El martes 22 de abril, Julio Hernández López publicó en su columna Astillero de La Jornada una reflexión cuyas implicaciones vale la pena analizar. Dice el periodista que el gobierno de Enrique Peña Nieto ha venido aplicando la táctica de incluir en sus controversiales iniciativas de ley un “señuelo desechable”, el cual sirve para atraer el rechazo visceral de los opositores y oscurecer la parte sustantiva de la propuesta. Dicho señuelo aparece como una serie de disposiciones burdamente elaboradas, autoritarias, claramente excesivas y, por ello, inaceptables. En el caso de la propuesta de Ley de Telecomunicaciones, ese papel “distractor” lo habrían desempeñado las reformas que les permitirían a “autoridades competentes” solicitar la suspensión del acceso a las redes de comunicación en casos de emergencia o perturbación del orden público, así como el bloqueo de ciertos contenidos. La inmediata reacción en las redes sociales y las declaraciones de dirigentes sociales coinciden en la indignada denuncia del señuelo. La movilización resultante le proporciona al gobierno y a otros de los patrocinadores de la iniciativa la oportunidad de presentarse como actores razonables, “que escuchan” y saben dar marcha atrás cuando se les demuestra que carecen de razón, retirando las disposiciones más impugnadas y garantizando la aprobación de todas las reformas realmente importantes en la iniciativa.
Los asiduos visitantes a la pradera izquierda de la tuitósfera (la parte más militante de lo que en esta bitácora se ha llamado en broma la República Democrático-Popular de las Redes Sociales) saben perfectamente que se necesita muy poco para desatar el incendio de las pasiones justicieras. Existe un grueso sedimento de indignación que facilita la combustión. Por todos lados aparece la convicción de que el gobierno priísta ha puesto en marcha no solo la venta de todo el patrimonio nacional a la iniciativa privada e intereses extranjeros, sino que está instaurando un régimen de control social tan autoritario o peor que el de Díaz Ordaz. Frente a ello, entonces, no hay tiempo que perder. Cada llamado a la resistencia contra tal o cual medida va envuelto en una dramática sensación de urgencia: “Pueblo, despierta o ya no sales de esta”. Lo que Hernández López afirma es que el gobierno de Peña Nieto rutinariamente incluye este factor en sus cálculos para la aprobación de sus iniciativas.
A partir del argumento del Astillero, es posible plantear varias implicaciones. Trátese de trending topics, marchas, cadenas humanas, congresos populares, o una combinación de todos los anteriores, no hay prácticamente ninguna movilización que tome al gobierno por sorpresa y, por el contrario, todas cumplen su función prevista en favor de la causa gubernamental. Es verdaderamente irónico que los mismos activistas que tanto denuncian la “distracción” del pueblo con las telenovelas y el futbol caigan con tanta facilidad en los señuelos distractores del gobierno. Hay, sin embargo, otra conclusión más importante: el discurso de la resistencia parece completamente agotado. La resistencia contra las medidas neoliberales es parte de un discurso de izquierda que ha tenido ciclos de auge y retroceso durante las últimas tres décadas. Hubo ocasiones en que la resistencia coyuntural solo fue la base de un proyecto de construcción de alternativas, como durante los mejores años del zapatismo a finales de los 90. En otros momentos, el énfasis en la resistencia fue superado por la expectativa del cambio inminente, como durante la campaña presidencial de López Obrador en 2006. Desde entonces, sin embargo, el discurso de la resistencia sin matices ha monopolizado la imaginación de buena parte de la izquierda social y la facción de la izquierda partidista agrupada en Morena, y ahora estamos viendo como ese discurso y las movilizaciones que genera pueden ser incorporados plenamente para el impulso de la agenda presidencial.
¿Qué hacer, entonces? Una posible respuesta: nada. Por ahora no hacer nada que perpetúe el círculo de predictibilidad y recrudecimiento de las frustraciones que trae cada movilización raquítica, cada campaña que no saltó de las redes sociales a la calle, cada nueva ronda de denuncias al pueblo “enajenado” que no supo cumplir con su misión histórica.
En la introducción a su libro On violence (2008) Slavoj Zizek describe vivamente esa sensación de urgencia que siempre parecen tener los activistas que él describe como “humanitarios liberales de izquierda”, aquellos que se manifiestan contra los horrores más visibles del mundo: degradación ambiental, hambre, violencia contra poblaciones vulnerables, etcétera. Frente a ese panorama desolador, dice el filósofo, se presenta el mandato ético irreflexivo del “¡actuar ya!” Es precisamente ese impulso, esa “falsa urgencia”, lo que hay que resistir. Evidentemente es una proposición provocadora, pero Zizek sabe arreglárselas para hacerla aún más incómoda. Frente a este reproche: “’¿Quieres decir que no debemos hacer nada, solo sentarnos y esperar?’ Uno debe reunir el valor para responder: ‘¡Sí, eso precisamente!’” (La traducción es mía.)
Lo que Zizek propone en realidad es buscar la forma de que el profundo malestar producido por la constatación de las múltiples injusticias en el mundo no ofusque nuestra capacidad de entender la naturaleza de las situaciones que tanto nos indignan. En nuestro contexto mexicano, ello equivaldría a dar un paso al costado por el momento y tratar de discernir no solo la multitud de intereses cruzados y sus interacciones dentro del grupo gobernante, sino fundamentalmente los resquicios por donde puede abrirse paso una postura opositora a las políticas del gobierno.
No podemos dar nuestro conocimiento del priísmo por sentado. La naturaleza de la administración de Peña Nieto es una legítima materia de investigación, como la relación del primero círculo del presidente con los Estados Unidos, sus formas de interacción con los grandes intereses empresariales en pugna, y especialmente, los procesos que perfilan la continuidad del partido en el poder para los siguientes sexenios. El PRI, igual que el resto de los partidos pero con el peso de su tradición histórica, tiene una pulsión autoritaria innegable que lo lleva a tratar de ejercer control sobre los canales de expresión de la sociedad civil, pero no es la única tendencia que define la actuación de sus gobiernos.
Lo principal, sin embargo, es emplear ese conocimiento sofisticado para revertir los beneficios de la predictibilidad. Hay que proponerse llegar al punto en que los opositores al gobierno, en los partidos y las organizaciones de la sociedad civil, pasen a la ofensiva con una agenda político-legislativa y su propia capacidad de tender señuelos al gobierno para asegurar el cumplimiento de sus objetivos mínimos. Eso sí sería radical.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.