La nueva Miss Universo es rusa y trabaja de policía. Pero el asombro que suscita no tiene que ver con su procedencia ni su oficio sino con el hecho desconcertante de que luce mejor vestida de teniente que de reina de la belleza.
Hay explicaciones fáciles para el fenómeno, desde el gusto por las mujeres fuertes, que allanan el corazón y convierten el cortejo en un arresto domiciliario, hasta la obsesión por lo improbable tan cara al cine porno donde lo decisivo del sexo es que ocurra con una mujer bombero. Nada de esto puede atribuírsele a la rusa. No estamos ante una amazona que promete incómodos tatuajes ni ante una embaucadora deseosa de fingir que en su regimiento el uniforme admite escote y minifalda. No, la Miss se ve espléndida en ropa horrible. ¿Qué sucede entonces? ¿La ascensión de la ultraderecha europea ha militarizado el erotismo? Tampoco esta hipótesis resulta satisfactoria: la Venus en cuestión no sugiere actos de comando ni arriesgadas detonaciones. No distingo nada ontológicamente policiaco en su maravilloso estar ahí, uniformada hasta el huesito. Una mujer de tropa, imprecisa y perfecta. En cambio, en traje de baño se asimila a los miles de cuerpos que trabajan en pro de la venta de desodorantes.
Tal vez la respuesta no esté en la admirable efigie de la reina sino en el ambiente donde circula desde que salió del frío. Ahora que se acabaron las ideologías, la sociedad gerencial vende pastillas y refrescos con cuerpos semidesnudos en cualquier parada de autobús. Es ya imposible que un videoclip excluya de su minitrama el sexo frenético y no hay modo de navegar por internet sin pasar por aerolitos que muestran senos, nalgas, vientres lisos, labios en estado de éxtasis. La publicidad opta por jóvenes de semblante postcoital, sugiere orgías impares o activa danzas de un contoneo pélvico que sería molesto poner en práctica en la cama pero que tienen valor positivo porque hacen pensar en la cópula como un proceso generador de electricidad. Ante un nuevo comercial de televisión, resulta difícil saber si se fomenta el consumo de un coche, de un castillo o de un leopardo, pero no olvidamos la mano masculina sobre un muslo cubierto de rocío.
El exhibicionismo rige todas las formas de representación: las relaciones públicas de los genitales se documentan sin freno ni escándalo en hotlines, libros y horarios triple A. La idea de ultraje o transgresión, esencial al erotismo, apenas puede ser asociada con el cuerpo desnudo. Al respecto escribe Mihály Dés: "¿Qué es, en el campo sexual, lo que sigue siendo prohibido y, como querían Freud y Bataille, sagrado? Si lo visible para todos deja de ser tabú, queda poca cosa por transgredir." Mirar un pezón es una rutina ciudadana. Y algo más: el pezón vive en un cuerpo rutinario. A pesar de la conocida biodiversidad del planeta, las anatomías en los muros de la ciudad se asemejan entre sí en la misma medida en que se apartan de nuestros conocidos. En laboratorios fotográficos de Milán, París y Nueva York se destila la versión estándar que el Él tiene de Ella. Caciques como Pedro Páramo o Tirano Banderas envidiarían el poder de los árbitros de la moda. Indiferentes a la Coatlicue o la diosa Kali, eligen como perfecta una nariz que rara vez ocurre en las regiones subtropicales. Pero el influjo del Dr. Mengele no sólo atañe a la raza sino al sexo. Incluso la publicidad para mujeres pasa por una mediación machista: la mujer consume para verse como la vería un hombre enfebrecido. Hay, claro está, algunas variaciones: en las farmacias, las sílfides que promueven cremas tienen pechos pequeños y en los kioscos, las divas del porno ostentan su poderío neumático. Pero en esencia se trata del ataque de los clones.
Todo esto ocurre en la pantalla o en fotografías, los sitios donde por ahora ocurre la mayor parte de nuestra vida. Surge entonces la pregunta: ¿dónde estamos nosotros, los que éramos antes del fin de la historia y de volvernos postpersonas? Anónimos y tumultuosos, compramos las cosas que nos venden los cuerpos desnudos, lo cual apenas tiene que ver con el deseo. La modelo es una convención del empaque, como la cáscara de jitomate rebanada en espiral que no comemos ni adorna gran cosa, pero informa que esa es la guarnición del guiso. La sociedad democratiza las partes que antes fueron íntimas y las despoja de misterio. No es casual que los programas de la hora tengan que ver con la invasión de la privacidad. Big Brother y sus derivaciones permiten escudriñar la vida ajena con una voracidad que comienza por revelar secretos y termina por banalizarlos. Lo público y lo privado han invertido su papel: la intimidad existe para que el prójimo la exhiba en la mediósfera. Mientras tanto, nosotros, los espectadores, somos como los guardias de una cárcel de máxima seguridad: vigilamos el mundo por un sistema de circuito cerrado. Es aquí donde encuentro el significado profundo de la belleza vestida de policía. Si ya es raro que esté vestida, lo es más que le otorgue singularidad a esa ropa en serie. Es el reverso de los cuerpos cuya desnudez representa el uniforme de un campo donde se extermina el deseo. En nuestra celda de guardianes, fisgamos siluetas hasta descubrir a la mujer guardián. Dos condiciones la definen como un nuevo ideal: siendo prodigiosa, parece posible. En los corredores sin término donde vemos fotogramas de cuerpos repetidos, ella promete las delicias de la evasión que sólo conocen los reclusos. Afrodita, que salió del mar con cautivadora desnudez, ahora es diosa vestida de teniente. ~
es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).