Considero que el trabajo menos adecuado para mí sería el de sobrecargo de alguna compañía aeronáutica. Nada me estresa más que los aeropuertos, el miedo a perder un avión, la fila para obtener el pase de abordar, el despegue y el aterrizaje, la sensación de estar en ninguna parte, la mala comida, y otros tantos etcéteras. Y no hay peor semana que esta, en la que tendré que pisar un aeropuerto por lo menos cuatro veces (comienzo a escribir esta entrada el día jueves 20 de febrero del año de gracia 2014, a bordo de un avión que me llevará, si todo sale bien, a la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, donde voy a impartir un taller de literatura y a presentar mi última novela, Bisontes).
El lunes pasado tomé un vuelo a Colima por la tarde para asistir a la mañana siguiente a la entrega de un premio, mismo que gané con una novela publicada en el 2012: Autos usados (Mondadori). El primer inconveniente fue volar en un avión con hélices, yo pensaba que no se usaban desde la Segunda Guerra Mundial. Afortunadamente el viaje fue muy seguro. El avión era nuevo, pero me tocó ir en la ventanilla junto al motor y no dejé de pensar en aquel tan parodiado episodio de The Twilight Zone en el que un hombre ve a un duende destruir el motor del avión desde la ventanilla, en pleno vuelo.
No sabía qué esperar de Colima, puesto que nunca había estado ahí. Me encontré con una cálida brisa al bajar a la pista de un aeropuerto tan pequeño que parecía una central de autobuses. De inmediato me llevaron al hotel donde iba a pasar la noche y salí a recorrer una de las principales avenidas de la ciudad, a lo largo de la cual hay algunos restaurantes y bares. La vegetación es tropical, ceibas y palmeras, y conforme avanzó la noche la brisa cálida se volvió un poco más fresca y apacible. Me recordó nocturnos días de la infancia, en Chihuahua, durante el mes de abril cuando todo era despreocupación y después de jugar futbol tomábamos agua potable del grifo de algún jardín. El mundo era nuevo y olía a sudor y a lavanda.
Pero lo mejor de todo era que, a pesar de que Colima tiene salida al mar, y de que está rodeada de dos estados conflictivos y tristemente célebres como Jalisco y Michoacán, en la ciudad todavía se puede pasear de noche sin temor alguno; aunque me contaron los de la universidad que las cosas están cambiando y el crimen ha comenzado a hacer acto de presencia en ese lugar donde antes no pasaba nada. Y puesto que yo soy de otro estado tristemente célebre, Chihuahua, y vivo en la cada vez más violenta ciudad de México (aunque Miguel Mancera diga lo contrario), la ciudad me pareció algo así como la comarca de los hobbits de El señor de los anillos.
Soy muy aprensivo respecto a los actos oficiales, en especial las entregas de premios literarios, por las que he tenido que pasar un par de veces (aquí nos tocó vivir). Sin embargo esta fue algo diferente por el ambiente tan amigable y poco ceremonioso de los funcionarios de la Universidad de Colima; del director de la Facultad de Letras y Comunicación, un hombre muy joven, menor que yo; por los alumnos de la misma y también por el staff de Difusión Cultural, estos todos muy amables y considerados. Incluso fui salvado de morir atropellado por uno de ellos al bajar de uno de los vehículos oficiales. En verdad que me sentí muy bien, aunque cuando me llegó el turno de decir unas palabras no alcancé sino a balbucear incoherencias.
—Estoy muy contento y estoy asustado —creo que dije, entre otras muchas cosas.
—A la otra mejor di que tú eres escritor y que no sabes hablar en público —me aconsejo uno de mis acompañantes.
Siempre te queda la duda de si mereces o no un premio o un reconocimiento, pero decidí que esta vez no sería tan aprensivo. No sé, a lo mejor ya estoy madurando y hasta parece que puedo disfrutar las cosas y tomármelas de manera más relajada.
Al mediodía me llevaron a conocer el pueblo de Comala, el real, cuya vegetación abundante nada tiene que ver con la descripción de la mítica Comala, aquella de la literatura universal que imaginó Juan Rulfo. Aún así este tiene una estatua en la plaza principal, ejecutada con muy poco arte, sentado en una banca con un tomo de Pedro Páramo, y un niño, también de bronce, sentado frente a él en el suelo. Cuando vi el conjunto no me quedó claro si el niño lo está escuchando contar una historia, o bien, va a bolearle los zapatos.
—¿Grasa, don Juan?
Se la pasaron hablándome de los famosos centros botaneros de Comala, pero a nadie se le ocurrió preguntarme si yo quería visitar uno. El que no habla Dios no lo oye. De ahí fuimos a Nogueras, un pueblo al lado, donde hay un museo dedicado al ilustrador Alejandro Rangel (donde antes era su casa) y a su colección de cerámica prehispánica, cuyas piezas (como los perritos colimotes) me parecieron rarísimas en el contexto del México prehispánico. La administradora del museo me hizo una de aquellas obligadas preguntas que odiamos los escritores.
—Felicidades —me dijo—, ¿y de qué trata tu cuento? ¿O es una novela?
—No sé —le respondí.
—Qué bueno que tuviste la inspiración para hacerlo.
Este pueblo soleado con techos de tejas, me pareció un lugar increíble para vivir. Todo era primavera ahí, flores por todas partes. “Tal vez si algún día salgo de underdog”, me dije, “compro algo por aquí y me dedico a pasear por mi huerta como un Tolstoi tropical”.
—¿Y que te parece Colima? —me preguntó mi acompañante, una hermosa colimense de ojos claros, enorme sonrisa y melena salvaje.
—Es como la comarca de los hobbits —le dije, triste, pensando que en unas horas tendría que tomar un vuelo de regreso al Mordor, D.F. de Miguel Ángel Mancera (alías Saurón).
Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).