Es casi un lugar común afirmar que cada nación, o al menos cada ideología nacionalista, necesita sus creadores intelectuales: los escritores, historiadores y filósofos que definen la identidad nacional y le inventan un pasado. Aunque la palestra de los progenitores del nacionalismo mexicano está ya sobrepoblada, rara vez se incluye en ella a unos personajes clave, a los que la nación mexicana debe su identificación con el pasado indígena, un sentimiento que nos ha dado símbolos nacionales, espectaculares museos e incontables atractivos turísticos. Estos son los intelectuales nahuas del siglo XVI y XVII, verdaderos cosmopolitas capaces de escribir en náhuatl, español o latín, y que conocían a fondo la cultura indígena, la española y la clásica. Como descendientes de los gobernantes prehispánicos de México, Tetzcoco, Chalco y Cuauhtitlan, buscaron conservar sus privilegios bajo el régimen colonial español por medio de la cooperación con los nuevos dominadores. Fueron educados esmeradamente por los grandes maestros de las órdenes religiosas, que querían convertirlos en un clero indígena encargado directamente de la cristianización de sus congéneres. En escuelas como el convento de Santiago Tlatelolco se les enseñó teología y los principales elementos de la tradición intelectual clásica, a la vez que se aprovechó su conocimiento de las tradiciones indígenas para colaborar en la realización de las grandes obras de los frailes sobre las culturas nativas, como la de Bernardino de Sahagún.
Estos intelectuales sirvieron, pues, de intérpretes de los complejos conceptos religiosos y culturales de sus dos culturas, tanto para predicar el catolicismo entre los indios como para explicar a los frailes las sutilezas de la religión y cosmovisión indígenas. Por ello su posición política y cultural era inevitablemente ambigua. Por un lado, como fieles colaboradores del orden colonial gozaban de importantes privilegios y poderes y, seguramente, eran cristianos sinceros. Por el otro, como orgullosos miembros de la élite indígena defendían el poder de su grupo y, seguramente, compartían muchas de las creencias, prácticas y conocimientos de sus antepasados. Para mantener esta equívoca posición tenían que mantener contentos tanto a sus intolerantes patrones españoles como a sus exigentes y resentidos aliados indígenas.
Fue desde esta contradictoria situación que los intelectuales indígenas coloniales realizaron su gran empresa cultural y política: transcribir y traducir la historia indígena a libros escritos en alfabeto latino y a términos que resultaran comprensibles y aceptables a los españoles y pudieran así servir para consolidar la posición privilegiada de su grupo. Esta labor no sólo implicó transcribir a una nueva forma de escritura los antiguos códices pictográficos y tradiciones orales, supuso también la explicación de los complejos conceptos políticos indígenas, la conversión de sus plurales cronologías a la occidental, así como la cristianización, aunque fuera aparente, de los elementos religiosos y mágicos de las historias. Sin embargo, a la vez, los historiadores nahuas tenían que mantenerse fieles a los contenidos y los valores esenciales de la historia prehispánica para que ésta siguiera siendo fuente de identificación y orgullo para ellos y sus compatriotas.
Sus obras históricas son producto, pues, de un doble diálogo entre la cultura española y la indígena, y se dirigen a un doble público. A través de ellas podemos conocer la historia de los pueblos prehispánicos y mucho de sus valores políticos y culturales, pero no sólo eso. En su afán de hacer atractiva, a ojos cristianos y propios, la vida y la cultura de sus antepasados, los historiadores indígenas produjeron mitos y símbolos perdurables: la narración de la historia de la peregrinación mexica como una gesta heroica equiparable al éxodo del pueblo judío; el ensalzamiento de la fiereza militar de los aztecas y de su trágico fin; la concepción de la gran Tenochtitlan como centro cósmico y político de la tierra; la figura de los reyes sabios y poetas como Nezahualcóyotl, y la idea de que aborrecían secretamente los sacrificios humanos y habían ya atisbado el monoteísmo.
Estos mitos debían servir para definir y defender la identidad de las élites indígenas, pero la paradoja más amarga de esta paradójica empresa fue que este grupo perdió su importancia en la sociedad novohispana muy poco tiempo después, de manera que los descendientes de estos brillantes intelectuales no pudieron aprovechar su labor.
Los que se apropiaron de los poderosos símbolos identitarios que construyeron fueron los criollos que fundaron con ellos una nación que habría de llamarse con un nombre indígena y concebirse como heredera exclusiva de su pasado prehispánico a la vez que marginaba y agredía a los pueblos indígenas que vivían en su territorio. –