Hay en los hechos una convergencia hacia el centro. El PRI y el PAN van en ese sentido desde 1988. Las principales reformas económicas (la apertura comercial, las privatizaciones, el TLC) y constitucionales (artículos 3o, 27 y 130) fueron pactadas y aprobadas por ambos partidos. Poco después del 6 de julio, Manuel Clouthier afirmaba que Salinas de Gortari le había robado su programa de gobierno. Y a mediados del salinato, Carlos Castillo Peraza reivindicaba la victoria moral e histórica de Acción Nacional. Durante todos esos años, Cuauhtémoc Cárdenas fue el tercero en discordia. Los perredistas se opusieron sistemáticamente a la apertura comercial, al acuerdo económico con los Estados Unidos y Canadá y denunciaron las privatizaciones como si fueran un atentado contra la soberanía nacional. En 1994, sin embargo, el planteamiento del PRD en torno a estos temas cambió. Cárdenas ya no demandó la abrogación, sino la revisión del TLC. La estatización de la banca o de otras empresas (Telmex, por ejemplo) no figuró como parte de su plataforma económica. El alejamiento del proteccionismo y del estatismo fue definitivo. A grado tal, que hoy las divergencias en el plano económico entre los tres partidos son menores.
Sin embargo, y de manera aparentemente contradictoria, en esta campaña estamos asistiendo a una radicalización del discurso político. Cárdenas denuncia al PRI y al PAN ("la oposición domesticada") como un bloque reaccionario que representa "más de lo mismo". Para él, la alternancia política, componente esencial de la democracia, sólo se cumpliría si el PRD gana la elección. Lo demás no pasaría de ser una faramalla. El PAN no representa, desde su perspectiva, una opción de cambio real. Vicente Fox, por su parte, señaló hace unas semanas que el triunfo del candidato del PRI sólo sería creíble si su ventaja es de diez puntos porcentuales; por debajo de esa cifra, dijo, carecería de legitimidad. La radicalización del candidato de la Alianza por el Cambio es consecuencia de un objetivo político: la conquista del electorado que simpatiza con Cárdenas, pero también es resultado de su temperamento. El estilo Fox es bronco, aguerrido y, en ocasiones, atrabancado.
Pero, ¿existen de verdad las condiciones para un conflicto poselectoral? La respuesta, de entrada, parece ser negativa. La autoridad electoral es autónoma e independiente, el padrón electoral es confiable, la posibilidad de que se roben urnas o se alteren los resultados en las actas es prácticamente inexistente. Por el lado de la equidad en la contienda, que fue la mayor deficiencia que tuvo la elección presidencial de 1994, el panorama es más favorable que nunca: los recursos económicos de la Alianza por el Cambio y de la Alianza por México son iguales o superiores a los del Partido Revolucionario Institucional. A ello se suma la apertura total de los medios electrónicos a los candidatos y la presencia que tienen los partidos mediante los espacios que compran en radio y televisión. Por si todo lo anterior fuera poco, el IFE está contabilizando los tiempos que las televisoras y las estaciones de radio dedican a cada uno de los contendientes. En suma, estamos asistiendo a la elección más competida y más equitativa de la historia de nuestro país. Los controles y los candados son muy severos; tanto, que es probable que en muchas materias la competencia en México sea mayor que la que se registra en otros países con mayor tradición democrática.
Y sin embargo, las condiciones de un eventual conflicto poselectoral sí existen. Las declaraciones de Fox no son meras bravatas. Si Francisco Labastida no se impone con un margen superior a los cinco puntos, la impugnación de la elección se puede dar por descontada. Y dicha impugnación no sería de orden legal, toda vez que el candidato del PAN considera que la legislación no garantiza una contienda equitativa y legítima. Hay que recordar que en 1991 Vicente Fox ya experimentó y recorrió este camino con éxito en Guanajuato. Pero además, también se puede dar por descontado que el candidato de la Alianza por el Cambio buscaría el apoyo de Cuauhtémoc Cárdenas y el PRD para impulsar su protesta. ¿Lo obtendría? Es lo más probable. Pero esa probabilidad se transformaría en certeza, si Andrés Manuel López Obrador perdiera también por un margen relativamente pequeño frente a Jesús Silva Herzog en el DF La situación que así se generaría sería muy difícil para Francisco Labastida y el PRI, en la medida en que su triunfo de mayoría relativa se confrontaría a una alianza de partidos que, todos los votos sumados, alcanzaría la mayoría absoluta.
A todo lo anterior hay que agregar otro elemento fundamental: es muy probable que ante un escenario como el descrito, las propias instituciones electorales sufrieran un colapso. Los nueve consejeros que integran el consejo general del IFE mantienen una cohesión precaria. Las diferencias de criterio que han manifestado, en varias ocasiones, ante cuestiones esenciales han sido enormes. Las simpatías políticas de algunos de ellos son más que evidentes. Por eso, frente a un conflicto poselectoral sus opiniones se dividirían y la propia autoridad electoral correría el riesgo de naufragar.
Paradójicamente, la advertencia y la conciencia de que el 3 de julio puede estallar un conflicto de grandes dimensiones podrían afectar de manera negativa las intenciones de voto a favor de los partidos de oposición. El ciudadano promedio que simpatiza con el cambio es el mismo que rehúye la incertidumbre. El miedo al conflicto, sumado al temor a lo desconocido, podría tener un efecto verdaderamente conservador. Algo así como la reedición del 94 en el 2000. –