El estrabismo de los semidioses

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Desde hace un tiempo, es mucha la gente que me va soltando: “Qué, estarás contento”. La suposición no hace referencia a ninguna ventura personal ni literaria, sino a mi condición de madridista veterano y confeso y al fichaje del brasileño Ronaldo por parte del club de mis infantiles, adolescentes, juveniles y maduros amores, no hay fidelidad en la vida tan resistente como la futbolera. Mi respuesta es tibia invariablemente: “No te creas, casi habría preferido que no, no me hace muy feliz ese jugador.” La expresión de incredulidad de mis interlocutores sólo la calibrarán los no aficionados si aclaro ahora mismo que Ronaldo está considerado como uno de los cuatro o cinco mejores futbolistas del mundo y que hace pocos años, antes de su racha de lesiones que lo ha mantenido casi inactivo durante los últimos dos o tres en el Inter de Milán, se lo juzgaba, tan arbitraria como universalmente, el mejor de todos y se lo empezaba a poner a la altura del Cuarteto Oficial de Genios en la historia de este deporte, a saber: Di Stéfano, Pelé, Cruyff y Maradona.
     Debo decir que la equiparación de este último con los otros tres me pareció siempre excesiva. Sin duda Maradona era extraordinario, probablemente más habilidoso o malabarista que ellos. Pero para estar a su nivel le faltó, en mi opinión, algo básico: la inteligencia abarcadora. Era muy listo, muy vivo, rápido de pensamiento y de ejecución en el campo, pero, por así decir, con él tuve la impresión de que su cabeza “sólo” funcionaba allí, a ras de hierba. No me refiero a que sus opiniones o actos vestido de paisano, en su vida “civil”, dejaran que desear, eso es lo de menos en un futbolista, o lo puede ser. Es más bien que, a diferencia de Di Stéfano, Pelé y Cruyff, carecía de la capacidad milagrosa para estar a la vez a ras de hierba y suspendido en el aire, contemplando cada partido desde arriba en su totalidad. Era como si esos tres fueran a la vez actores y dramaturgo de una representación, intérpretes y compositor de una partitura musical, personajes y autor de una novela, estrellas y director de una película, a la manera de Chaplin o de Orson Welles. Y a Ronaldo, desde luego, no se le ha visto hasta ahora el menor atisbo de este don, llamémoslo de poseer un ojo humano y otro divino, uno interior y otro exterior, un magnífico estrabismo. (Sí lo tuvieron, por cierto, otros jugadores legendarios pero no tanto como el Cuarteto: Beckenbauer, Matthews, Charlton, Netzer, Suárez, Babington, Zidane. Su menor capacidad interpretativa, no obstante —su menor habilidad—, no les permitió entrar en comparación con los Genios.)
     Mi mayor reparo a Ronaldo en el Madrid se basa, con todo, en el olfato o la intuición (ojalá me fallen esta vez). A priori no me parece “propio” del Real Madrid. Hay jugadores que uno ve adecuados a un equipo y no a otro, independientemente de su calidad. Tal vez sea una cuestión de carácter o incluso de estética, algo sutil, dictado por la costumbre y la tradición, muy difícil de explicar. Recurriré de nuevo, para intentarlo, al símil cinematográfico. A mí me encanta el western y adoro a Cary Grant, pero algo habría visto de inadecuado en este actor a caballo y con sombrero y rifle, protagonizando Centauros del desierto o Río Bravo. Y a la inversa: admiro las comedias de Cukor y Hawks y casi todo Hitchcock, y considero a John Wayne, pese a los tontos simplones que asocian su nombre con el de un mero matón, uno de los mejores actores de la historia del cine. Pero su protagonismo hipotético podría haber arruinado La fiera de mi niña o Encadenados. Pues algo semejante ocurre con los equipos y sus futbolistas: Butragueño, Laudrup o Zidane “eran” del Madrid antes de vestir de blanco por primera vez, mientras que aquel extremo Juanito “era” totalmente del Atlético de Madrid (del que nunca debió salir), por mucho que los analfabetos ultras sur aún coreen a menudo su nombre en Chamartín.
     Nada es imposible, con todo. En realidad Ronaldo —si le deja su maltrecha y preocupante rodilla— va a empezar a jugar en serio en Madrid. Puede sonar absurdo decir esto de quien, sin ir más lejos, acaba de proclamarse campeón mundial con Brasil. Y sin embargo, en ese equipo se le exige poco. ¿Poco?, se escandalizarán algunos. ¿En un país para el que ser sólo subcampeón es tragedia nacional? No tiene que ver. Los aficionados, la torcida, lo exigen todo. Pero quienes van a obligar de veras a Ronaldo en el Madrid son sus compañeros más inteligentes al día de hoy: Zidane, Raúl, Figo, Guti, Solari, Hierro quizá. Ninguno posee las facultades de Ronaldo, su fuerza ni su afán de gol; de acuerdo. Pero todos ellos lo superan en su bendito estrabismo, el que les permite que un ojo esté a ras de hierba y el otro colgado del cielo como si fuera el de Dios. Si Ronaldo no quiere ser desdeñado y aprende de ellos, tal vez un día resulte admisible su comparación con el Gran Cuarteto. Si no, deberá conformarse con ser un Romario más alto, más pelado y con más zancada. No sería poco, pero ya ven: admirándolo mucho, tampoco habría yo visto a Romario favorecido nunca por la camiseta blanca. Habría sido como Groucho Marx en Murieron con las botas puestas o El Capitán Blood, cómo decir: disfrazado imposiblemente con la sonrisa de Errol Flynn. ~

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(Madrid, 1951-2022) fue escritor, traductor y editor. Autor, entre otras, de las novelas Mañana en la batalla piensa en mí (1994), Tu rostro mañana (tres volúmenes publicados en 2002, 2004 y 2007) y Tomás Nevinson (2021). Recibió premios como el Rómulo Gallegos en 1995, el José Donoso en 2008 y el Formentor en 2013. Fue miembro de la Real Academia de la Lengua.


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