito. El monumento musical sería incomprensible, sin embargo, fuera del recinto donde se celebraban las exequias.
Estaba la Capilla Real colgada de terciopelo y damascos negros, como también los pilares de la Iglesia timbrados con escudos de armas imperiales. En el centro se sustentaba el suntuoso Túmulo en quadro que tenía de ancho 18 pies y de alto 54 sin contar la imperial Corona que lo remataba […] todo de arquitectura corinthia, de las quatro esquinas del Túmulo se levantaban quatro agujas de quatro candeleros, cada uno hecho de redes de madera quadrada, llenas de luces, siendo las que le circundaban dos mil, etc.1
Tampoco el público podía escapar al código invisible, al formidable troquel que daba unidad al conjunto sonoro, arquitectónico y dramático.
Se juntaron en la Capilla Real […] los Perlados y Cavalleros y Mayordomos de la Magestad de la Emperatriz y el ilustrísimo Emperador Rodolfo II y los demás albaceas y los demás criados, todos vestidos de luto, cubiertas las cabezas con lobas y capirotes, etc.
Aquella obra de arte total tenía por referente, sólido e indudable, el Imperio Cristiano como alegoría del Imperio Celeste con el que se fundiría el día del Juicio Final. Sin embargo, ninguno de estos elementos, tomados de uno en uno, pertenecía al orden de lo artístico. Dicho con mayor precisión, nada de lo que tuvo lugar en la Real Capilla de las Descalzas había sido producido por individuos cuya conciencia pudiera llamarse "artística". Nosotros no podemos ni imaginar qué clase de intencionalidad habitaba en el alma de aquellos expertos artesanos barrocos, y sus modestísimos comentarios nos desconciertan más que nos iluminan.
Cantó la Capilla unos versos sáficos con muy buena música que dieron mucho contento a los que estaban presentes.
Eso es todo. No precisaban comentario añadido ninguno.
El último presidente de los EE.UU. que recibió honras fúnebres ejercía un poder infinitamente superior, no ya al de María de Austria, sino al de Felipe ii, su hermano. Sin embargo, durante la ceremonia se interpretó el Adagio de Barber, pieza de mucho efecto que todo el mundo conocía gracias a Platoon, película de Oliver Stone sobre la guerra de Vietnam. Los asistentes al acto vestían lo corriente en un día de trabajo, excepto los familiares, de luto, y el único añadido litúrgico digno de mención fueron las salvas de los artilleros. Los comentarios que suscitó el simbolismo del funeral llenan una biblioteca.
Entre los muchos contrastes que pueden establecerse entre ambas ceremonias, uno de los más notables es aquello que junta y separa la palabra "poder". El limitado poder del emperador barroco tenía, en el orden simbólico, la potencia de un dios. El casi ilimitado poder del emperador americano tiene, en lo simbólico, la potencia de un producto mercantil.
Separar las diferencias no debe llevar ni al sarcasmo ni a la melancolía. Se trata, por copiar a Loos, de no confundir la catedral de Chartres con un orinal. Ambos son perfectos e insustituibles, ambos son imprescindibles, pero su descendencia es diversa. Chartres genera familias inmensas y su progenie llega hasta el gothic revival, las novelas de Hugh Walpole y la opereta El jorobado de Notre Dame, entre muchas otras descendencias, como el esqueleto de hierro que quedó al descubierto tras el derrumbe de las Gemelas. También del orinal descienden mil invenciones, hasta llegar a la célebre Fontaine de Duchamp y el Piss Christ de Serrano.
En estos desmesurados trayectos simbólicos puede hablarse de "decadencia" siempre que, una vez más, lo hagamos a la manera de Walter Benjamin, no como un juicio de valor sino como una descripción que nos permita apropiarnos de nuestro mundo como realmente "nuestro", en oposición con "el otro". Porque en cada uno de los productos actuales, si son serios, late su origen. Y ese origen posee un rango o se adscribe a un paradigma. Por acabar con un último ejemplo, la novela de Thomas Bernhard, Corrección, una de las más admirables del siglo XX, tiene su origen en las historias de herederos malditos cuyo destino siempre trágico se remonta, atravesando el cadáver de Hamlet, hasta Orestes y el rey Edipo, encarnación de la sabiduría tal y como la inventó Occidente en tiempos de Sófocles. Así Roithamer.
En el origen está el presente, el presente está en el origen. La transparencia es una de las escasas herramientas capaces de alumbrar el cada vez más oscuro camino de las categorías artísticas. ~