La enfermedad vital

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I
La tradición del ateísmo y el agnosticismo no ha alcanzado gran hondura, desde el punto de vista filosófico. Ha tendido a endurecerse en un anticlericalismo machacón o a reblandecerse en una serenidad racionalista. Se mece entre un optimismo más bien encantador y una insolencia bastante mezquina.
Uno piensa en las serenasironías del Diccionario Filosófico de Voltaire, donde el cielo de los antiguos se equipara apenas con "la leve pelusa" que rodea el capullo del gusano de seda, o en Hume burlándose de la idea de un cielo lo suficientemente grande para alojar a millones de almas. Para muchos no creyentes es evidente que la religión no es nuestra salvación, y en consecuencia apenas si vale la pena discutirla. Para Stendhal, a juzgar por su obra, los curas son todos hipócritas y la religión, por lo tanto, es pura hipocresía y absurdo.
     La lucha más profunda con el cristianismo bien puede ser sangrientamente intestina. De modo que los opositores más feroces al cristianismo a menudo son creyentes; su creencia está intoxicada de duda, mientras que los ateos sólo están ebrios de certeza. El Diccionario histórico y crítico de Pierre Bayle, quizá el libro escéptico más formidable de la historia de la teología, parece escrito por un cristiano. Lógicamente devasta una posición ortodoxa tras otra, sólo para volver, al final de cada entrada, a su propia posición finamente ortodoxa: que el cristianismo no es racional, que si fuéramos racionalistas no podríamos creer en él, y que por lo tanto no podemos ser racionalistas y simplemente tenemos que adherirnos aun con mayor fuerza a nuestra fe profundamente irracional. Se entiende por qué se ha discutido, desde que se publicó este libro en el siglo XVII, en torno a la proporción de la blasfemia de Bayle contra la fe.
     Bayle, que influyó en los tormentos religiosos de Melville, apenas si está solo. Kierkegaard a menudo parece oponerse a la prisión del cristianismo con todo su odio, antes de decidir —masoquista— que sólo se puede vivir en esa prisión. "Hay que ser literalmente lunático para hacerse cristiano", anota en su Diario. En Las obras de amor alega que el predicador cristiano debería predicar "contra el cristianismo". Y ese creyente atribulado, Dostoievski, en la sección titulada "El gran inquisidor" de Los hermanos Karamazov, le asesta un martillazo a la puerta de catedral de la fe ortodoxa.
     Camus es una rabiosa excepción a todo eso. Aunque claro que no era cristiano, es en esta tradición de inestable creencia donde su pensamiento respira incredulidad. A este respecto El mito de Sísifo constituye una excepción al discurso del ateísmo y el agnosticismo, porque Camus no procede como si fuera posible simplemente eliminar la teología con la filosofía o con argumentos filosóficos. Procede como si la mejor forma de oponerse a la religión fuera otra forma antagónica de fe: la creencia en que no se puede y no se debe creer en Dios.
     Sartre y otros descalificaron, desde el punto de vista filosófico, el ensayo de Camus acusándolo de confuso. Pero El mito de Sísifo no es un ensayo filosófico, sino un tratado, un tratado que se propuso evacuar a Dios y prometió vivir en el rigor de ese desalojo. Es un discurso, una declaración personal escrita por un joven que vivía un riguroso exilio en París durante los días más sombríos de la Segunda Guerra Mundial. Este joven ofrece un resumen, por necesidad vulnerable, de lo poco que ha aprendido hasta el momento: "No sé si este mundo tiene algún sentido que lo trascienda. Pero sé que no conozco ese sentido y que es imposible conocerlo ahora mismo".
     Ante esta vulnerabilidad no hay que señalar a Camus como si estuviera presentando un examen de metafísica, sino juzgar su ensayo como una obra de arte. Es decir, hay que juzgarlo por la dignidad de su argumentación, no por el rigor de sus pruebas; por la belleza de su esfuerzo, no por lo concluyente de sus resultados. Bajo esta luz, sin duda se trata de una obra conmovedora e impresionante, todavía hoy al alcance de los lectores dispuestos a titubear.

II
Camus no puede saber que Dios no existe; está decidido a creer que Dios no puede existir. Camus no se opone a la fe religiosa con el racionalismo, sino con una fe negativa propia, una fe en la negación. A menudo parece invertir el proceso de la creencia religiosa que critica. En particular, su obra puede parecer una respuesta a Dostoievski y a Kierkegaard, y a la traqueteada paradoja en virtud de la cual los escritores que reconocen lo absurdo del universo abrazan con mayor fuerza el escándalo de la fe en Dios. Si bien Kierkegaard insiste, en La enfermedad mortal, en que el cristianismo "comienza" con el concepto del pecado, Camus insiste una y otra vez en que somos inocentes. Mientras Kierkegaard sostiene que el paganismo no es sino encontrarse en un estado de desesperación aunque sin saberlo, Camus se regocija en el paganismo, y en uno que no es inconsciente de sí mismo sino consciente y en vigilancia implacable. Mientras que Dostoievski propone el suicidio como única respuesta lógica ante la conciencia de que Dios no existe, Camus propone que la persona sin Dios no debe matarse, sino darse cuenta de que está condenada a morir, y viva saturada de ese conocimiento terrible. Camus propone, en lugar de la fe, la conciencia en sí.
     Igual que Kierkegaard y Dostoievski buscan un mundo con sentido, así Camus, por su percepción de que el mundo es "irrazonable", está sediento de significado. Carece por completo de la calma del racionalista con la idea de un mundo por completo razonable, y de la serenidad del agnóstico de que no importa si el universo carece de sentido. A Camus le importa mucho, y es la contradicción entre lo que denomina "la necesidad humana [de significado] y el irracional silencio del mundo" lo que le lleva a la posición que denomina "el absurdo".
     Escribe que Moby Dick es una novela de verdad "absurda" y, como Melville, a veces no parece muy capaz de renunciar a la idea de que Dios no existe. En esos momentos, no es tanto la ausencia de Dios lo que parece provocarlo, sino su silencio. En su avidez de sentido religioso, Camus a veces se parece al Melville que se quejaba en Pierre de que "El silencio es la única voz de nuestro Dios… ¿cómo puede un hombre sacar una Voz del Silencio?" Y como Dostoievski y Kierkegaard, a quien Camus critica por su "salto" a una fe irracional, Camus se ve obligado a dar su propio salto, que es la afirmación —y sólo eso— de que hay que oponerse a la falta de sentido del mundo con nuestra propia sublevación, nuestra libertad y nuestra pasión.
     El salto de Camus comienza al comprender que el mundo carece de significado providencial y que, por lo tanto, los seres humanos han de ser proveedores de sentido. Esta es nuestra "absurda" tarea. Camus percibe la falta de sentido de la vida porque no puede creer en Dios, ni en un designio trascendente, y porque ve claramente que todo cuanto hace está amenazado por la muerte. El mito de Sísifo es un libro extraordinariamente visitado por la muerte. En efecto, a través de la obra de Camus, y sobre todo en El extranjero y en La peste, la imagen misma del ser humano es el hombre condenado por la muerte.
     En El mito de Sísifo el "hombre absurdo" es el que avanza hacia la horca y ve de reojo, en una explosión de libertad justo cuando sube al patíbulo, el cordón de un zapato o alguna trivialidad semejante de la vida. A todo lo largo del libro se entiende que la muerte en todo momento hace de la vida un circuito interrumpido. Al leer a Camus se siente que la muerte aguarda al final de la vida como una enorme negación, la asesina de la memoria, una especie de torturador oficial que dice al pobre ciudadano: "No viste nada, no viviste lo que creíste haber vivido. No viviste. Estás borrado".
     Que su percepción de la muerte le plantee a la vida un problema metafísico marca con un poco más de fuerza como secretamente religioso el pensamiento de Camus aparentemente antirreligioso. Para muchos racionalistas o ateos la muerte no es un gran problema, simplemente se trata de la continuación oscura de la falta general de sentido; sencillamente, por así decirlo, las letras todavía más diminutas de la letra ya de por sí pequeña de la vida. La muerte sólo se convierte en un problema para los creyentes religiosos que ven la vida como algo más que una existencia material, por eso los cristianos tienen que anunciar que Cristo ha vencido a la muerte.
     Invirtiendo este argumento, Camus afirma que la muerte nos vence. Considera que la muerte es un problema porque trabaja con el concepto en esencia religioso de la vida, que para tener sentido ha de extenderse en cierta medida. El religioso tiene una solución, claro está, y sitúa esa extensión en el cielo, en la vida eterna. La solución laica de Camus estriba en una extensión de la vida en la vida misma, una especie de ventilación de la vida. Camus llega a encontrar la figura de esa extensión, para bien o para mal, en la idea de la repetición, y especialmente en la repetida tarea de Sísifo de rodar su roca cuesta arriba. Pero se trata en realidad de una extensión figurativa o metafórica, algo como la idea de repetidos encores en un concierto; y, en efecto, Camus anuncia que la persona absurda tiene que concentrarse en una cantidad mayor de experiencias, y no de una mayor calidad: más vida y no una vida más pura. Camus no puede eludir la muerte; en cambio, la distraerá y la hospedará, y la mantendrá ocupada.
     Consciente de lo fútil de la vida, Camus se siente un extraño en ella. Escribió El mito de Sísifo y El extranjero casi simultáneamente, a finales de los treinta y durante los primeros meses de 1940, y terminó su ensayo en París, lejos de su nativa Argelia. El exilio y el alejamiento, si bien Camus los utilizó con cierta ligereza, están saturados de una resonancia metafísica. Camus describe haber despertado a lo absurdo de la vida porque "en un universo de pronto desnudo de ilusiones y luces, el hombre se siente ajeno, un extraño. Su exilio no tiene remedio porque carece de la memoria de un hogar perdido o de la esperanza de una tierra prometida. Este divorcio entre el hombre y su vida, entre el actor y su escenario, es propiamente el sentimiento de lo absurdo".
     La pista biográfica —el joven francés de Argelia condenado a una vida precaria en París— está ahí, desde luego, en esa lengua del exilio. Pero Camus extrae sentido a estas palabras convirtiéndolas en una corriente metafórica donde puede nadar su investigación. El extranjero o exiliado es absurdo, está dolorosamente consciente de la imposibilidad de reconciliarse con su situación. No puede volver a su lugar de origen, al Edén del consuelo. Camus acusa al cristianismo de Kierkegaard y el existencialismo de Jaspers porque, al decidir, en última instancia, encontrar racional "un mundo originalmente carente de todo principio orientador", cayeron presas de "la nostalgia". Husserl también propone un "salto" abstracto que Camus rechaza, porque significa "olvidar precisamente lo que no quiero olvidar": la irracionalidad del mundo.
     De modo que Camus rechaza la nostalgia, aunque admite vivir a su sombra: "Es ese divorcio entre el pensamiento que desea y el mundo que decepciona, mi nostalgia de unidad, este universo fragmentado y la contradicción que los une". Admite con suficiente libertad "mi apetito de absoluto y de unidad". La "contradicción" entre ese apetito y su decepción constituyen el absurdo. Así pues, la persona absurda no puede saltar hacia ninguna clase de fe ni de creencia, porque se trata de un salto al olvido; pero el sisifosianismo es un recuerdo —de lo más vigilante— del exilio, un recordatorio permanente.
     El sisifosianismo es negarse a olvidar de dónde es uno (el Edén), dónde uno se afana (el exilio), y a dónde se dirige (la muerte). El dolor del absurdo es, parece señalar Camus, que se puede admitir el espíritu de la nostalgia pero no se puede ejecutarla. Camus puede soñar con su país perdido, pero no puede volver a él. En otras palabras, no es tanto un nostálgico cuanto un elegiaco; en cierto sentido, El mito de Sísifo es una elegía de la fe.

III
Desde otro punto de vista, la obra de Camus también es un ensayo de comedia metafísica. El mito de Sísifo propone sustituir con una tragedia de la repetición la ordinaria comedia carente de ingenio de la repetición. La persona absurda es alguien que ha visto pasar las repeticiones ridículas de la vida cotidiana, la gris rutina y el asfixiante calendario de la existencia: "Levantarse, tomar el tranvía, cuatro horas en la oficina o en la fábrica, comer, tranvía, cuatro horas de trabajo, comida, dormir y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado, según el mismo ritmo… este camino se sigue fácilmente la mayor parte del tiempo. Pero un día surge el 'por qué' [le 'pourquoi' s'élève], y todo comienza en ese fastidio teñido de asombro". De pronto, la persona absurda ve a través de esta rutina y "se rompe la cadena de los gestos cotidianos". Ahora todo comienza a carecer de sentido y a resultar cómico: "En algunos momentos de lucidez, el aspecto mecánico de sus gestos, su pantomima sin sentido vuelve necio cuanto lo rodea. Un hombre habla por teléfono tras una separación de vidrio; no se puede escucharlo pero se ve su pantomima absurda: uno se pregunta por qué vive".
     Henri Bergson, en su ensayo sobre la comedia, ofrece una definición de lo cómico como ver una habitación llena de bailarines pero con los oídos tapados, de modo que no se escucha la música. Bergson también encuentra un matiz de comedia en la idea del ser humano convertido en máquina, y en la idea de la repetición, de las acciones sin sentido repetidas. Tanto Bergson como Camus, pues, encuentran en la moderna sociedad industrial un símbolo de lo cómico. Camus, por supuesto, se interesa no sólo en reír, sino en encontrar alguna solución, aparte de la religiosa, a esta "cadena de gestos cotidianos" cómica-no cómica. No se puede escapar a esta comedia, pero por lo menos se la puede hacer metafísica, y verla en su dimensión universal más grande, y luego resistirla, combatirla con pírrica integridad.
     El primer paso consiste en volver absurdo lo cómico, convertir la fútil repetición cotidiana en una repetición sisífica eterna. Lo cómico se vuelve absurdo precisamente cuando se nos hace ver que es una comedia: lo absurdo es, en parte, la conciencia de que la vida es una pantomima cómica. Entonces la persona absurda tiene que iniciar la prolongada, siempre repetida lucha contra las condiciones de esa pantomima.

Se trata de una lucha que jamás termina, que dura exactamente lo que una vida, que es en realidad una vida, por eso la persona absurda no se puede suicidar. Y porque se trata de una cadena de repeticiones, la vida absurda puede apenas discernirse como algo distinto de la comúnmente cómica rutina cotidiana. En lo formal, puede no lucir muy distinta. Se supone que la persona absurda puede ir a trabajar y estar en el metro con todos los demás. Pero internamente, por supuesto, la vida absurda es por completo diferente, porque la persona absurda sabe la diferencia entre la rutina ignorante y la repetición rebelde.
     Es en este momento cuando la comedia de la repetición se convierte en una trágica repetición, lo que Rieux en La peste denomina "una derrota interminable". La persona absurda lucha contra las condiciones de la existencia, la frase que entregan los dioses que no existen: "Si veo a un hombre armado sólo de una espada atacar a un grupo de ametralladoras, juzgaría absurdo su acto" (se entiende por qué Camus consideraba Moby Dick una novela absurda). Podría decirse que el espíritu absurdo es el estoicismo trágico: "En conclusión, un alma resuelta siempre se las arreglará". Esta lucha "supone una ausencia total de esperanza (que no tiene nada que ver con la desesperación), y una continua falta de satisfacción (que no ha de confundirse con la renuncia)… Lo absurdo tiene sentido sólo en la medida en que no se acepte". Y así Camus llega a su testaruda afirmación: "No quiero encontrar nada en lo incomprensible. Quiero saber si puedo vivir con lo que sé y sólo con eso". Prosigue: "lo absurdo es el pecado sin Dios. Se trata de vivir en ese estado de lo absurdo".
     ¿Por qué lo absurdo es "el pecado sin Dios"? De nueva cuenta vemos cómo Camus invierte todas las categorías religiosas, en el proceso de convertirlas de su literalidad a lo metafórico. Lo absurdo es como vivir pecaminosamente porque Camus quiere decir que, como al pecado, no podemos evitarlo, se trata de una especie de pecado original pero sin los orígenes, que serían Dios. Es la sentencia que nos dicta la vida. (Aquí se percibe la sombra inevitable de Agustín, el gran propositor del pecado original, sobre el que Camus escribió una tesis. Y, en efecto, a lo largo de su vida, Camus pudo haber estado "respondiendo" a Agustín más sistemáticamente acaso de lo que supiera él mismo. Porque en lugar del ascetismo de Agustín, Camus propuso la luz pagana del sol; en vez de la repugnancia al sexo, Camus propuso —y llevó a la práctica— el papel de un seductor.) Porque si pasara por Dios sería un problema religioso. Pero Camus no es uno de esos racionalistas que cree que una vez que se elimina a Dios de la imagen desaparecen los problemas metafísicos. Muy al contrario, Camus considera que una vez eliminado Dios terminan nuestros problemas religiosos, pero comienzan los metafísicos.
     Comienzan con la muerte. Pero la respuesta de Camus a la muerte es más activa de lo que acaso indica la noción de estoicismo. No hay resignación implícita, siempre una asunción infinita de nuevos empeños. Evidentemente, afirma Camus, la persona absurda no puede suicidarse, porque el suicidio "como el salto [de la fe religiosa] es la aceptación extrema. Todo ha terminado y el hombre vuelve a su historia esencial". Matarse es permitir que la vida y la muerte dominen sobre uno. La determinación de vivir lo absurdo, por otra parte, es "simultáneamente la conciencia y el rechazo de la muerte".
     Así inicia su lucha el hombre absurdo. ¿Qué hace? Aquí la argumentación de Camus es algo débil. Porque aquí, de ser utilizables sus propuestas, Camus tiene que convertir sus metáforas de lucha —¿y qué es Sísifo sino una metáfora furiosa?— en la literalidad de las luchas reales, como pueden vivirlas las personas reales. Es puramente metafórico (o retórico) hablar de luchar contra las condiciones de lo absurdo con "mi sublevación, mi libertad y mi pasión". Pero Camus —y es parte de su atractivo como escritor— quiere ser todavía más local, más práctico que lo estrictamente metafórico. Le gustaría señalar una serie de posibles papeles o vidas absurdas.
     Propone "el seductor", "el actor", "el conquistador" (que siempre está participando en "una campaña en la que sale derrotado de antemano") y "el escritor". Estos, afirma Camus, son ejemplos de personas que desempeñan muchos papeles y que, al vivir tanto, producen una provisionalidad pagana ante lo estrechamente absurdo. En otras palabras, estas personas están rebeldemente vivas y, al estarlo, desafían lo absurdo. Porque el hombre absurdo ha de sustituir "la calidad por la cantidad de experiencias… Lo que cuenta no es vivir mejor sino vivir mucho".
     En el lector surge la sospecha de que si bien Camus pareciera haber abandonado lo figurativo y lo retórico por lo literal y utilizable, estrictamente está utilizando lo figurativo y lo retórico en las vidas reales. En efecto, lo que parece gustarle de los papeles que ha elegido es que suponen actuar, implican habitar lo metafórico, disfrazarse de diversos tipos de semejanzas. Y se advierte que apenas Camus describe las estrategias de estas vidas de insubordinación, simplemente repite las largas exhortaciones de los pasajes teóricos anteriores. El seductor, el conquistador, el actor y el escritor son figuras simbólicas en las que están colgadas las posibilidades simbólicas de la insurrección. (Como modelos, también parecen dolorosamente limitados a su época: los ideales decididamente franceses y masculinos de una época de guerra.)
     Aunque Camus no lo admitiría, puede oponerse a las condiciones de lo absurdo sólo con su propio salto, un salto a la fe negativa. "Ser conscientes de la propia vida, de la propia insurrección, de la propia libertad, y al máximo, es vivir, y al máximo". El salto de Camus puede quizá no parecerlo al principio, y esto se debe en parte a que ensancha de tal manera las condiciones de lo que constituye la "insurrección", que su salto puede implicar nada más que simplemente sobrevivir, simplemente abstenerse de matarse. Donde Kierkegaard exige una elección rabiosa e irrevocable de Dios, donde Dostoievski exige una decisión paradójicamente grotesca de ver el horror del mundo y luego utilizarlo como lo que Camus con burla denomina "un tremplin d'eternité", un trampolín a la eternidad, Camus afirma, en efecto, que no se puede evitar el salto a menos que nos matemos. Camus no dice algo tan simple como "sólo se puede elegir la vida", pero en eso estriba la fuerza de su afirmación.
     Y, al final, también esto no es sino una afirmación religiosa, una determinación, una fe. Camus no demuestra nada. Ni necesariamente tiene razón, aun desde el punto de vista del ateísmo. Quizá Camus tenga razón en que suicidarse permitiría a la muerte dominar, y que vivir con rebeldía es tener conciencia y rechazar la muerte. Pero estos son conceptos en esencia religiosos, o sombras de conceptos religiosos, que el propio Camus ha heredado y adaptado. Viene a la mente otro argumento ateo en pro de la rebeldía que también defendía el suicidio: Kirilov, en Los poseídos, considera que sólo cuando todos tuviéramos el valor de suicidarnos seríamos libres. O se puede imaginar otro argumento que no suponga insurrección sino cierto tipo de resignación: el novelista checo Karel Capek decía que "una vida breve es mejor para la humanidad, porque una larga vida privaría al hombre de su optimismo". En otras palabras, en lugar de la mezcla de Camus de estoicismo trágico y rebeldía pagana podría existir una visión simplemente más trágica (como en Sófocles y en El rey Lear), o una aceptación estoica más insulsa (como en Epicuro o en Lucrecio).
     La dificultad de la propuesta de rebeldía de Camus es que a veces parece describir solamente la vida misma, lo cual es tautológico. Y si sólo está describiendo la vida misma, también la está describiendo metafóricamente, a distancia, como una campaña interminable de derrotas, una elección entre papeles que desempeñar, una vigilancia, vivir como un condenado y demás. Estas imágenes están elaboradas con gran fuerza en sus novelas, y quizá sea en este género donde más prosperan: viene a la mente la imagen de Grand en La peste, que escribe una y otra vez la primera frase de su novela. Pero El mito de Sísifo no es una novela y existe el peligro de que cuando Camus nos predica cómo vivir con el absurdo no puede más que decirnos que hagamos lo que ya hacemos (vivir), pero que lo hagamos figurativamente, vivir como si.
     Nada es un ejemplo tan evidente de su tendencia figurativa como su elección de Sísifo como el hombre absurdo fundamental. Sísifo está condenado a rodar su roca cuesta arriba, para que ruede cuesta abajo. Entonces comienza de nuevo el empeño de Sísifo. He ahí el símbolo de lo absurdo, afirma Camus, de nuestra repetida lucha contra las oscuras condiciones de nuestra existencia. Pero —añade Camus— puede haber un momento en el que Sísifo descienda la montaña y sea brevemente libre, cuando es "superior a su destino. Más fuerte que su roca". Sísifo, entonces, es a la vez prisionero y rebelde.
     Esto es conmovedor, y Camus escribe con gran delicadeza al final de su ensayo. Pero es conmovedoramente inútil. Lo que conmueve, en parte, es el espectáculo de la creencia de Camus; lo que conmueve es que el símbolo de Camus de lo absurdo sea tan ineludiblemente metafórico, pero que Camus crea en ello con tal rabia y describa con semejante compasión su destino y su rebeldía que Sísifo le parezca real a Camus y nos parezca casi real. En esto consiste la calidad del pensamiento de Camus, y por eso es un novelista con tanta fuerza: adopta términos religiosos, los convierte en metáforas seculares y luego, a fuerza de concentrarse compasivamente en ellas, parece volverlas de nuevo una realidad no metafórica, utilizable. Lo que hace, en realidad, es proceder como si fueran reales mientras los usa como metáforas. Se nos recuerda que no se trata de un ensayo filosófico en absoluto, sino de una especie de narración.
     Sísifo no sólo es una respuesta metafórica a las condiciones de lo absurdo, sino también religiosa. Camus quizá hubiera leído el ensayo de Kierkegaard La repetición, en el que este autor describe las diversas formas en que el placer de la vida se ve amenazado por la repetición. Nos enamoramos, por ejemplo, pero luego domina la repetición y mata lo original y la novedad de nuestra experiencia. En forma característica Kierkegaard concluye, un tanto arbitrariamente, con la afirmación de que la única forma de superar la repetición es volviéndola religiosa y viéndola como la auténtica forma religiosa de la vida. La repetición, escribe Kierkegaard, es "un movimiento religioso en virtud de lo absurdo". La repetición final, por supuesto, es la eternidad misma, en la que la vida celestial se repite al infinito. La proposición de Kierkegaard es absolutamente opuesta a la de Camus.
     Camus no menciona el ensayo de Kierkegaard, pero está claro que conocía la noción de eternidad como una especie de repetición sin repetición. El cristiano quiere religiosamente extender la vida, y encuentra esa extensión, como dijimos antes, en el cielo, en su repetición sin final. Camus quiere extender la vida en la Tierra, y lo consigue con una metáfora, un símbolo. No se trata de una inversión débil si, como piensa el ateo, el cielo cristiano siempre ha sido una mera metáfora de cualquier manera. Desde este punto de vista, Camus ofrece su extensión metafórica laica por la extensión metafórica cristiana, su repetición laica por la repetición eterna de Kierkegaard. Ofrece el infierno de Sísifo por el cielo del creyente. Antes, en su ensayo, dice que "el presente y la sucesión de presentes ante un alma constantemente consciente es el ideal del hombre absurdo". Esta es la eternidad de Camus: una repetición interminable de presentes. Y ya que, a diferencia de la visión cristiana literal, morimos y quedamos eliminados —como no existe el cielo—, Camus puede hacer esta repetición infinita (o eterna) sólo con ayuda de la flexibilidad de la metáfora artística. Porque la vida es breve pero el arte es largo, especialmente el arte de la metáfora.
     ¿De modo que la rebeldía de Camus es sólo metafórica y no real? Quizá no. Su propia conducta en la guerra indica algo distinto. Y cuatro años después de que Camus terminó su ensayo, Primo Levi afrontó una tentación intolerable en un campo de concentración: la tentación de rezar, y Levi, vigilante y lúcido quizá como Camus no hubiera podido imaginar o temer, resistió la tentación. Narra el episodio en Los hundidos y los salvados. Saturado del lenguaje de lucidez y absurdo de Camus, se trata de un pasaje de extraordinaria "rebeldía" de la literatura laica:
     También yo entré al Lager como un no creyente, y como tal fui liberado y he vivido hasta hoy en día; en realidad, la experiencia del Lager con su aterradora injusticia me ha confirmado en mi laicismo. Me ha impedido, y me sigue impidiendo, concebir cualquier forma de providencia o de justicia trascendente… Debo admitir, con todo, que sentí (y en una única otra ocasión) la tentación de rendirme, de buscar refugio en la plegaria. Esto sucedió en octubre de 1944, en el momento en que percibí con lucidez la inminencia de la muerte. Desnudo y apretujado entre mis desnudos compañeros, con mi identificación en la mano, esperaba que la fila pasara ante el "delegado" que con una mirada decidiría si me tocaba dirigirme de inmediato a la cámara de gas o si tenía suficiente fuerza para seguir trabajando. Por un instante sentí necesidad de pedir ayuda y asilo; luego, pese a mi angustia, prevaleció la ecuanimidad: no se cambian las reglas del juego al final de la partida, ni aunque uno esté perdiendo. Una plegaria en estas condiciones no sólo hubiera sido absurda (¿qué derechos podía reclamar?, ¿y de quién?), sino blasfema, obscena, cargada de la falta más grande de piedad de que sea capaz un no creyente. Rechacé la tentación; sabía que, de otra forma, si sobrevivía me hubiera avergonzado. –— Traducción de Rosamaría Núñez

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