Existe Estados Unidos y existe el americanismo: un lugar y un ideal. El ideal es tan real como el lugar, pero no es lo mismo que el lugar. Nunca hay que confundir el lugar con el ideal. La mayoría de las veces, el lugar se queda por debajo del ideal. De hecho, la posibilidad de distinguir entre lo que es el americanismo y lo que es Estados Unidos
arranca, precisamente, de la fundación de la crítica social y política en Estados Unidos. Pero es importante recordar que esa crítica ha alcanzado su mayor eficacia, no en contra del ideal de Estados Unidos, sino en nombre del ideal de Estados Unidos. El americanismo es lo que muchas veces arroja una luz reprobatoria sobre Estados Unidos. El movimiento por los derechos civiles en los años sesenta, por ejemplo, triunfó gracias a que demostró que el trato que se daba a los estadounidenses negros era una traición a los principios estadounidenses. Y lo mismo es cierto respecto del movimiento popular en contra de la descarriada aventura estadounidense en Vietnam. No existe una manera más poderosa de avergonzar al gobierno estadounidense que invocar la Constitución de Estados Unidos.
Y sin embargo también es cierto que ese lugar quiero decir el Estados Unidos de hoy en día, con todas sus imperfecciones y sus sandeces jamás ha quedado totalmente por debajo del ideal. El ideal vive en todas partes, en todos los ámbitos de la vida estadounidense. El americanismo cuenta con cimientos, cimientos firmes, en la realidad estadounidense. Por ello el World Trade Center de Nueva York se convirtió en una tumba masiva. Los criminales de Al Qaeda no entendieron mal lo que es Estados Unidos: lo entendieron muy bien, y por lo tanto lo odian: cualquiera que crea lo que ellos creen debe oponerse a Estados Unidos. Son nuestros enemigos naturales, somos sus enemigos naturales. No cabe que ambos tengamos la razón.
La atrocidad terrorista del 11 de septiembre ha llevado a que se reabra el debate sobre el americanismo y su significado. (El debate ya se estaba reiniciando a causa de las nacientes fuerzas de la antiglobalización, aunque Bin Laden haya puesto la cuestión en la liza de una manera mucho más áspera). ¿Pero cuál es el ideal estadounidense? Hay mucha gente que cree que el americanismo es esencialmente una ideología del poder. La magnitud del poderío estadounidense es un hecho indiscutible de la historia moderna; y también es indiscutible que el capitalismo estadounidense a veces ha estado animado por una codicia salvaje y repugnante (aunque el capitalismo, como alguna vez lo observó Irving Howe, el gran socialista estadounidense, se puede corregir mediante la política). Sin embargo, el registro histórico de los conflictos de Estados Unidos con el mundo, más allá de sus fronteras, es mucho más complicado. Algunos de esos conflictos fueron motivados por el cinismo más ruin, pero algunos lo fueron por el idealismo más elevado. Y nunca debemos menospreciar la espectacular timidez estadounidense con respecto al mundo, la insularidad un aislacionismo temperamental, si se le quiere ver así que los propios estadounidenses consideran como uno de los rasgos de su patria, un país que tiene el tamaño de un continente. Además, no es cierto que los poderosos siempre estén equivocados y que los desvalidos siempre tengan la razón: ese es un pobre dogma de la identidad política, de la adoración que el mundo contemporáneo siente por las víctimas. Rechazar el poder de manera irreflexiva es tan estúpido como aceptar el poder irreflexivamente.
No: el ideal estadounidense no es una filosofía del poder. Me gusta pensar que el ideal estadounidense es una filosofía de la libertad, de la libertad política y económica; pero sé que se burlarán de mí por una concepción tan sentimental, por la vena de patriotismo que entraña. Después de todo, el patriotismo es una mancha intelectual, ¿no es cierto? Bueno, todo depende de la sustancia que se dé a la creencia. Cuando digo que el ideal estadounidense es una filosofía de la libertad, digo asimismo, hablando de la manera más estricta, que el ideal estadounidense no es de ninguna manera un ideal estadounidense, sino un ideal universal. Creer en la libertad es creer que la libertad debe ser universal; de otro modo no se trata de una creencia sincera. Como estadounidense, no puedo decir que sólo los estadounidenses deben ser libres: decirlo sería mostrar que no comprendo el significado de la libertad. En términos filosóficos y patrióticos, una visión tan estrecha sería incoherente. (El universalismo no tiene que ser cosmopolitismo; pero ese es un tema para otra ocasión.)
Arranquemos, pues, estas ideas de las nubes y traigámoslas a la tierra. Cuento con evidencias empíricas de que el ideal estadounidense es un ideal universal. Esa evidencia empírica es la inmigración a Estados Unidos. De todos los rincones de la tierra, de manera legal e ilegal, y a veces poniendo en gran riesgo sus vidas, multitudes de hombres y mujeres emigran hacia el estado hegemónico. Los mueve, obviamente, la confianza de que allí tendrán una vida mejor, económica y políticamente. El atractivo de Estados Unidos alcanza a personas con visiones del mundo espectacularmente distintas. Transciende diferencias religiosas, culturales y lingüísticas. Es decir, es un universalismo. Estados Unidos siempre se ha rejuvenecido con la inmigración. Es la ecúmene moderna, y la vida estadounidense denota un gran ecumenismo. Esto es, una vez más, lo que los terroristas teócratas aborrecen. Sin embargo, en estos días oscuros, los estadounidenses pueden hallar consuelo en un hecho: los terroristas, que se hallan entre nosotros, son ampliamente excedidos en número por los inmigrantes, que también se hallan entre nosotros, al grado que la verdadera antítesis de los terroristas son precisamente los inmigrantes entre los que ellos se ocultan.
Quiero ser muy claro. No digo que la libertad sólo sea posible en Estados Unidos. Esa es una idea absurda. Pero no veo cómo se puede amar la libertad y odiar a Estados Unidos. Hay un punto más allá del cual el antiyanquismo, no el americanismo, se vuelve incoherente: desde un punto de vista intelectual, se convierte meramente en un disfraz filosófico para una preferencia política. Y mientras camino por las calles de esta angustiada e indignada ciudad, afirmo algo más: si se ama una cosa, también se debe amar la condición en que se da esa cosa. Estados Unidos es la condición histórica de principios y prácticas bajo los cuales (yo y muchos, muchos millones de mis compatriotas) queremos vivir. Por tal razón, no siento ninguna incomodidad intelectual al decir, como lo hago con frecuencia en estos días, que amo a mi país. Se me ocurren lealtades más tontas y peligrosas. –
(Brooklyn, 1952), crítico, editor y, desde 1983, editor literario de The New Republic. Es autor de Kaddish (Vintage, 2009), entre otros libros.