Mi buen y esgrimista compañero de páginas, el señor Duque de Corso,1 me sorprendió hace unas semanas en su columna, sobre todo teniendo en cuenta el castellano de ley que se gasta normalmente, incluso cuando le sale un poco demasiado la jerga recia, con palabras que no entiendo y que siempre imagino mucho más brutales de lo que serán, seguramente.
Lo cierto es que me sorprendió por dos motivos. El primero carece de importancia y allá cada cual con sus lealtades, pero no pude por menos de quedarme estupefacto cuando calificó de "decente" el alma de un periodista tan calumnioso en lo que a mí respecta, que la próxima vez que me lo encuentre —y ojalá no la haya nunca—, me temo que no tendré más remedio que cruzarle la cara (Pérez-Reverte sabe de sobra que a algunas indecencias sólo puede contestarse con un sopapo, aun en estos tiempos supuestamente civilizados). También, dicho sea de paso, afirmaba mi camarada que el individuo en cuestión "escribía como Cristo bendito". No sabía que Cristo hubiera sido un cursi embotellado.
Pero mi sorpresa principal fue otra, al leer el título de su bonita columna, "La carta de Brasil". No descarto que hubiese ahí una errata de El Semanal (a mí me caen unas cuantas mensuales),2 como tampoco descarto que el Duque Arturo se confundiera de nombre al referirse al "decente". En todo caso: como soy muy maniático con las cosas de la lengua, cada vez que oigo o leo "Brasil" en contexto castellano, los oídos o la vista se me sobresaltan espantados. Porque en nuestro idioma nunca se ha llamado así a este país, o no al menos hasta que la permanente contaminación del inglés ha llevado a muchos periódicos, escritores y locutores a suprimir el artículo determinado que el español ha puesto tradicionalmente a unas cuantas naciones, regiones y ciudades. En inglés se dice, en efecto, Brazil, Japan, India, China y demás. Pero en castellano, lo siento, hemos hablado siempre del Brasil, el Japón, la China y la India. Y también del Perú, la Argentina, el Uruguay, el Rosellón, la Lombardía, el Piamonte, la Renania, el Véneto, el Languedoc, la Borgoña, la Crimea, las Bahamas y las Bermudas, La Rochelle, La Mancha, La Rioja, La Coruña y El Escorial. Y si ustedes ven un documento oficial brasileño, verán que ellos mismos le ponen el artículo a su país y que, por ejemplo, su embajada es do Brasil, esto es, "del Brasil". También los peruanos se indignan si a su nación se la llama "Perú" a secas, tanto como los mexicanos si ven el nombre de la suya escrito con j, sobre todo porque la anticuada grafía con x no impide la pronunciación como j en ciertas excepciones, y lo sé bien porque a mí me pusieron Xavier y así me lo escribía siempre mi madre en sus cartas, lo cual no la llevó nunca a llamarme otra cosa que Javier, con el sonido j actual (otro tanto ocurre con Ximena o Ximénez).
En algunos de los casos mencionados la cosa parecería clara, porque se presupone la omisión de un sustantivo: así, la (República) Argentina, las (islas) Bahamas, las (islas) Filipinas. La costumbre, con todo, es propia de nuestra lengua y de otras romances, ya que un inglés dirá siempre que ha ido "a Bahamas" o "a Bermudas", o por supuesto "a Argentina", y por tanto el contagio podría acabar por alcanzarnos también aquí. Estoy convencido de que a Pérez-Reverte le parecería un tremendo soplapollas o un pijo inefable quien le dijera que ha pasado el verano "en Rioja" o se ha comprado un piso "en Escorial", o que se liga mogollón "en Baleares", o que lo tiene fascinado "India", o que Don Quijote cabalgó "por Mancha". Y estoy igualmente seguro de que se habrá pasado la infancia —como yo, de la misma quinta— leyendo aventuras que ocurrían en la India, en la China, en el Yucatán o en el Canadá (apuesto tres dedos a que nunca dijo "la Policía Montada de Canadá"); y de que gran parte del misterio y el riesgo de esos lugares nos provenía de ese artículo determinado que el español les ha antepuesto, hasta estos tiempos imitativos y cursis.
Nuestra lengua se está llenando de estupideces superfluas. Hay muchas más, sólo mencionaré una segunda: en inglés hay un tipo de títulos que requieren el artículo indeterminado A o An, y así tendríamos A History of the World o An Idea of Time, para indicar que no se trata de La (The) historia del mundo o La de la filosofía, las únicas verdaderas y posibles. Pero en castellano resulta que la ausencia de artículo ya indica eso, y por consiguiente esa clase de libros se han titulado siempre Historia de la filosofía, Historia del arte, Historia de Grecia. Pues bien, últimamente nos encontramos con montones de obras, con títulos mal traducidos del inglés, que se llaman Una historia del ajedrez o Una historia del prepucio, algo tan ridículo como redundante.
En fin, que no se me rebote Corso, pero es que en él suelo ver uno de los escasos focos de resistencia ante la continua invasión de chorradas que nuestra lengua sufre. No me vuelva a fallar en estas lides, compadre, por favor se lo pido. –
(Madrid, 1951-2022) fue escritor, traductor y editor. Autor, entre otras, de las novelas Mañana en la batalla piensa en mí (1994), Tu rostro mañana (tres volúmenes publicados en 2002, 2004 y 2007) y Tomás Nevinson (2021). Recibió premios como el Rómulo Gallegos en 1995, el José Donoso en 2008 y el Formentor en 2013. Fue miembro de la Real Academia de la Lengua.