En la actual coyuntura de las elecciones presidenciales, la sociedad colombiana es presa, una vez más, de la polarización entre de dos proyectos políticos tan disímiles como la guerra y la paz. El actual presidente, Juan Manuel Santos, aspira a reelegirse para un nuevo cuatrienio y, tras la pasada primera vuelta, su verdadero rival será el ex Ministro de Hacienda Óscar Iván Zuluaga, quien cuenta con el respaldo y enorme capital político del senador electo y ex presidente Álvaro Uribe (2002-2010).
Las elecciones tienen lugar en medio de los cruciales diálogos de paz en La Habana, entre el Gobierno de Santos y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que busca poner fin a un conflicto armado de ya medio siglo. Así, las elecciones terminaron por convertirse en un referendo sobre el proceso de paz, con un Santos errático por un lado, que sigue apostando su capital político a la salida negociada al conflicto (aunque con altas dosis de impunidad y perdón para los jefes rebeldes), y Zuluaga por el otro, quien, en un eco del acento militarista con que gobernó Uribe, se ha mostrado crítico de los diálogos: en un principio, prometió suspenderlos para imponer condiciones más estrictas, como el cese de toda acción rebelde, la renuncia al narcotráfico (los tilda de mayor cártel de la droga) y que los jefes guerrilleros paguen penas mínimas de cárcel por sus crímenes, pero en días recientes ha ido flexibilizando su postura. Santos, que busca pasar a la historia como el presidente que devolvió la paz a Colombia, ha defendido que nunca antes se había avanzado tanto en un proceso de paz con la principal guerrilla.
Por si fuera poco, esta polarización en torno al actual proceso de paz se vio avivada por escándalos con tintes de guerra sucia: mientras que el ex presidente Uribe denunció, sin mostrar pruebas, un desvío de dineros del narcotráfico –por intermedio del estratega venezolano J. J. Rendón– hacia la campaña de Santos en 2010, las autoridades judiciales desmantelaron, días antes de la primera vuelta, una oficina semiclandestina, al servicio de Zuluaga, que hacía interceptaciones ilegales a delegados de la guerrilla y del Gobierno en los diálogos de paz, en un aparente intento por boicotearlos.
Ante la gravedad del hallazgo, sobre el cual salió a la luz un video en que Zuluaga aparece consultando al “hacker” Andrés Sepúlveda sobre los pasos a seguir en beneficio de su campaña, fueron muchas las voces que pidieron la renuncia del candidato uribista. Y pese al video, Zuluaga se apresuró a tildarlo de montaje, haciendo también eco de las palabras de su mentor Uribe, y a negar que fuera él quien aparecía en el video.
Lo más sorprendente de la actual coyuntura es que un número importante de colombianos ha comprado, en una suerte de hipnotismo, los argumentos esgrimidos por Uribe en defensa de su delfín político y en contra del proyecto de Santos. Una explicación es el abierto, y justificado, rechazo de la sociedad a las atrocidades de la guerrilla, pero el propio Santos ha defendido que la paz se hace con los enemigos, no con los amigos, y que además su posible participación en política no será automática, sino que dependerá del voto de los colombianos.
La actual polarización política, que dejó en el camino a otros candidatos presidenciales con buenas propuestas, es una expresión más de la tendencia histórica a la bipolaridad que ha marcado a la sociedad colombiana por décadas. Como un círculo vicioso que se retroalimenta y perpetúa, mucha de la violencia e intolerancia que siguen aquejando a Colombia tiene sus orígenes en la historia política y de conflicto armado del país, signada por los extremos.
Durante la llamada época de La Violencia (1948-1958), el ciudadano común quedó a merced de dos polos opuestos entre los cuales debía tomar partido: conservador o liberal. No había opciones intermedias. Mucha sangre corrió debido a ello. En ese caldo de cultivo de bipolaridad política y social, en 1964 surgió la guerrilla de las FARC –luego vendrían otras– y el país se vio de nuevo sometido a los extremos, en este caso entre la institucionalidad del Estado y la ilegalidad de la subversión. Y en una reacción casi instintiva, frente al radicalismo armado de izquierda se gestó y desarrolló un radicalismo de ultraderecha que tuvo su más evidente y violenta expresión en los grupos paramilitares. En esa lógica, se era “guerrillo” o “paraco”. Mucha sangre corrió también debido a ello.
En medio de esas violencias seculares siempre ha quedado atrapada la sociedad, sometida a la presión de los extremos. De modo que la actual polarización política entre los proyectos de Santos y Zuluaga solo ha germinado en ese terreno fértil. Tanto parecen los colombianos haberse acostumbrado al conflicto armado, que encuestas previas a la primera vuelta electoral han mostrado que la paz con la guerrilla no es su principal preocupación, a diferencia del desempleo, la inseguridad, la calidad de la salud, de la educación y la pobreza. “Como los colombianos sólo han conocido la guerra, les resulta difícil imaginarse la paz”, afirma la historiadora Diana Uribe. Apenas en la elección presidencial de 2002, tras los frustrados diálogos de paz entre las FARC y el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), los colombianos privilegiaron el discurso de mano dura contra la guerrilla con el cual Uribe llegó al poder.
Y aunque la férrea política militarista de Uribe se tradujo en importantes golpes a la guerrilla, una mejora de la seguridad y la reactivación de la alicaída economía –incluidos el turismo y la inversión foránea–, y lo llevó a ser reelecto en 2006, su gobierno se vio salpicado por escándalos graves, como escuchas ilegales, ejecuciones extrajudiciales de civiles a manos de militares que los hacían pasar por guerrilleros para mostrar resultados, constantes choques con las altas cortes y estigmatización de la oposición, en una suerte de política del todo vale y del fin que justifica los medios, además de que protagonizó fuertes choques con los gobiernos de países vecinos, como Venezuela y Ecuador.
En la actual campaña, más de uno coincide en que de llegar Zuluaga a la presidencia, sería en realidad Uribe (cuyo padre fue asesinado por la guerrilla en un intento de secuestro) quien estaría detrás del poder, aunque el candidato uribista ha aclarado que controvertiría al ex mandatario cuando sea necesario.
De cara a la segunda vuelta el próximo 15 de junio, por mayor afinidad con el actual proceso de paz, es probable que muchos seguidores de los ex candidatos Clara López y Enrique Peñalosa se inclinen por Santos, mientras que los de Marta Lucía Ramírez, del Partido Conservador, irían divididos. Los abstencionistas (60% del electorado) y quienes votaron en blanco (6%) jugarán también un papel clave en la balanza final.
En favor de Zuluaga juega el vertiginoso ascenso que ha tenido en las encuestas en muy poco tiempo. De ahí que analistas se encuentren divididos a la hora de predecir cómo terminará de decantarse esta elección. Aún está por verse si en la actual coyuntura los colombianos se inclinan por la salida negociada (con perdón incluido) al conflicto armado o por seguir perpetuando la guerra, pues es predecible que la guerrilla no acepte las condiciones más estrictas de Zuluaga.
“No son unas elecciones presidenciales: son un examen de la salud mental y moral de este país”, escribió en una columna reciente en El Espectador el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez.
Periodista y escritor mexicano residente en Bogotá.