Gombrowicziana

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Durante mucho tiempo —longtemps, que diría Proust— quise escribir como Gombrowicz. Pero durante todo ese largo tiempo no le leí nunca, tampoco le había leído —ni una sola línea, ni la más mínima curiosidad— antes. Me bastaba con saber que era un escritor excéntrico y apátrida, raro y singular, aristócrata venido a menos, guapo y ajedrecista. Yo aspiraba a ser lo mismo. Quería tener un estilo que se diferenciara mucho del resto de los escritores —por aquel entonces todavía no sabía que a eso en el gremio se le llama "voz propia"—, y Gombrowicz me parecía ideal porque, sin haberle leído, leía en cambio historias sobre su vida y su soledad y sus amigos, y esas historias me fascinaban.
     Durante mucho tiempo me dediqué a imaginar lo que suponía que Gombrowicz escribía, y me decía que lo más probable era que escribiera en una lengua que parecía extranjera. Y mientras imaginaba esto, escribía yo mis cosas raras, las que yo pensaba que con casi toda seguridad se parecían a las de mi maestro, mi ídolo raro, mi querido Gombrowicz.
     Me llevé una cierta sorpresa el día en que por fin me decidí a leerle. Vi que nada tenía que ver su escritura con la mía, pero que, gracias a haberme pasado tanto tiempo creyendo que escribía rarezas como las suyas, me había hecho con un estilo literario propio.
     Aunque no había aprendido nada de su escritura, decidí convertirlo en mi maestro. Enmarqué en mi estudio unas palabras de Gombrowicz que me fascinaban, las palabras que me gustaban más de él: "¿Quién decidió que se debe escribir sólo cuando se tiene algo que decir? El arte consiste precisamente en no escribir lo que se tiene que decir, sino algo completamente imprevisto".
     Como en esa época no tenía yo nada que decir, esas palabras enmarcadas de Gombrowicz me ayudaban a salir adelante en mi empeño en escribir, a pesar de que nada tenía que decir. Pasé una larga temporada al servicio de su Majestad Lo Imprevisto. Cada libro que escribía era más raro que el anterior.
     Un día, retiré el cuadro enmarcado con las palabras de Gombrowicz. Consideré llegada la hora de ser, de una vez por todas, yo mismo. Entonces sucedió lo imprevisto, la locura de lo inesperado, que decía Marcel Duchamp.
     Comencé, al principio sin casi darme cuenta, a entrometerme en la vida de mi antiguo maestro. Por ejemplo, me puse a investigar, con estilo de detective privado, qué había sucedido realmente en esa famosa cena en casa de los Bioy Casares de la que hablaba Gombrowicz en su diario. Alguien me recomendó que comprara un libro de Rita Gombrowicz en el que la esposa del escritor interrogaba en Argentina a los que habían sido amigos suyos. En
     ese libro —aparte de quedar fascinado por Mariano Betelú y por Juan Carlos Gómez, más conocido por el Goma: dos de los mejores amigos del escritor— encontré una divertida respuesta de Silvina Ocampo a la pregunta de Rita Gombrowicz acerca de qué había sucedido en "la famosa cena". Le contestaba Silvina, la mujer de Bioy Casares: "¿Famosa? ¿Por qué famosa? Había siete personas: Gombrowicz, Borges, Bioy, Mastronardi, José Bianco, Manuel Peyrou y yo. Todavía vivíamos en la calle Alvear. Antes de la cena todos escuchamos tangos […] Gombrowicz disimulaba su timidez a base de brusquedad. Decía unas breves frases en francés, como si estuviera enfadado. Era a causa de su orgullo, sin duda […] No nos comprendió y no le comprometimos. Debiéramos habernos conocido mejor".
     Pasé toda una larga época obsesionado con saber qué había sucedido realmente en la famosa cena. Un día, el azar quiso que José Bianco aterrizara en Barcelona, le llevaron a la tertulia literaria que yo tenía en el bar Astoria. Me pasé toda la noche planeando el momento en que le preguntaría a Bianco qué había ocurrido en la famosa cena. Cuando por fin me atreví a preguntar, Bianco me dijo: "Usted quiere saber qué pasó aquel día, pero yo quiero saber qué ha pasado hoy, pues a mí me habían dicho que esto era una tertulia literaria y lo que yo he visto es una reunión de cocainómanos, no han parado ustedes de ir todo el rato al lavabo". Ya no me atreví a decirle nada más a Bianco en toda la noche. Meses después, me llegó la oportunidad de mi vida. Conocí a Bioy Casares. Cuando le pregunté por la famosa cena, sonrió, me dijo: "¿Así que quieres saber qué ocurrió aquel día? Pues mira, te lo voy a decir bien claro. No pasó nada". "¿Nada?", le dije extrañado. "Nada —dijo Bioy—, no pasó nada".
     Pasó el tiempo y me olvidé de la famosa cena, pero sin darme cuenta seguí comportándome como si el propio Gombrowicz me hubiera nombrado detective privado del misterio de que él continúe secretamente vivo en el mundo o, mejor dicho, en mi mundo. Sentía yo que cualquier cosa que aludiera a Gombrowicz me concernía de un modo tan especial como íntimo. Eso explica que, cuando la Casa de América de Madrid me invitó sorpresivamente a un coloquio con Ernesto Sábato y Juan Carlos Gomes (el Goma) en torno a la figura de Gombrowicz, yo llegara a escribir en la edición catalana de El País una crónica que titulé "El fiel Goma", donde comunicaba a los lectores mi emoción ante la posibilidad que se había abierto en mi vida de conocer personalmente a Juan Carlos Gómez, el para mí mítico amigo de Gombrowicz:

Desde Buenos Aires, el fiel Goma me cita el próximo 8 de febrero en la casa de América. A él le conozco sólo por una foto de 1957 y otra de 1963 en las que ya se percibe su futuro de hombre ajedrecista y dicharachero. Y aquí estoy ahora esperando al fiel Goma después de haber confirmado ayer que, tal vez por mi fidelidad de siempre al polaco, todo lo que rodea a Gombrowicz me concierne de un modo misterioso e íntimo. La cita es el 8 en Madrid. A las 22 horas. ¡Bienvenida la magia!

De nuevo, la locura de lo inesperado. Poco después de publicar el artículo, la reunión en Madrid se canceló porque Ernesto Sábato no podía asistir a ella. Había enviado yo al ici de Buenos Aires, a José Tono Martínez (coorganizador del acto suspendido) mi crónica sobre el fiel Goma, y éste debió pasarla a Goma, que me envió una carta que me llegó justo el día en que yo estaba releyendo un libro apasionante sobre la correspondencia de Gombrowicz (desde Europa) con su fiel amigo Goma. El libro se llama Cartas a un amigo argentino y a él hacía referencia también en mi crónica, donde decía "el libro es estupendo y terrible" comentando la crueldad con la que a veces Gombrowicz trataba a su joven amigo de Buenos Aires, un amigo que al final, cansado de tanto despotismo por parte del polaco, decidió enviarle unas líneas de ruptura, de despedida: "Usted cambia de personas como los antiguos mensajeros cambiaban de caballos y es la pura verdad. Chau Gombrowicz".
     Que me escribiera el fiel Goma es algo que todavía ahora, mientras estoy escribiendo esto, me tiene impresionado. Si Gombrowicz había tenido correspondencia con Goma, ahora era yo el que la tenía. No puedo apartar de mí la idea de que ocupo el lugar de Gombrowicz, que no escribo como él pero que a veces puedo llegar a ser él. Es una idea que cuando me llega me produce escalofríos. "Nuestro amigo José Tono Martínez —me dice Goma en la carta— e Iñigo Ramírez de Haro, el director de la Casa de América, son, como sabes, vascos. Según se cree el vasco es un animal pirenaico que cuando le bautizan se vuelve peligroso y ataca al hombre y, por lo tanto, habiendo la Divina Providencia en su infinita sabiduría dispuesto que estos dos cristianos organizaran nuestro encuentro el proyecto estaba destinado al fracaso desde el comienzo".
     No me atrevo a contestar desde Europa a la carta del fiel Goma porque intuyo que, de hacerlo, él se daría perfecta cuenta de que, aunque no escribo como Gombrowicz, ocupo actualmente su lugar y su personalidad en la tierra. Quiero ahorrarle ese susto a Goma, es la pura verdad. Chau Goma, me digo a todas horas. No quiero que él sufra, no quiero que le atormente la idea de que Gombrowicz ha reanudado la correspondencia con él. No quiero que eso pase como tampoco quiero seguir entrometiéndome más en la vida, la soledad y los amigos de mi maestro, el señor Gombrowicz, mi señor. –

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