“El pasado es otro país, allí la gente hace las cosas de otro modo.” El célebre inicio de The Gobetween de L. P. Hartley se convierte con los años en propiedad común de quienes, aun sin haber leído la novela, ya hemos vivido más de dos tercios de nuestro tiempo posible en este mundo.
A mitad y fines de los años cincuenta, años que correspondieron a mi adolescencia y a la primera de mis varias juventudes, la calle Viamonte entre Reconquista y Florida, con la Facultad de Filosofía y Letras, las librerías Letras y Verbum, más tarde Galatea, la redacción de Sur, el Teatro de los Independientes, más tarde Payró, y los varios bares, era un territorio rico en promesas y revelaciones para el aprendiz de flâneur que lo exploraba cotidianamente sin saber, como dice un poema de Kavafis anterior a Proust, que en los surcos de ese tiempo perdido se depositaba la ignorada semilla de monstruos y, acaso, prodigios venideros.
Una tarde de 1958 en la librería Letras, el joven petulante que yo era, intolerante con la palabra “realismo” (entonces manoseada por una triunfalista izquierda más intelectual que literaria), se atrevió a decir su desprecio por Balzac, “autor realista”. Un desconocido que hojeaba números recientes de revistas literarias lo interpeló: “Disculpe, m’hijo, pero ¿usted leyó a Balzac?” Ante mi silencio prosiguió: “Me da la impresión de que usted leyó más bien algún manual de historia de la literatura francesa.” Indiferente ante mi turbación prosiguió: “¿Por qué no lee ‘Les Sécrets de la Princesse de Cadignan’? O anímese con Splendeur et misères des courtisanes.” Y después de una pausa, antes de partir, añadió: “Bueno, si tiene ganas…” Esta última manifestación de una cortesía impecablemente espontánea me dejó más mudo aún. Para perfeccionar mi humillación, apenas el desconocido hubo salido, no sé si fue Margarita o María Rosa quien me informó: “Es José Bianco.”
Yo había leído Las ratas y Sombras suele vestir, que Alberto Tabbia me había prestado, anunciándome que el autor era el dueño del “estilo invisible” más terso y castigado de la prosa argentina de su tiempo. La conciencia de haberme puesto en ridículo tuvo el efecto benéfico de lanzarme a la lectura de Balzac y permitirme intuir lo que años más tarde me iba a explicar Roman Jakobson: la relatividad histórica de toda noción de realismo. Semanas más tarde, de nuevo en Letras, me crucé con Bianco. Él no pareció reconocerme y yo, tras mucha vacilación, me animé a abordarlo, a decirle que había leído “Le Chef-d’oeuvre inconnu” y que agradecía su consejo. Sonrió: “No había leído a Balzac, ¿verdad? ¡Qué suerte tiene, descubrir tan joven a un autor casi infinito!”
No sé si fue esa misma tarde o en algún encuentro posterior cuando me invitó a pasar por la redacción de Sur, aún albergada entonces en la vieja casa de altos de San Martín 689 cuya primera pieza, depósito de números atrasados que se vendían por casi nada, yo ya había visitado. La invitación me permitió avanzar por el pasillo bordeado, de un lado, por otras piezas, del otro por vidrios de colores que daban a un patio interior. En la pieza del fondo tenía su escritorio Pepe; en la vecina, tras una puerta apenas entreabierta, estaba (invisible pero ocasionalmente muy audible) Victoria.
No tengo el menor recuerdo de nuestra conversación durante esa primera visita, que imagino muy suelta y afable de parte de Bianco, consumado actor de la vida social, y sin duda difícil y tropezada de mi lado. Lo que sí recuerdo es que salí con el encargo de una reseña. Bianco me dio a elegir entre varios libros recientemente publicados; el único que me interesó fue Guirnalda con amores de Bioy Casares, obra “menor” que aún hoy me parece de las mejores de su autor. A Bianco le sorprendió mi elección: “No tenés gusto de joven”, me dijo. No era la primera vez, ni sería la última, que me hacían notar mi predilección por frecuentar, entonces, a mayores, así como hoy me siento más cómodo rodeado de muy menores.
Dos semanas más tarde, interminables días de escritura y correcciones circulares y por cierto ineficaces, volví a Sur con tres o cuatro hojas que Bianco prometió leer muy pronto. No tuve noticias de él durante no sé cuánto tiempo. Cuando finalmente me atreví a llamarlo me pidió que pasara a verlo. De un cajón sacó mis páginas, cubiertas de lápiz rojo, y se embarcó en una larga, amabilísima disección: “Mirá, tu nota dice cosas interesantes pero está mal armada y no muy bien escrita. En el primer párrafo nomás adelantás la conclusión: el resto parece entonces pura repetición o, peor todavía, algo obvio. Una reseña hay que contarla, como
cualquier otro escrito: empezar con algo que capte la atención del lector, irse luego por otro lado, volver al principio enriqueciéndolo con esa digresión y hacer como que dejás descubrir al lector una conclusión que vos conocés de antemano. En fin: como un cuento ¿no? Además, esta palabra no recuerdo cuál es medio estridente, promete demasiado. ¿Por qué no ponés no recuerdo cuál otra, que es más usual y te permite avanzar mejor? Y este otro párrafo, bueno, está bien, pero se siente que estás contento de lo bien que te salió. Tené cuidado: cuando uno queda contento de lo bien que le salió algo que ha escrito casi siempre es porque ‘da literatura’ y es mejor suprimirlo.”
Hoy sé que no siempre he tenido el coraje de seguir este último consejo, pero sí sé que aquella tarde recibí una primera lección que me iba a acompañar, e iba a crecer, como la amistad de Pepe, toda la vida. ~
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