Paul Auster, comp., Creía que mi padre era Dios, Anagrama, Barcelona, 2002, 521 pp.
RELATOSCoral americana
Este libro nació en la radio. Hace dos años Paul Auster convocó a los escuchas de su programa radiofónico a escribir y enviar algunos relatos personales. Sólo fijó dos condiciones: que los textos fuesen breves y rigurosamente verídicos. La idea era simple: leer algunos de esos relatos durante la emisión mensual del programa. Pero la abrumadora respuesta del público dispuso otra cosa: no fue posible leer al aire los cuatro mil relatos y, casi de inmediato, se pensó en reunirlos en un libro. Tampoco fueron suficientes las páginas de ningún tomo y, por ello, hubo que seleccionar algunos textos y descartar todo el resto. El mismo Auster se encargó de la tarea. El resultado fue Creía que mi padre era Dios, libro disperso y extraño, construido con ciento ochenta relatos y dispuesto a la manera de un vasto mural sobre la vida estadounidense.
El libro fue escrito por amateurs y se nota. Los valores literarios son escasos y, a veces, inexistentes. A menudo los textos están escritos con entusiasmo pero rara vez con destreza. Hay voluntad pero no de estilo: se quiere narrar lo vivido sin importar demasiado la manera en que se haga. Sólo un puñado de autores tiene vocación y oficio: sus textos brillan sin problemas. Estos relatos son los más legibles pero no los únicos: incluso los textos más pobres se leen fácilmente.Todos y cada uno gozan del privilegio unánime de la literatura estadounidense: la fluidez y la velocidad narrativas. Ante ellos pueden esgrimirse las mismas críticas que ante buena parte de las letras norteamericanas: falta de ideas, ausencia de estilo, superficialidad aparente. Pero una cosa es innegable: su rara eficacia narrativa. En Estados Unidos los relatos avanzan y avanzan rápidamente. La agilidad de su cine es, con frecuencia, la agilidad de su prosa. No hay barroquismos sino estilos tan limpios y depurados como sus suburbios. La eficacia es su marca.
Más importante es la suma de los relatos. Solos, son desiguales muestras de la eficiencia estadounidense; juntos, son piezas de un extraordinario mural de Estados Unidos. El libro consigue lo que no habían logrado antes poderosos narradores: contener entre sus dos tapas casi toda la realidad norteamericana. Ni siquiera John Dos Passos o Don DeLillo habían trazado una pintura de estas dimensiones. Aquí descansa casi todo aquello que define a la potencia: carreteras y suburbios, desiertos y avenidas, beisbol y negocios, racismo y guerra, sida y religión. No son grandes historias sino, más convenientemente, anécdotas cotidianas, vividas y escritas por individuos ordinarios. No hay tesis ni conclusiones: sólo voces y testimonios. El libro tiene la ventaja de su autoría colectiva y la explota con provecho: celebra la pluralidad y la contradicción. Así, dice mucho más sobre Estados Unidos que cualquier obra de, por ejemplo, Paul Auster.
Sólo la presencia de Paul Auster impide que el libro sea memorable. Cualquier editor habría sido un obstáculo pero ninguno como Auster: su visión del mundo es demasiado estrecha como para no afectar la riqueza de este tomo. A él le interesan apenas un puñado de asuntos, el azar y el destino sobre todo. Aquí también rigen sus obsesiones: la mayoría de los relatos están demasiado cercanos a su sensibilidad. Hay encuentros casuales, golpes de suerte, múltiples accidentes, coincidencias inexplicables, oscuros pliegues fantásticos ocultos en la superficie de la realidad. A ratos, incluso, Estados Unidos parece un remedo del mundo delineado por Auster, ligeramente inquietante y ferozmente arbitrario. A algunos esto les parecerá un acierto y a otros un lamentable equívoco. La bibliografía de Auster se suma otro libro, pero el libro pierde pluralidad y viveza. Estados Unidos es mucho más de lo que Paul Auster sospecha.
No obstante, la emotividad un elemento ajeno a su obra se filtra en casi todos los relatos. La gente aquí reunida aprovecha la escritura para exponer sus sentimientos a través de anécdotas íntimas. Algunos optan por testimonios menores: un objeto perdido y después recuperado, una mascota muerta, una amistad olvidada. Otros son menos reservados y narran eventos más emotivos: la muerte de un familiar, la crisis amorosa, un día de permiso fuera de prisión. La imagen de Estados Unidos que surge de estos testimonios apenas si tiene relación con la tierra baldía imaginada por Eliot: está cargada de sentimientos y pasiones. A veces, desde luego, son también demasiados los sentimientos y demasiadas las pasiones. Muchos de estos relatos no rayan en la emotividad sino en la cursilería. Paradoja curiosa: algunos de estos textos corren el peligro del sentimentalismo, mientras Auster padece el de la geometría. Una obra es demasiado sentimental para ser extraordinaria, en tanto que la otra es demasiado simétrica para ser memorable.
Pero no importan los excesos sentimentales ni las carencias técnicas: el libro se vale de esos defectos para erigirse como un auténtico, descomunal testimonio de Estados Unidos. Quizá algún cínico diga incluso que este es el mejor libro de Paul Auster. Y tal vez no se equivoque. ~
es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).